La casa de Lita

telecinco.es 30/01/2009 18:16

Cuando se trata de recuerdos, a mí me da por ubicarlos. Así me llegan sonidos, formas, colores y aromas que me hacen revivir aquellos momentos que quiero recordar.

No sé si a alguien le interesarán mis recuerdos y seguramente seré criticada duramente por escribirlos y de la forma en que los escribiré, pero no me importa. Si una sóla persona se amima a mirar hacia atrás y a comunicarnos aquello que siente y con ello se siente bien, me daré por satisfecha.

He titulado esta entrada como “la casa de Lita”, mi queridísima abuela porque, aunque nos haya dejado hace 26 años, la recuerdo y la echo en falta todos los días.

Llamábamos Lita a la madre de mi padre. Era una mujer alta y delgada. Tenía una figura estupenda y era muy guapa. Las facciones grandes la hacían tremendamente atractiva: aquellos ojos almendrados de un azul precioso y adornados por largas y espesas pestañas, tenían tanta vida… La boca grande y carnosa, el cabello de un rubio clarísimo, siempre impecablemente peinado,… Era bella, muy bella, elegantísima y muy presumida. Siempre iba perfectamente maquillada y elegantemente vestida. No soportaba la moda prête a porter y siempre usaba vestidos hechos a medida. Las telas las traía de los múltiples viajes que realizaba cada año. Su baño diario era una ceremonia: espuma, sales, cremas,… todo un ritual. La peluquera y el podólogo acudían a su casa. A ella no le gustaban las multitudes y prefería que se desplazaran ellos a su domicilio. Le encantaban las joyas y cada día lucía unas diferentes, dependiendo de la ocasión y del color del traje que llavaba. Su perfume: Arpege. Su casa olía “a ella”. ¡Lita, cuánto te echo de menos!

La casa de Lita se encontraba en la zona del Paseo de Gracia tocando con la Avda. Diagonal, de la Ciudad Condal. Era una casa señorial, con entrada de servicio y entrada “de sres”. En la puerta principal siempre te encontrabas con el conserje, un hombre de mediana edad, muy serio, trajeado y repeinado que te abría la puerta solícito y llamaba al ascensor. Nunca supe como se llamaba y eso que cuando nací ya estaba allí y, cuando murió Lita, él siguió en su puesto. En la cuarta planta vivía Lita. Un piso más abajo, el consulado de no sé qué país. Una vez lo visité para hacer un trabajo del colegio.

La casa de Lita era una casa grande, luminosa y muy lujosa. Todo relucía tanto que no te permitía relajarte. Para estar allí debías estar bien vestida, bien peinada y comportarte “como una señorita” en todo momento. Yo me imaginaba que era una princesa y me gustaba estar allí.

Los techos, muy altos, mostraban gravados en pan de oro que resaltaban el blanco del fondo. Las puertas y los muebles, de caoba exquisitamente tallados con adornos de pan de oro, también. Y mármol, mucho mármol y algún mueble chino: el escritorio de Lita. Arañas de cristal relucientes, multitud de mullidas alfombras sobre el suelo de madera siempre brillante y grandes espejos por todas partes.

Todo estaba muy limpio y ordenado, no en vano venían dos personas todos los días, que se ocupaban exclusivamente de la limpieza de la casa, bajo la mirada escrupulosa de la Tía Argía, la hermana menor de Lita. Estas chicas no eran “fijas”, sino que iban cambiando con los años. Nunca supe sus nombres, ya que la tía Argía no me permitía hablar “con el servicio”. Sólo podía comunicarme con Margarita y con Angela y, cuando alguna estaba presente y teníamos que hablar entre la familia, se usaba el italiano, como si ellas no fueran a entendernos. Era muy altiva la tía Argía y nos obligaba a serlo a nosotros. Lita era distinta. Más reservada, más tímida y mucho más cariñosa con todo el mundo. Imagino que le daba pereza discutir con su hermana y la dejaba a su aire, aunque no compartiera sus puntos de vista. Lita era el rey, que reina pero no gobierna, a la que todos servían y adoraban; y la tía Argía era como el presidente del gobierno, “el que corta el bacalao”.

