La casa de Mamá Gran

telecinco.es 04/02/2009 14:04

Hoy seguimos con recuerdos. La infancia da para tanto...

LLamábamos Mamá Gran a mi abuela materna. Siempre fue una mujer mayor. Se casó mayor, tuvo hijos mayor y, claro, tuvo nietos cuando ya tenía una edad avanzada. Lita se llevaba 18 años con mi padre. Mamá Gran, por su parte, se llevaba 35 años con su hijo mayor. Tuvo 5. Mi madre era la 4ª. El tío Antonio murió de niño. El mayor, el tío Jaime fué mi padrino. ¡Qué hombre tan fascinante!

La casa de Mamá Gran fué en su época la más alta del pueblo. Estaba en la playa, justo en medio de la bahía. Dice un libro de Joaquim Ruyra, que servía de guía a los navegantes en los días de tormenta, cuando el faro del puerto no estaba encendido. Tenía tres plantas y el desván. Era una casa austera y un poco lúgubre. Nada tenía que ver con la luminosa y ostentosa casa de Lita. La casa de Mamá Gran era un reflejo de ella, como de Lita lo era la suya.

Mamá Gran era una mujer de mediana estatura y con curvas, bien proporcionada. Parecía anclada en el tiempo, allá a principios del siglo XX. Siempre vestía de negro. Cuando se casó lo hizo de negro, pues estaba de luto de su padre. En septiembre de 1936, cuando todavía vestía de luto, murió su marido en la guerra civil y ella ya no se quitó el luto jamás. En los últimos años de su vida, llegó a ponerse alguna blusa blanca, algún jersey gris, o algún chal color malva. Pero éstos fueron los únicos colores que le vi vestir.

Tenía joyas muy antiguas, de su madre y de su abuela, pero apenas se adornaba con nada. La mayoría las vi por primera vez cuando murió. Sí, Mamá Gran era una mujer sobria y muy religiosa. Era mujer de pocas palabras y apenas la vi reír. Sonreía a menudo, eso sí; pero su sonrisa era triste, como sus enormes ojos azules, de un azul clarísimo, casi transparente, como mi mamá. Imagino que su mirada reflejaba el sufrimiento por tantas pérdidas como tuvo en su vida: sus padres, abuelos, su marido, un hijo y sus 15 hermanos murieron antes que ella. Mamá Gran tenía la piel tersa y muy blanca, pues no le gustaba tomar el sol. Solía estar siempre en casa, recibiendo visitas, y sólo salía para ir a la iglesia todos los días, mientras pudo caminar. Luego era el párroco del pueblo quien le traía la comunión a casa.

Cuando entrabas en la casa de Mamá Gran, te daba la bienvenida en la puerta un Sagrado Corazón de Jesús con la inscripción "Ave María Purísima". A la derecha, la sala del piano. Los muebles de madera oscura y tapizados de terciopelo color burdeos. En una pared, pinturas de hojas, firmadas por Mamá Gran. Era una gran pintora, pero sólo pintaba hojas... Al frente un retrato de mi abuelo: un hombre afable y bondadoso, calvo y algo rellenito, con una mirada tierna y una pícara sonrisa. ¡Qué pena no haber conocido a mis abuelos! (Al marido de Lita tampoco lo conocí. También murió en la guerra, pero a punto de finalizar ésta, en 1939). Al lado del abuelo, un retrato de cuerpo entero de Mamá Gran en su juventud. ¡Qué porte tenía! Vestía un traje de gala negro brillante, se diría que de raso, con mangas abullonadas hasta el codo y estrechas hasta la muñeca. Posaba de media espalda y llamaba la atención el polisón terminado en una pequeña cola que adornaba su espalda. El peinado del retrato era el que mantuvo hasta el día de su fallecimiento: el pelo oscuro y muy largo en un recojido hueco, sujetado arriba formando un moño redondo y plano, adornado por pequeñas peinetas de carey. Era el mismo peinado que lucía Kate Winslet cuando protagonizó Titanic. Al otro lado del retrato del abuelo, aparecían tres niñas pequeñas sentadas en un banco y un niño algo mayor de pie a su lado, todos vestidos de fiesta. Quizás se trataba de la primera comunión del niño, pues vestía de marinero. Eran mis tíos y mi mamá. En la pared del fondo, como no, el piano, el protagonista de la estancia. Un piano antiguo con dos candelabros de plata adosados que sujetaban tres velas cada uno. A su lado, una mesita con partituras; al otro lado, una estantería presidida por un retrato al óleo de una extraña mujer. Nunca supe quien era, pero su mirada me atemorizaba. Siempre que me sentaba al piano, intentaba no girar la cabeza para no verla y, si lo hacía, salía despavorida. Sobre el piano, un enorme retrato de Santa Cecilia, patrona de los músicos y, debajo de él, una colección de pequeños retratos de compositores clásicos: Bach, Beethoven, Haendel, Mozard, Vivaldi,....

