Perros y hombres...

telecinco.es 07/12/2010 18:46

Ojala me hablara aun así, como ahora hace con ese árbol, como un día hizo conmigo. Pero me he ido convirtiendo en un animal viejo, impedido, estúpido y perezoso, casi siempre de malas pulgas, sin ganas ya de corretear o menear el rabo, lamer o jugar.

Hace ya tiempo que cada tarde, al caer el sol sobre el escueto jardín, mi amo se sienta en el banquito de piedra que hay junto a un gigantesco pruno y le cuenta, con o sin palabras, lo que tal vez nunca haya contado a nadie, siquiera a mí, lo que ya no se atreve a decirse a sí mismo o recordar.

No debe quedarle mucha vida. Cuando un hombre habla y siente así es fácil deducirlo. Y créanme que lo siento. ¡Le he amado tanto! Llevo a su lado más de doce años, muchos para un perro. Tampoco a mí debe quedarme mucha vida.

Sé casi todo de él y él sabe casi todo de mí, o debería saberlo. Todo lo que hemos vivido, todo lo que hemos sentido, todo lo que hemos amado, anhelado o despreciado. Hace ya mucho tiempo se estableció entre nosotros esa rara simbiosis que, a veces, se da entre canes y amos, hasta incluso hacernos parecidos física y anímicamente.

Lo sé. Se estarán preguntando como un perro puede llegar a escribir una historia, por escueta o simple que esta sea o parezca. Antes de seguir adelante, lectores, debo contarles que hace ya algún tiempo empecé a sentirme algo entre bestia y hombre, tal vez, un eslabón entre esos dos estados del alma y de la carne.

Primero fue, ¿como decirlo?, una rara e insípida sensación, una emoción inofensiva, una fantasía inconsistente que podía bien doblegar con el juego o con el sueño profundo. Luego llegaron infames estremecimientos y dolencias más palpables, pesadillas y alucinaciones menos maleables.

También los que creí insignificantes pero incipientes cambios corporales.

Vista, olfato y oído empezaron a mermar, algo que en principio achaqué al inexorable paso del tiempo, a la edad, a la mala salud que suele traernos. Pero la torpeza y la confusión fueron en aumento de forma alarmante. Los dedos de mis pezuñas empezaron a estirarse, a retorcerse; las patas también y se hicieron pesadas como enormes huesos de vaca, apenas me sostenían. Engordé desmesuradamente y una rara flojera me fue invadiendo hasta anclarme, consumiendo casi todo mi brío.

Mis antes anchas y erguidas orejas fueron menguando hasta convertirse en dos ridículas e inútiles protuberancias. Perdí casi todo el pelo, lo que, aparte de otras muchas molestias, me deshonró terriblemente. Mi antes sonrosada piel cambió de tacto y de color, haciéndose grisácea, ajada y mortecina. Estar tumbado, una de mis grandes aficiones y mis mayores consuelos, fue descubriéndose un suplicio. Día tras día necesitaba, cada vez más, erguirme en una postura humillante y ridícula, mantenerme en pié y caminar sobre mis tardas zancas traseras, o sentarme sobre un escaso culo, ¡como un maldito ser humano!, me decía torturándome aun más.

Comencé también a experimentar tristezas, voluntades y ansiedades otrora desconocidas. El pensamiento se disparó en mi hasta entonces indiferente y precaria mente, haciéndola presa de raras ideas, de febriles reflexiones y temores, de representaciones tenebrosas y absurdas. También llegaron un millón de preguntas sin respuesta que me torturaban hasta el aullido. Jamás hasta entonces me las había hecho más allá de ¿cuándo se come? o ¿cuándo se sale a pasear?

Una larga, lenta, desasosegante y compleja metamorfosis que, creo, aun no ha concluido y que sigue punzando. Como este vago recuerdo que ya deseo abandonar. Les ahorraré muchos de los macabros detalles de la doliente permuta.

Lo peor de todo fue empezar a temer a la muerte. ¿En eso consistía ser un ser humano?, me preguntaba, ¿en hacerse una y otra vez interrogantes para los que no hay contestación?, ¿en torturarse constantemente ante la posibilidad de dejar de existir? Más tarde aprendí que no se trataba sólo de eso, que ser hombre es algo mucho más lúgubre, insoportable y difuso.

Antes, cuando era completamente perro, me sentía capaz de expresar todo con una mirada, con un suspiro, con unos jadeos al entreabrir la boca, con un chasquido de dientes o unos latigazos de cola. Desde esos días en que se inició la mutación, pobre de mí, comencé además a precisar de las palabras, esas que tantas veces escuché de la voz de mi amo, las que nunca llegué a comprender, aunque entendiera peregrinamente su sentido.

Aun no soy capaz de pronunciarlas, claro, mi garganta sigue aun condicionada por mis torpes ladridos, por aguzados aúllos o graves ronquidos. Pero lo intento con ahínco, casi con desesperación. Me gustaría hablarle, decirle, explicarle, pero tal vez sólo consiguiera darle espanto. Eso, esos indefinibles sonidos guturales que a veces exhalo, han debido exasperar y enloquecer aun más a mi amo, apartarle definitivamente de mí.

También este, cada vez más, lamentable aspecto que me impide acercarme a él en busca de una caricia, un arrumaco o un achuchón. No quiero que descubra así lo que me esta sucediendo. ¿Cómo disimular la incipiente calvicie, la fealdad, la monstruosidad de un cuerpo cada vez más contrahecho y deforme?

No, ya no dejo que toque, sólo conseguiría ahuyentarle, o que me eche a patadas de su lado, o que me quite de en medio de un certero hachazo. Ahora imaginará que no le quiero, que ya sólo busco su pitanza, aunque siempre sea tan escasa.

Nunca ha llegado a verme; han de saber que mi dueño es ciego. Pero conoce de memoria cada centímetro de mi cuerpo a fuerza de acariciarme, de abrazarme, de cepillarme con mimo, cuando hacía todo eso conmigo. Sus manos, ¡cuanto las echo de menos!, conocían todas las caricias y las muecas necesarias para hablar a los perros sin palabras. Y su voz, todas las voces y vocablos que los sabuesos precisamos oír para sentirnos amados y felices.

Por desgracia, ya apenas habla y cuando lo hace es con ese árbol de hojas encarnadas. Los perros no sabemos platicar, bien es sabido, pero al contrario que la inmensa mayoría de los humanos, dominamos el arte de escuchar. Sólo los perros, los árboles y los humanos leedores, saben permanecer casi en silencio y atender con certeza a las palabras.

Al poco de empezar esta siniestra transformación, aunque muy torpemente, también me empeñé en las enmarañadas destrezas del leer y el escribir. Para poder escuchar y ser escuchado, para poder contar y ser contado. Tal vez un día...

Como sucedió es aun un misterio para mí, créanme, es una larga historia llena de detalles que podrían resultar muy pesados, incluso jactanciosos viniendo de un perro, por ello me los ahorraré. Entre otras cosas, porque me apartaría del verdadero fin que ahora persigo escribiendo, que no es sino relatar la peculiar historia de mí idolatrado dueño y señor, ese que dejé hace rato contando a un pruno lo que me hubiera gustado me contara a mí... ¡La suya si que es una vida interesante!

Se la contaré en otra ocasión, si es que aun tengo vida…