Los domingos y “fiestas de guardar”, después de la misa matutina, nos reuníamos toda la familia en casa de Lita. Margarita, la cocinera, ataviada con su pulcro uniforme blanco, preparaba exquisitas comidas. La Nonna Vicenta, mi bisabuela, le había enseñado todos los trucos de la cocina italiana y Margarita había sido una alumna aplicada. Recuerdo con nostalgia sus canelones, para cuyo relleno utilizaba un asado de ternera riquísimo; Y sus macarrones a la boloñesa. El pavo asado, el capón relleno, el solomillo de ternera con salsa de setas,… Y sus postres: La crema quemada (receta de mi tierra), el flan, el pudding, las tartas de frutas, la cassatta, … ¡Qué gran artista Margarita! A mis hermanas y a mí nos trataba con mucho cariño. A media tarde nos llamaba sigilosamente y nos ofrecía un refresco. “Tomároslo aquí, en la cocina. No quiero que vuestros primos vengan”. No sé porqué tenía tanta manía a mis primos. A Ángela, el ama de llaves, le ocurría lo mismo. Yo nunca pregunté y ellas nunca me contaron…

Después de comer, nos reuníamos en el salón de familia a tomar el café. Los sillones eran de piel color marfil y presidía la estancia un enorme retrato al óleo de la matriarca: La Nonna Vicenta que murió cuando yo tenía 6 años. Mi madre y la tía Leonor, la mujer del tío Jorge, hacían labores de punto. Parece que mantener una charla no les parecía suficiente y querían aprovechar el tiempo. Tener las manos ocupadas y competir a ver qué labor era la más bonita era todo su afán. Los niños, mientras tanto, íbamos al cuarto de juegos con Angela que jugaba con nosotros. Sí, Angela era el ama de llaves y la sra. de compañía de mi abuela cuando estaban solas, pero cuando llegábamos los niños se transformaba en niñera (aunque yo la veía como una niña más, a pesar de su avanzada edad). Tenía el pelo negro, como ala de cuervo y vestía “de monja”: falda y chaqueta gris y camisa blanca abrochada hasta el cuello. Nunca supe si éste era su uniforme o es que no tenía otra ropa… En vacaciones se iba a Palma de Mallorca donde vivía su hermana. Nosotros, cada año, esperábamos con ansia su vuelta para que nos trajera la ensaimada rellena, la sobrasada y las galletas de Inca. ¡Qué delicias! ¡Qué triste historia la de Angela! Mis hermanas y yo la queríamos mucho. Mi mamá también. Y ella nos adoraba a nosotros y a mi abuela, no así a la tía Argía y a su familia. Nadie del servicio les quería. ¡Qué raro! Aunque… ahora creo saber el porqué.

En primavera, a media tarde, nos íbamos todos al campo. Margarita nos preparaba una cesta con refrescos y bocadillos de tortilla (malísimos, por cierto ¿por qué no sabía preparar bocadillos, con lo buena cocinera que era?). El tío Jorge, muy solícito, montaba la mesa y los sillones de cámping para los mayores, y Angela y nosotros nos íbamos a “explorar”. Buscábamos mariposas, plantas raras, madrigueras, “pistas”… Una vez encontramos una cabaña y estábamos seguros de que la habitaba una anciana loca que aparecería en cualquier momento para matarnos. ¡Qué día tan emocionante! Nos sentíamos como verdaderos detectives. Vivíamos “las aventuras de los 5? como si estuviéramos dentro de los libros de Enid Blyton.

Otras veces íbamos al aeropuerto “a ver como vuelan los aviones” (frase célebre donde las haya que pasó de primo a primo y que creo que tuve el privilegio de acuñar como prima mayor que era). Lita, la tía Argía y “las nueras” (mi mamá y la mujer del tío Jorge), se quedaban en la cafetería del aeropuerto tomando café. Los niños nos íbamos con el tío Jorge a contemplar aviones. ¡Qué estruendo! ¡Qué alto volaban! En aquella época no todo el aeropuerto estaba cubierto y nosotros los veíamos desde una enorme terraza que daba a las pistas de aterrizaje. El tío Jorge usaba prismáticos y nos contaba cosas de los aviones. Era un piloto frustrado y, cuando contemplaba aviones, se veía a él mismo pilotando y haciendo acrobacias en el aire. Mi padre, por el contrario, se aburría como una ostra. Le veías ir de acá para allá, de la terraza a la cafetería, nervioso, sin ubicarse en ninguna parte y deseando que llegara la hora de volver a casa. Mi padre era hombre de mar, no en vano su papá había nacido en plena travesía Santo Domingo-España en el barco que comandaba mi bisabuelo, contralmirante de profesión. Pero esto es otro tema del que hablaré en otra ocasión.

