Asador O Pazo: brasas, versos y un aniversario
Manolo y Óscar Vidal son los hermanos encargados del Asador O Pazo
Descubrimos su nuevo menú lleno de historia y sabor
Padrón, es uno de esos pueblos que huele a piedra mojada y sabe a leyenda. Aquí, el río Sar canta versos que Rosalía de Castro aún dicta desde la eternidad. En Padrón, conviene detenerse a escuchar el murmullo de los pimientos fritos y el crepitar de una parrilla encendida. Pero su patrimonio no son solo versos, ni pimientos, aquí hay también brasas de bienvenida y en ellas reina el talento de los hermanos, Manolo y Óscar Vidal, maestros en el arte de recibir y dar de comer en el Asador O Pazo (1 estrella Michelin, 2 soles Repsol) que este año celebra veinticinco años encendiendo cocinas y almas. Una vida entregada a una forma de hacer como un idioma familiar.
“Nadie puede robar el fuego a quien nació con la llama dentro”, escribió Manuel María. Y es cierto: basta entrar en este templo de carne y humo para entender que aquí la llama no se roba, se alimenta. Óscar, danza entre brasas y platos, sereno y atento como un patriarca de las diferentes leñas, y vigila cada corte o cada pieza que aterriza sobre la parrilla.
Manolo, atiende a la clientela y mueve el servicio como quien escribe un poema sobre el ritual de la sala. Un cuarto de siglo lleva esta pareja de anfitriones cuidando brasas y manteles, alimentando generaciones de parroquianos, viajeros y curiosos que acaban haciendo de O Pazo una segunda casa.
Nuevo menú
Allí fuimos antes de la celebración más oficial con el firme propósito de auscultar su nuevo menú. Todo empezó con un caldo humeante, memoria líquida de los abuelos, para abrir paso a un desfile de sabores que iban de la tierra al Atlántico sin pedir permiso. El tomate y la manteiga (manteca), pusieron sencillez y nobleza en el arranque, antes de que la porca da casa (cerda de la casa), nos recordara que aquí el cerdo honra a su tópico: todo se aprovecha.
El mar apareció con el lumbrigante, las zamburiñas y el longueirón, bocados que sabían a espuma, a superficie marina. El chipirón se presentó humilde pero intenso, mientras la cherna daba un contrapunto serio, como un bajo grave en una orquesta de cuerda anfibia.
Llegó después la sardiña con pemento, puro verano en la boca, y la yema de huevo, ese guiño goloso que acaricia el paladar antes del gran golpe de efecto: la chuleta de Rubia Gallega de Bandeira, carne con alma, fuego y memoria de prado; crujiente por fuera y cremosa en rojo por dentro. La grasa se fundía como la niebla sobre el río Sar: lenta, sabrosa, irrepetible. Una oración carnívora.
El final fue a la vez dulce y festivo: tabardilla para refrescar y el queixo de Xosefa con membrillo, uno de esos epílogos que no buscan deslumbrar con artificios: pura verdad de aldea, queso elaborado con mimo, de textura noble y sabor lácteo profundo, acompañado por el dulzor del membrillo, que le da contraste y armonía. Un broche sencillo, sí, pero cargado de raíces y autenticidad.
¿Y el vino?
Los versos de esta comida tuvieron forma de vino: Górgola 2015, una joya enólogica. Un espumoso gallego hecho con método champanoise. Elaborado con albariño al cien por cien. 72 meses en rima. Un ejemplo de paciencia y precisión. Una acidez vibrante. La Vertical 2020 de Castro Candaz, un godello elaborado por Raúl Pérez y Rodri Méndez en la zona de Chantada (Lugo), sobre suelos arenosos y graníticos. Con una producción muy limitada. Amplio, persistente, muy mineral y de corte claramente borgoñón. Tiene la sutileza y la frescura de una brisa jugando entre maizales.
A Torna dos Pasás Escolma 2019, un tinto profundo, de esas botellas que uno descorcha como quien abre un cofre de secretos bien guardados. Acidez muy equilibrada, elegancia… Hecho por Luis Anxo Rodríguez Vázquez, uno de los productores que primero se empeñó en demostrar el potencial de guarda de los vinos gallegos.
La sobremesa se prolonga. El reloj parece haberse olvidado de dar las horas. Afuera, Padrón sigue ofreciéndose coronada de versos, de rumores de agua, de un sol que aparenta ser el oro viejo de la tarde.
Dentro, el calor del fuego y la amabilidad de Manolo y Óscar sostienen un lugar que es más que un restaurante: es un pequeño santuario donde cada bocado honra la tierra. Camilo José Cela, hijo de esta comarca y viajero empedernido, lo habría susurrado al oído de cualquier comensal: “Hay que ir a Galicia con los cinco sentidos despiertos y, si es posible, con alguno más.”
¡Qué tarde la de aquel día!
Se resistían todavía los calores de agosto en el lunes 18, pasado el puente en el que este mes se vacía en sí mismo, ese ecuador esencial en la cartografía del verano, aquel fue el día designado para la celebración, para la reunión de un ciento de amigos en pos de un brindis conmemorativo por un cuarto de siglo de vida.
El jardín era un pálpito luminoso, un escenario encantado para la celebración y el afecto. Latían el corazón, la memoria y la gratitud, porque no hay muchos sitios que superen el paso del tiempo sabiendo a nuevos. Una tarea trabajada desde una particular manera de ser de Manolo y Óscar: delicados y dedicados, amistosos, desprendidos, llenos de entusiasmo por lo que hacen y por este lugar en concreto, al que han sabido dar estatura y esperanza, con el empeño de hacerlo renacer cada día. Una habilidad sustancial en el mundo de la hostelería. Una historia construida con los retazos que sus predecesores fueron dejando en el aire. Como escribió Macías O Namorado, aquel trovador de amores imposibles: “No puedo olvidar tan temprano a quien me hizo tanto bien…”.
En horas del almuerzo, el jardín más bello de todos los alrededores hervía bajo el humo de las pulpeiras, el aroma del churrasco a la parrilla, la danza rítmica de los platos de jamón ibérico, los quesos luciendo puntos cardinales de esta Galicia nuestra. Una ruleta rusa de hambres verdaderas.
Y los vinos: gallegos y con alma, cantando en cada copa aquel viejo aforismo de procedencia anónima: “Beber el vino es aceptar la historia de los que lo han hecho.”
Deambulaban también, de un lado a otro, un grupo de gaiteiros y un escenario de sonidos pop amenizando los abrazos de tantos amigos: Rodri Méndez y familia, Paco Berciano y Maribé, Juan y Chus los propietarios de ese templo secreto y cercano que es la Taberna O Pemento; el empresario más próspero de la zona, José Manuel Cortizo, el chef Axel Smith; Vicky, la pequeña Claudia “la princesa de Chamartín”, Rodrigo Varona y tantos otros, participando de esta conmemoración en la que revivíamos historias y estampas fugaces, a la par que buscábamos, en esta pequeña geografía íntima, el paladeo de una sombra reparadora.
Caía la tarde con el sol yendo a despedirse entre “jirones de púrpura y oro”, que decía Rosalía de Castro. Y cuando aún sonaba la música y quedaba cuerda para rato, nos despedimos de Manolo y Óscar recordando esa infinita dedicatoria que escribió el poeta y periodista, Antonio Lucas: “Conviene no perder la memoria para poder tener más futuros”.