Sangría, ¿quién eres?
La bebida más popular y veraniega sigue viva y ofreciendo dos caras: la más ordinaria y la de la excelencia
Lo bueno que tiene la sangría es que nadie sabe exactamente de dónde viene y por lo tanto no necesita explicar a dónde va ni qué es exactamente. En ese libertinaje en el que vive la llamada sangría española encontrará herejías mayores: propuestas heréticas desde el ángulo del resultado, no del origen, que insistimos es más o menos ignoto. O sea, que hay mamarrachadas que conviven con algunas excelencias reseteadas, adaptadas y sublimes. Y, a la vez, conserva las esencias de la fórmula más extendida y supuestamente canónica un ejército regular de jarras ralladas y con varias dioptrías que decoran el mostrador de chiringuitos, bares y tascas a lo largo y ancho del país desde que asoma el primer sol de verano. A veces hecha en casa, a veces escanciadas directamente de una botella de producción industrial.
Existen tantas versiones del producto como de su origen. Posiblemente todas las versiones son apócrifas y, a la vez, contienen algo de verdad. Cuando usted se enfrente a algún misterio insondable de la gastronomía y sus aledaños piense siempre en clave antropológica y acertará. Deduzca que esa receta cuyo origen se le resiste es la consecuencia de mezclar lo que el hombre tenía a la mano con la utilización de las técnicas conocidas, más el uso de los utensilios disponibles y la necesidad del alquimista. Al primer alquimista que mezcló vino con frutas lo que le apretaba era la sed. Y lo que le sobraba era vino y frutas. Elemental, querido Watson.
España y Portugal
La idea más extendida y verosímil, aunque es difícil de encontrar su basamento científico original, es que la sangría procede de las zonas rurales de España y Portugal. Siendo así, en el siglo XIX, los campesinos habrían mezclado los sobrantes de vino y frutas para fabricar una bebida energizante sin necesidad de envolverla en deportes de riesgo.
Alguna otra cosa que se escribe por ahí le adjudica su invención a los marineros británicos destinados en Las Antillas, que sorteaban la prohibición de beber alcohol camuflando el ron dentro de un barril de frutas. Rarita teoría, aunque es cierto que la Marina Real Británica legó a racionar los golpetazos de ron que se hincaban sus marineros para evitar que los barcos zozobraran. La ración diaria permitida de ron se conocía como up spirits. El nombre de sangría procedería así de sangaree, con el que los beodos de la marinería británica aludían a la sangre, más por el color del brebaje que por la que teóricamente derramaban en el campo de batalla.
Un producto, mil fórmulas
El origen tampoco es tan interesante. Es más relevante la sinuosa e infinita interpretación que campesinos, marineros, taberneros, amos de casa en día grande de barbacoa en el jardín, bartenders de alto vuelo, estudiantes de borrachera de fin de curso y demás espécimenes humanos han hecho, siguen haciendo y harán de esa fórmula base que incluye vino y fruta. Incluyendo en el paquete a la industria, que ha sabido embotellar y colocar en los supermercados su propia versión de la sangría veraniega.
Hay quien añade a la fórmula a original el azúcar y la receta más usual incorpora alguna bebida gaseosa blanca. A partir de ahí, cada uno añade lo que quiere a la olla de los conjuros: canela en rama, vino blanco o cava (en Cataluña, por ejemplo) y que suele conocerse como clarea, vermú, brandy, ron, ginebra, casi cualquier bebida alcohólica disponible. Cointreau, Campari, triple sec, clavos de olor, menta y orujos. Las hay volcadas hacia la fruta rojas (fresas, arándanos y moras e incluso pepitas de granada), hacia los cítricos (lima, pomelo y naranja) o con frutos más carnosos y dulzones (melocotón, pera, mango, plátano o melón). Los hay que prefieren solo la sutileza de las cortezas de la fruta y quienes le ponen todo el paquete, incluidas las pepitas. Se ha visto añadirle miel, sirope de arce y chocolate, como si no tuviera ya bastante azúcar y dulzor.
