Sentado en el muelle con los pies colgando

telecinco.es 26/05/2011 09:35

Existen pocas sensaciones tan veraniegas como la de caminar sobre un muelle de madera escuchando los tablones crujir bajo tus pies descalzos y las olas golpear contra los postes que lo anclan al suelo marino. Y el equipo de Supervivientes tenemos la suerte de poder experimentar esa sensación casi a diario. Vale que no es lo mismo experimentarlo cuando estás de vacaciones que cuando vienes de trabajar después de estar un montón de horas de pie apuntando la retahíla de insultos que Tony Genil suele dedicar a Tamara a razón de doce improperios por segundo, pero se capta la idea.

Y que conste que ese mérito de estar toda una jornada a la intemperie les corresponde al equipo que trabaja directamente en los cayos, y no a mí. Yo, como muchos otros, trabajo en el hotel, en una sala de edición con aire acondicionado. Así que un aplauso para todos esos que trabajan a diario en el lugar donde se origina todo este concurso. En la Zona Cero de Supervivientes. Precisamente el otro día, aprovechando que un turno nocturno me dejaba la tarde libre, decidí dejarme caer por el muelle para vivir de primera mano su regreso a casa tras una jornada de grabación intensiva en Cayo Paloma y Playa Cabeza de León.

Si por mí fuera, me habría presentado allí con banderolas y bengalas, como quien se va a recibir al Queen Mary, pero hice una búsqueda rápida por casa y lo más festivo que encontré fue la caja de Froot Loops que compré en el supermercado. Como confeti de colores podrían haber servido, pero en alguna lección del cole debieron enseñarme que no está bien lanzar cereales a la cara de la gente, y aborté el plan. Así que me fui para allá conmigo mismo y mi mismidad. Que no hay bengala más luminosa que una sonrisa sincera. Hala, si alguien pasaba por aquí buscando una ración de frases cursilonas, ahí le he regalado cuarto y mitad.

Llegué pronto, con el sol todavía alto en el cielo, amarillo, y poca actividad en el muelle. Cogí asientos de primera fila, en un extremo, al final del todo. Con las piernas colgando sobre el agua, los brazos estirados hacia atrás, y las gotas salpicándome las plantas de los pies cuando una ola rompía más alta que el resto. Pocas sensaciones deben existir mejor que ésa. El muelle está a cinco minutos andando de nuestras casas. De allí salen y allí llegan todas las barcas que transportan equipo y materiales a diario. Desde el repelente que protege a Rosa Benito de las picaduras de vampíricos mosquitos hasta el bolígrafo con el que una redactora hace recuento de los peces que pesca Sonia Monroy.

Por allí andaba ya un asistente de producción. Que me contó que son tres las barcas que usamos principalmente. Digamos que La Pinta, La Niña y la Santa María de Supervivientes. Aunque las nuestras tienen nombres más de por aquí. “Barracuda, Manta Raya y Redonda”, me explicó él. No las tengo todas conmigo pero la lógica me invita a pensar que la redonda debe ser algún otro animalito del fondo marino caribeño. Eso me pasa por no preguntar en el momento. Porque ahora estoy poniendo “redonda fauna marina” en Google y el buscador se me está yendo por los cerros de Úbeda. O los cerros de Silicon Valley, que resulta más propio.

Así que es perfectamente probable que estés a media mañana por las salas de edición y pase alguien gritando por un walkie: “mándame la barracuda y la manta raya”. Lo que te hace dudar durante unos segundos si estabas trabajando para Magnolia, para el Oceanographic de Valencia, o para un laboratorio de biología marina en Tenerife.

Pero volvamos al muelle. Donde estaba yo tan ricamente disfrutando del atardecer. La barca que traía al equipo apareció un poco más tarde de las 17.00h, como cada día. El sol había empezado a bajar y era ya un disco naranja dibujado con compás. Un nutrido grupo de cámaras, sonidistas, redactores, gente de producción, inspectores de playa y demás, arribaron al muelle y descargaron todo el material en cuestión de segundos. Saludé a una de las redactoras en plan parabrisas, con el brazo dibujando una semicircunferencia exagerada, como si ella fuera mi novia y regresara de un viaje al centro de la Tierra. Y ella respondió. Después de enfrentarse al sol, las picaduras de insectos, los raspones de coral y los malabares con las cámaras y pértigas de sonido, ese bendito equipo regresa a casa con una sonrisa en la cara. Y eso que el trayecto en la barca −venían en nuestra amiga Barracuda− no es un ningún paseo turístico: las olas hacen que en muchas ocasiones eso se mueva más que La Barca Vikinga de una feria chunga de verano.

Uno de los cámaras y la redactora que venía del viaje al centro de la Tierra me pusieron rápidamente al día de lo acontecido en los Cayos. Fue el martes, el día que Tony y Tamara habían tenido su primera gran disputa por asuntos de coco. Pero como todo eso me lo tenían que contar ellos mismos dos horas más tarde en la reunión de contenidos, no les entretuve mucho más para que pudieran marcharse a casa a descansar un poco.

Para entonces el sol ya estaba completamente rojo. Como una enorme pastilla efervescente en el horizonte. Cuando tocó el agua, empezó a disolverse hasta desaparecer. Y allí me quedé yo. Con los pies colgando. Como en el mejor de los veranos.

[Esta última foto me la ha prestado uno de los cámaras del equipo, Eduardo. Yo, tras muchos intentos, no logré hacer una foto decente del atardecer. Pero sí logré evitar que la cámara se me cayera al agua, que ya es bastante]