Mamá Gran adoraba la música y tocaba el piano con gran maestría. Sin embargo, ni sus hijos ni sus nietos quisieron seguir sus pasos. Sólo yo, la séptima de sus nietos amaba el piano. Ella siempre quiso que aprendiera, pero mis padres no estaban por la labor. Sin embargo, cuando estaba en el colegio, aprendía de mis amigas, las que recibían clases de piano y, cuando iba a casa de Mamá Gran, siempre le pedía permiso para tocar y ensayar lo que había aprendido. Y ella se entusiasmaba y me decía "Claro que sí, hija mía, ve, corre ve" .Y me escuchaba con suma paciencia y atención, desde la habitación en la que se encontrara y, cuando regresaba a su lado, los ojos le brillaban de felicidad. Sólo en aquellas ocasiones ví a Mamá Gran feliz de verdad. Al final logré tocar con cierta soltura mi "obra maestra": El claro de luna de Beethoven y ella me aplaudió emocionada. Yo la quería muchísimo, aunque de una forma distinta a Lita. Tal vez era porque la tratábamos todos de usted, o porque era muy mayor, o porque se me mostraba más lejana, el trato con cada una de mis abuelas era completamente distinto, aunque las adorara a las dos.

Frente a la sala del piano, la sala de verano. Allí recibía Mamá Gran a las visitas en verano los últimos años de su vida, cuando sus piernas no le permitían salir al jardín. En esta habitación le gustaba jugar a las cartas con nosotros, sus nietos. Jugábamos a la brisca y ella nos hacía trampas y siempre ganaba. Un día la descubrimos y ella nos lo negó, muy seria. ¡Qué gracia! Pero el tiempo demostró que le encantaba hacer trampas y que lo hizo hasta el último momento, poco antes de fallecer, a los 96 años. A su lado, el despacho del abuelo. No era muy grande, pero estaba llenísimo de libros y papeles. Lo alumbraba una luz amarillenta. Era un poco triste. Sobre la mesa, su escribanía, sus tinteros, sus plumas. A mí me causaba mucho respeto tocarlo, pero lo hacía amenudo para sentirme cerca de él.

Al fondo, el comedor, con una gran mesa central, dos vitrinas que mostraban colecciones de vajillas y cristalerías antiguas, una mesa camilla con dos butacas y la gran chimenea, mi lugar preferido en los inviernos, con dos confortables sillones a cada lado de la misma. Allí es donde se sucedieron los más grandes acontecimientos familiares, las decisiones más importantes, las celebraciones más alegres y las discusiones más acaloradas. Aunque Mamá Gran nunca se acaloró. Siempre permanecía serena. No se alteraba por nada. Hablaba poco y mostraba menos. Era una gran dama "de aquella época".

La enorme cocina mantenía unos fogones de carbón que le daban un exquisito y peculiar sabor a la comida. Tenía varias puertas: una daba a la despensa de "colmado", donde guardaban el aceite, el arroz, la sal, el café, ... La otra a la despensa de la huerta, donde se dejaban los productos del campo que los masoveros o el mismo tío Jaime, el hijo soltero de mi abuela, mi padrino, traían de las fincas. Otra puerta daba a la carbonera, otra al jardín y otra al comedor.

El jardín tenía muchas flores, dalias y hortensias en su mayoría, que Mamá Gran cuidaba con esmero. Había un cuartito: "el cuarto del motor", en el que un extraño artilugio funcionaba día y noche. No sé qué utilidad tendría. Otro habitáculo guardaba las herramientas de jardinería y algunos juguetes de mi madre y sus hermanos: un triciclo de hierro, una pequeña mecedora, una carretilla... Allí no se deshechaba nada. Abrir cada puerta, cada armario, cada cajón, era como descubrir un tesoro. Una puerta daba al sótano, donde se encontraban los lavaderos. Al fondo, bajo unas columnas de piedra, el porche, al que llamaban "comedor de verano". Era muy bonito. Era el lugar más luminoso de la casa y, desde él, se veía el mar.

Estaba presidido por una enorme mesa central, rectangular, con sus 14 sillas. A un lado, unos arcones de madera que ocultaban más objetos antiguos: revistas, unas calabazas huecas que habían servido de flotador a los antiguos niños de la casa, cubos y palas para hacer castillos en la arena, sombreros de paja, gorras de marinero,... tesoros y más tesoros para los nietos de Mamá Gran. Al fondo, una mesa redonda con dos butacas y dos mecedoras. Estaban frente el gran balcón, que quedaba a pie de calle y donde Mamá Gran y sus visitas pasaban horas y más horas mirando al mar y saludando a los transeúntes que paseaban delante de su casa. Veo ahora a Mamá Gran sentada en su mecedora, con sus pies cruzados y haciendo exquisitas puntillas de frivolitée, su gran pasión. La espalda erguida y la cabeza levemente ladeada. Ésta era su postura siempre. Era una gran dama. En el jardín, una mesa con cuatro silloncitos, todo de hierro pintado de blanco, donde desayunaban Mamá Gran y el tío Jaime en verano, antes de que el sol lo inundara todo.

