Más allá de un año...

telecinco.es 26/10/2011 19:28

He pensado mucho esto de dejar unas palabras en el blog, pero últimamente me cuesta mucho ponerme a escribir. Es como si mis manos se vencieran al caer sobre el teclado, como si los dedos se arrastraran en vez de saltar con entusiasmo y embeleso, de letra en letra, como solía sucederme. No sé a qué se debe esta sequía, pero algo me dice que no debo darle demasiada importancia a mi aridez literaria. Debo esperar una nueva cosecha con paciencia, sin demasiado afán. Llegará la elocuencia. Volverán las frases, las ideas, los sentimientos, ya madurados y dispuestos a sorprenderme, a seducirme, a seducir tal vez, en un texto si no radiante al menos plausible. Hace tiempo que siquiera salgo a cazar, intuyo la estepa desierta de palabras y eso me angustia aun más. Es un tanto inquietante no sentir ese "instinto escritor" que acostumbraba acompañarme de forma nítida y casi permanente.

Pero estamos de estreno y he decidido celebrarlo de este modo, soplando algunas letras sobre esta página resplandeciente de diodos y cristal en la que escribo. Es una ofrenda al fin y al cabo, como siempre que escribimos. Podría contar aquí un millón de cosas y a la vez nada. Aunque yo siempre confío en la belleza que pueda surgir de este gesto misterioso de agrupar signos.

Llevo más de un año y un mes aquí, mi primer aniversario fue el pasado 13 de septiembre. El tiempo se ha deslizado como siempre, excesivamente fugaz. Apenas me he dado cuenta.

Han sucedido muchas cosas desde entonces, desde que una calurosa mañana de verano decidí cambiar de casa, y todas han sido muy positivas. Me siento cómodo y sereno, disfruto cada día de mi renovada labor. Tengo compañeros y compañeras excelentes, muy buena gente que ya forma parte de mis días, de lo cotidiano. He conocido a muchas personas desde que llegué y todas me han enriquecido personal y profesionalmente de alguna manera. He aprendido mucho y sigo en ello. Mi vida familiar, que era y es el principal objetivo, ha mejorado de forma considerable. Disfruto cada tarde y cada fin de semana de mis hijos y eso está por encima de todo, ¡siempre! Ellos son todo, lo primero, y han salido ganando con el cambio. El balance no puede ser mejor.

Estoy en un buen lugar y en la mejor compañía. A estas alturas de mi vida no se puede pedir mucho más, aparte siempre de buena salud… “Nel mezzo del cammin di nostra vita…” a uno le basta con no encontrarse en una selva oscura y no haber perdido la buena senda.

Ya que mi caudal de palabras es mínimo en este instante de mi vida, voy a dejar aquí un texto que me gusta de forma especial entre todos los que he escrito: “Una más al menos”. Fue escrito en otoño y espero que guste a quién lo lea por primera vez y que no aburra a quien alguna vez lo haya leído. Es breve en cualquier caso. Un abrazo.

Una más al menos

"El tren de detiene por fin junto al andén central, anochece. El día que muere fue hermoso a su manera. Aun llueve y no llueve. La luz y la oscuridad todavía juegan a las adivinanzas entre las nubes bajas. La tramontana susurra a rachas aúllos de invierno. No se entiende bien lo que intenta decir. Un hombre vestido de negro baja del vagón muy despacio, con ganas de llegar pero con lentitud de octubre. Un gentío impaciente huye y se apresura por las escaleras del pasadizo que les llevará a sus casas, a sus cosas. Él tipo oscuro enciende un pitillo, fuma lánguidamente y espera que desaparezcan todos los viajeros del apeadero.

Luego desciende también la escalinata. Abajo, al final de los cincuenta escalones, está ella asomando medio escondida tras la esquina. Allí están los dos, por fin. Abajo esperan la sonrisa y los ojos que él buscaba. Los amantes llevan tiempo sin verse. Se acercan, se abrazan, se besan, intercambian caricias leves, caminan prendidos de la cintura y suben al coche que ella dejó mal aparcado frente a la estación.

"Llévame al mar", le pide él. Ella le complace y recorre sin prisa la sinuosa carretera que lleva a la costa. Apenas dicen nada por el camino, algunas vaguedades, algún te quiero. Mientras ella conduce, la mano del hombre arrulla poco a poco la piel de su amada, se encierra entre sus piernas, o cae de la mejilla al hombro y baja por el brazo hasta la mano apoyada en el volante o en la palanca de cambios. Serán pocas horas. La ternura no tiene mucho tiempo, lo saben, pero los dos apacientan la impaciencia por tenerse. La alternativa de amar escasea para ellos. Él, pensativo, mira por la ventanilla. Más allá de lo que dictan los relojes está lo que le dicen las olas, otra medida, otra cadencia más apropiada para medir sus pasiones.

Aparcan en el paseo marítimo. Está desierto, es casi invierno. Solo ellos, una bella pareja enamorada, camina ceñida y feliz por la marina mientras el viento acompaña sus pasos, su danza. El mar ruge amable, rítmico y sereno. Dos barcos anclados no muy lejos de la costa balancean sus reflejos en la profunda oscuridad del agua. A pesar del vacío invernal, algunos locales permanecen abiertos, como esperando un aluvión de clientes que nunca llegará. Entran en una de las cantinas, un comedor acogedor y recoleto lleno de mesas vacantes. Cenan frugalmente entre palabras, miradas y gestos de amor. Luego buscan un lugar en el que refugiar su pasión, una cama en la que pasar amando la corta noche que no espera. El tren de regreso saldrá temprano, demasiado temprano, al amanecer.

También parecen ser los únicos clientes del hotel. Piden una habitación con vistas al mar. Un viejo y cansado recepcionista, tras registrarles y cobrar por adelantado, les da la llave número diez. La fuerza de las olas salpica de tanto en tanto el balcón alfombrado en la primera planta. Se desnudan, beben y respiran amor en ese ya batallado aposento. La ventana queda abierta pero no sienten frío, por ella solo entra el rumor renovado de las olas rompiendo los segundos. Un millar de peces plateados despiertan y miran y chapotean mientras ellos dejan de ser dos. El viento sigue susurrando palabras que no entienden, tal vez una dulce advertencia. Se duermen abrazados y deshechos de placer. Al poco una llamada rompe sus sueños. Es la hora, dice una fastidiosa voz al teléfono. Ha llegado el fin del encanto. Regresan en silencio por donde vinieron.

Una hora después, ya de nuevo en la estación, amanece mientras la pareja se demora en los últimos abrazos, los últimos besos. Se dicen un inevitable adiós. El hombre sube al tren y regresa a su lugar entre los bosques, entonando para sí, para ella, una triste y callada canción de despedida. El traqueteo del tren adormece su pena y su desvelo. Se duerme oyendo aun su voz, sintiendo aun el tacto de su cuerpo y de sus manos. Al despertar siente todavía sus dedos en la piel y tiene amor y sal y arena y algas enredadas en el pelo. Lejos de ella, tal vez para siempre, el hombre sombrío llega a su destino. Baja del tren convertido en humo, en una sombra de si mismo, arrastrando un alma empañada y dolorida, preguntándose si volverá a verla una vez más. Una más al menos…"

David Cantero