Hubo una época, en nuestra adolescencia, que les dió porque hiciéramos deporte y acudíamos al colegio de mi padre y mi tío a jugar a basquet. Mi padre y nosotras tres, contra el tío Jorge y sus dos hijos. Ellos eran menos, pero el tío Jorge era más alto que papá y Marian, su hijo mayor, era un experto encestador. Las “sras” nos miraban y continuaban charlando de sus cosas y haciendo punto. Un día, la tía Leonor se animó a jugar, pero la echaron de la cancha. ¡Pobrecita! Dijeron que, si no jugaban las dos mamás, no jugaba ninguna. Mi madre no quiso jugar. Se cansaba mucho y le costaba respirar. Siempre estuvo delicada de salud y todos la trataban con mucho mimo. Así que nunca llegaron a jugar las madres. ¡Qué pena, con lo divertido que hubiera sido!

En las tardes de invierno se alquilaban películas clásicas: El terremoto de San Francisco, Sombrero de copa, Escuela de sirenas y toda la colección de Laurel y Hardy (el gordo y el flaco). En alguna ocasión alguna del maestro Chaplin y, de vez en cuando, dibujos animados: Popeye el marino, Pluto, Donald, Mickey,… Y nos trasladábamos al inmenso salón dorado, cuyo nombre provenía del color de la seda que tapizaba los sofás, los sillones y las butacas estilo Luis XV que lo amueblaban. Allí los muebles eran de color marfil y pan de oro, grandes ventanales, enormes espejos (como no) y cuadros aquí y allí: una cacería, una marina, una escena en un jardín, un jarrón con flores. Éste lo tengo yo. Es el único recuerdo que tengo de mi Lita.

De esos “días de cine”, recuerdo una ocasión divertidísima. La película era aburrida y los niños y Ángela nos fuimos al cuerto de juegos. Jugábamos a indios y vaqueros. Los niños éramos vaqueros y Ángela la única india. Le pegámos tiros y más tiros y ella nos lanzaba flechas. Una vez que dijo “Pum” le reñimos porque los indios no usaban armas de fuego. Al final la capturamos y la obligamos a subirse a una escalera con las manos atrás. Le dijimos que no se moviera, que era nuestra prisionera.

Entonces nos llamaron para algo, no recuerdo, y allá que fuimos… y allá que nos quedamos.

Pasado un buen rato, Lita preguntó por Ángela y empezó a buscarla por toda la casa. Al fin, al entrar en el cuarto de juegos la vió subida a la escalera, con las manos atrás y tiesa como un palo.

Lita le preguntó que qué hacía allí y Ángela le respondió que no podía moverse, porque estaba prisionera….. ¡Qué mujer tan maravillosa, nuestra Ángela!

En verano y en semana santa, dejábamos la casa de Lita y nos íbamos a la Costa Brava, donde vivía mi abuela materna: La Mamá Gran. Ya os hablaré de ella otro día.

Yo me quedo, en esta ocasión, con mi Lita, mi abuela y madrina, la mujer que más me quiso en el mundo y que se me fué meses antes de nacer mi hijo. Nunca lo conoció y es algo que siempre me dolerá. “Lita, si lo hubieras visto… Es como papá, rubio, pero tiene tus ojos: azules como el mar. Es guapo y buen mozo. Muy deportista. Es un muy buena persona, con un gran corazón, valiente, emprendedor, inteligente y fiel a sus principios y a su gente. ¡Cómo me recuerda a tu hijo! Ambas trajimos al mundo a dos grandes hombres. ¡Qué bien lo hicimos, ¿verdad, Lita?

Carla.-

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