Los sueños de Fellini cumplen cien años sin salir de casa

  • Se cumplen 100 años del nacimiento de Federico Fellini, el inventor de sueños

  • Fue uno de los directores de cine más brillantes del siglo XX, con un universo propio

La mañana de la última despedida, un cardenal fue a llamar por el telefonillo a la casa familiar. Se equivocó y despertó a medio vecindario. A los pocos que aún quedaran en la cama, pues una jauría de paparazzi se agolpaba en la puerta de Federico Fellini. Su viuda, Giulietta Masina, se había encerrado para escapar de las cámaras. La ‘Dolce Vita’ se rebelaba contra su creador. El féretro con los restos de Fellini esperaba en el Estudio 5 de Cinecittà, donde una patrulla de los Carabinieri estuvo todo el día custodiando el ataúd bajo un fondo celestial. Ni el mismo director podía haber ideado un final mejor para sí mismo.

Mucho antes, cuando le preguntaban a Fellini por qué había instalado una cama en el Estudio 5, transformado casi en su hogar, respondía con extrañeza. “Es como si le preguntáis a un cirujano por qué está en un quirófano o a un ferroviario por qué no sale del tren”, decía. Su oficio era transformar sueños en películas. Y cuando la materia prima es tan abstracta, ésta siempre necesita una casa donde reposar.

Fellini había nacido en 1920 -el 20 de enero se cumplen 100 años- en Rímini, una ciudad de provincias de una Italia fascista, beata y patriarcal. Su padre era un simple vendedor de licores, y su madre, ama de casa. Pero al joven no le interesaba nada de ese contexto. O, mejor dicho, fantaseaba con vivir en uno mucho más entretenido. Para lograrlo físicamente, cogió un tren con 19 años y se trasladó a Roma. Metafóricamente, se entregó a sus viñetas, que ya desde adolescente publicaba en el dominical del 'Corriere della Sera'.

Y mientras se adentraba en el nuevo panorama cultural, conoció a Giulietta Masina, una actriz a la que después transformó en musa y amor para toda la vida. A Fellini le gustaban las mujeres. Mucho, y cuanto más abundantes, mejor. No le faltaron las amantes, pero Giulietta se convirtió en otro valor seguro, una certeza para una mente que siempre andaba por las nubes. Dos días antes de que el cardenal tocara el timbre para avisar a la mujer de que era hora de acudir a la capilla ardiente, habían cumplido 50 años de matrimonio.

El pájaro había huido del nido, pero Rímini nunca sería una jaula, sino un refugio al que volverá. En Roma se encontró un mundo nuevo, el ritmo frenético que le contagiaría y un recién inaugurado tranvía que unía la estación de Termini con los estudios de Cinecittà. Lo llamaban el tranvía de los deseos, porque igual te subías a él para probar suerte y terminabas convertido en estrella de cine. Algo así le ocurriría a Fellini, que pronto encontró sitio en algunas producciones. Eran los años de la posguerra y del trabajo para todos.

Del neorrealismo al surrealismo

En Italia existía por entonces algo llamado neorrealismo, un género que había trasladado de Hollywood a Roma el mayor esplendor del cine. Ya como director lo cultivó en sus primeras películas. La primera con la que consiguió un gran éxito fue con ‘I vitelloni’ (1953), que vendría a significar “los novillos”, pero que en español se tradujo como ‘Los inútiles’. Trata de un grupo de muchachos de Rímini, sin oficio ni beneficio, que se creen los dueños del planeta y no son más que unos cafres de barrio. El director confirma su irrupción un año después con ‘La Strada’, con la que esculpe la pobreza y la violencia de una Italia de vendedores ambulantes. Como Picasso, antes que surrealista, Fellini fue un magnífico retratista de lo real.

Pero el cuerpo le pedía otra cosa. El director ya se había rodeado de Nino Rota, el autor de sus bandas sonoras, y de Ennio Flaiano, su genial guionista. Habían pensado en una nueva película, llamada ‘La dolce vita’, para la que llamaron a Marcello Mastroianni. El actor contó después que llegó a la cita con Fellini y Flaiano temblando y que cuando les preguntó por el guión del filme, el director le dibujó a un hombre sumergido con un gigantesco pene erecto. A Anita Ekber le hicieron algo parecido, pero sin pene. Le dijeron que si quería guión, lo escribiera ella. Al final, metieron a los dos actores vestidos en la Fontana de Trevi y crearon una iconografía para la historia.

‘La dolce vita’ no existía realmente hasta que la inventó Fellini, en 1960. Pero desde que la película inauguró la década, no había una estrella del celuloide que no quisiera posar en Vía Veneto, donde los paparazzi también acudían a rapiñar. Unos y otros se retroalimentaban. Fellini no sólo había creado un universo propio, sino que lo había convertido en realidad. La entente con Mastroanni y el surrealismo tocó su cénit en ‘Ocho y medio’ (1963), pero ante tanto dislate, era momento de volver a casa. Una vez más.

El regreso onírico

En este caso, el regreso fue a la infancia. A la sala de cine donde empezó a conocer este arte, a la tabaquera de inmensos pechos con la que tendría sueños húmedos, a sus recuerdos mezclados con un halo de vapor. Todo eso fue ‘Amarcord’ (1973), un modo de volver al hogar pero sin hacerlo, porque antes que rodar en Rímini y descubrir una ciudad que ya no era la suya, decidió recrearla en Cinecittà, donde se encontraba más seguro. Mientras en América Latina se escribía el realismo mágico, Fellini dibujaba en la pantalla su mundo onírico.

Quizás tenga menos mérito hacer todo esto en Italia, donde sólo hay que salir a la calle y ponerse a observar. Abrir los ojos ante un país exagerado y teatral para, simplemente, describirlo. Pero sólo él lo hizo así de bien y si existe una Italia como la vemos desde fuera, probablemente se la debamos a él. También el cine habría perdido buena parte de su magia sin Fellini, como se lo reconocieron en Hollywood con cuatro Oscars y el galardón honorífico a su carrera.

A Buñuel le preguntaban sin cesar qué significaban sus películas y éste respondía que no había tanto que interpretar, que eran simplemente sueños. “Yo no hago cine para que se hagan tesis sobre él o para sostener ninguna teoría. Construyo películas del mismo modo en que vivo un sueño, que es fascinante mientras es misterioso y alegórico, pero insípido cuando hay que explicarlo”, sostenía Fellini. Haría falta Freud para seguir hablando de la infancia, los sueños y la búsqueda de un lugar seguro. Pero es que para eso ya está su cine.

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