En la primera planta se encontraba la capilla, donde el tío canónigo de mi madre ofrecía Misa. Más tarde lo hicieron el primo jesuíta de mi madre, que me casó, o el párroco del pueblo. Allí se celebraba la Misa de Navidad (a la que nunca asistí por estar en Barcelona), la del santo de Mamá Gran y la del santo del abuelo. Éstas se celebraban por la mañana y asistíamos toda la familia (nos reuníamos unas 30 personas). Luego desayunábamos todos juntos una gran chocolatada con bizcochos, croissants y ensaimadas. ¡Era muy divertido! ¡Todos los primos juntos! La casa, siempre silenciosa, se llenaba de risas, de gritos, de alborotos Niños corriendo aquí y allí y la pobre Catalina, la "minyona", como decimos en mi tierra, persiguiéndonos para que no nos metiéramos en el despacho del abuelo. ¡Pobre mujer, qué mal la tratábamos! ¡Cómo nos gustaba hacerla rabiar! Era una anciana, pequeña y enjuta, que bailaba literalmente dentro de su negro uniforme que casi le llegaba a los tobillos. No puedo imaginar los años que llevaba en casa de Mamá Gran...Le encantaba el vino y, varias veces al día, cruzaba la calle y se metía en la bodega que estaba frente a la casa para “catar un vino” (como decía ella). Estas frecuentes “catas”, alteraban más su forma de ser y, cuanto más roja se le ponía la nariz, más nos reíamos con ella. Hasta habíamos inventado una canción a su costa que le cantábamos todos a la vez para hacerla enfadar y que no reproduzco por vergüenza. ¡Qué crueles son los niños!

Al lado de la capilla, la habitación donde se guardaban los objetos sacros (copones, patenas, libros sagrados, vestiduras de misa,...). Olía especial y se respiraba mucha paz allí. Mamá Gran decía que era porque siempre había hostias consagradas y, por tanto, allí estaba El Señor. Al lado, la habitación del tío canónigo, la más lujosa, después de la de los abuelos, a dos niveles, con un gran salón y una enorme cama con palio. Al otro lado del piso, la habitación del tío Jaime, a dos niveles también y con su propia chimenea. Frente a ella, la que había pertenecido a la madre de mi abuela y ahora utilizaban los invitados.

En la segunda planta, la habitación de mis abuelos. Un enorme tapiz con escenas de ángeles cubría toda la pared de la cabecera de la cama. En el salón adjunto, un sofá, dos sillones y una chaise longue, tapizados de seda color rosa palo. Imagino a Mamá Gran tumbada en la chaise longue y a mi abuelo dibujándola, cual Leonardo Di Caprio a Kate Winslet. ¡Qué romántico! (¿Por qué será que recordar a Mamá Gran me evoca al Titanic?) En una pared, el tocador de Mamá Gran y, a su lado, un enorme armario de 4 puertas con espejos. A sus pies, en el suelo, una piel de no sé qué animal con cabeza y una enorme boca abierta. Yo procuraba no pisarla, por si el animal revivía y me mordía. En la última pared unos enormes ventanales daban a una terraza desde donde se veía el mar y toda la bahía. ¡Hermosísimo! Una puerta daba al baño privado de los abuelos. Era grande, muy grande y, lo que más me gustaba era la bañera con patas. Nunca he visto otra, excepto en las películas.

En la tercera planta se encontraban las habitaciones de las niñas (mi madre y mis tías). Eran pequeñas y muy sobrias. Escasas de muebles y nada femeninas. Parecían más habitaciones de internados. No sé porque eran así. Allí también se encontraban las habitaciones del servicio, ahora todas desocupadas menos una. Y, en la última planta, el desván donde, además de alfombras y muebles viejos, siempre había montañas de cacahuetes. ¡Cómo nos gustaba a mis primos y a mí, tumbarnos encima del maní!

Cuando murió Mamá Gran, mi padre, que tenía una constructora, derribó la casa y construyó un edificio de pisos. ¡Qué lástima! Todos aquellos recuerdos se quedaron en eso, recuerdos, cada día más lejanos y borrosos. Por eso los escribo, porque, cuando pasen los años, quiero poder revivir todo aquel cúmulo de sensaciones de mi infancia.

Nos encantaría que os animarais a contarnos vuestras experiencias, aquellos retazos de infancia que nunca se olvidan, aquel aroma, aquel sabor, aquella música, aquello que te devuelve a tu "edad de la inocencia"

Carla.-

Os ruego que, entre todos, hagamos de este lugar un rincón donde reine la armonía y el respeto. Por ello sólo hay que cumplir cuatro simples

NORMAS:

1.- No se permiten los insultos ni las faltas de respeto

2.- No se permite gritar (escribir en mayúsculas)

3.- No se permite publicitar otros blogs y/o foros (a no ser que pertenezcan a Telecinco)

4.- No responder a los mensajes que entorpecen el buen funcionamiento del blog (= trolls)

Gracias a todos por vuestra compañía y por vuestra colaboración.

Mañana dedicaremos la entrada a la gente que sufre, a los enfermos. Espero que os interese. Al menos es lo que pretendo todos los días al escribir desde el corazón y sin ninguna intención de molestar a nadie.

Para CONTACTAR con la administradora, podeis escribir a ivanistas@telefonica.net