Sake, jalapeño, orujos, hierbas, ahumados
Existe una versión singular: la sangría de piña con sake y jalapeño. Otra con lichis, piña, pera, naranja, vodka, vino blanco y sake. Un chef italiano, Albert Di Meglio, inventó la suya asando la fruta a la parrilla y caramelizándola: azúcar moreno, vino blanco, fresas, vainilla, tomillo, prosecco y ruibarbo picado. Tenemos la sangría de sidra, con mucha carga de manzana asturiana y triple sec. La de vino rosado con fresas. La sangría granizada de pepino y lima. Una con melón y vino moscatel. Una variante con aguardiente llamada zurra o zurracapote en distintas zonas de España. Existen las sangrías de autor cítricas y florales, cremosas, ahumadas, picantes, herbales, afrutadas o especiadas. A elegir. En fin, ya ven, con que lleve una base de vino y fruta el resto es un folio en blanco en el inagotable y sorprendente universo de las sangrías. O sea, hagámonos la pregunta clave: ¿es una bebida para guiris? Pues sí pero no. Como puede serlo según qué paella, según qué calamares fritos o según qué jamón ibérico. Algunos de los gigantes de la industria venden 30 millones de litros anuales de sangría envasada. Otras marcas que producen sangría premium alcanzan las 70.000 botellas. Ese mercado coexiste con el producto de calidad elaborado en restaurantes y bares. Y, en circuitos más cualitativos, con algunas elaboraciones que alcanzan la excelencia. Para todos los gustos.
Equilibrio y armonía
Como la sangría es libre, generosa y paciente lo admite todo, no se queja. Aunque sí exige ciertas proporciones y equilibrio. Una cosa es rellenar una marmita con alcoholes a tutiplén capaz de emborrachar a la legión extranjera y otra elaborar una bebida con cierta sutileza y fidelidad, algo de sentido y una mínima armonía de sabores. En cualquiera de los casos, desde 2014, la sangría, lleve lo que lleve, es un término de uso exclusivo para los brebajes fabricados en España y Portugal. Así lo ha decidido el Parlamento Europeo, que descartó beneficiar con el término mágico a otras bebidas aromatizadas a base de vino elaboradas en cualquier otro país. Lo cual no obsta para que más allá de nuestras fronteras se consuman mezclas semejantes. En Puerto Rico, por ejemplo, se celebra cada año el Sangría fest, donde miles de personas beben sangría en un ambiente festivo. Incluso tienen su récord Guinness.
No es un cóctel
Dicho eso, no conviene confundirse: la sangría no es un cóctel según el criterio de la Asociación Internacional de Bármanes (IBA) porque no fue creada por un barman ni se mezcla en una copa a la vista del cliente. Si lo fuera, la sangría sería la reina de los cócteles españoles. Solo le seguiría la estela el D-Ryta Hayworth que Perico Chicote creó para la actriz con una mezcla de vodka, vermú blanco dulce y pétalos de rosa frescos. La Hayworth, después de tomarse tres sin respirar, bordó su papel en Gilda y entonces, Joaquín Aramburu, Txepetxa, el tabernero vasco de Casa Vallés, en Donosti, patentó la gilda combinando aceitunas, guindillas en vinagre y anchoas ensartadas en un palillo.
De lo vulgar a lo sublime
Como todo producto de éxito masivo, la sangría corre el riesgo de la vulgarización y de su reverso: de la sublimación. Relatadas ya las majaderías que ocasionalmente hace el ser humano con la receta original, asumidas las fórmulas de todo a cien incluidos los rectificado de botella, aún las hay peores. Por ejemplo, los propietarios del restaurante La Guérite de la isla Santa Margarita, que se localiza en la Riviera francesa, cerca de Cannes, que hace poco se han corrido una juerga con sus invitados a base de sangría elaborada con varias docenas de botellas de Château Pétrus, el Pomerol 100% merlot que pasa por ser uno de los vinos más exclusivos del mundo: la botella oscila entre los 3.000 y los 5.000 euros si ha comprado bien. A partir de las segundas ventas, los precios se triplican. Unos 120.000 euros se gastaron en la infausta sangría. Como ve hay de todo y el ejemplo de los estudiantes desaforados que llegan a lavarse los pies en el barreño de sangría es, pese a todo, más vivificador que el de los tontainas elitistas del Pétrus.
La excelencia
No es necesario hacer el candado para alcanzar una cumbre delicada sobre la idea original de la sangría: es el caso del Noveau Sangaree que elabora Jim Meehan, un acreditado barman neoyorkino considerado el genio de la mixología, en su bar PDT (Please Dont Tell) en Manhattan, el pionero de los llamados bares clandestinos. Lo hace con un fondo rosa-púrpura de Beaujolais Nouveau (uva gamay), el vino de nuevo de la región del mismo nombre, al este de Francia, al norte de Lyon. Le añade una parte de brandy de manzana, un toque de Sloe gin de Plymouth (destilada con bayas inglesas de endrino), dos gotas de angostura y otras de jarabe de arce. Lo sirve en copa de cóctel espolvoreado con canela y decorado con unos twists de manzana roja.