Elliott explora la política, la sociedad y la cultura de España y el ancho mundo

AGENCIA EFE 10/06/2009 10:10

Parafraseando al gran poeta metafísico inglés John Donne, Elliott escribe que "ninguna nación es una isla" para explicar cómo la temprana España moderna era ya parte de una comunidad de entidades políticas que abarcaba desde ciudades Estado y repúblicas como Venecia a lo que él llama "monarquías compuestas supranacionales".

Felipe II y sus sucesores de la Casa de Austria gobernaron una monarquía de ese último tipo, integrada por una compleja red de reinos y provincias en el continente europeo y un gran imperio transatlántico.

Como en su libro anterior, "Imperios del Mundo Atlántico: Gran Bretaña y España en América, 1492-1830", Elliott analiza en su nueva recopilación de ensayos, publicada por la Yale University Press, cómo políticos y pensadores de uno y otro imperio supieron fijarse en el rival, bien para imitarlo, bien para no caer en sus mismos errores.

Así, por ejemplo, señala cómo Sir Henry Savile estudió la unión de las coronas de Castilla y Portugal en 1580 bajo Felipe II, que permitió conservar las identidades separadas de los dos reinos, a la hora de buscar un modelo para el proyecto de Jacobo I de unión entre Inglaterra o Escocia.

El problema de cómo conservar una monarquía compuesta, que se le presentó también a Francia con el Béarn (1620), es algo que preocupó, nos recuerda Elliott, a los mejores pensadores políticos del momento como Giovannii Botero, Tommaso Campanella o Baltasar Álamo de Barrientos.

Elliott repasa críticamente el fracaso del Conde Duque de Olivares tendente a integrar los reinos y provincias de la Península Ibérica y la admisión por una generación posterior -la de Saavedra Fajardo- de que en el reconocimiento de la diversidad radicaba el éxito de un gobierno, algo con lo que la homogeneizadora monarquía francesa iba a mostrarse en total desacuerdo.

El autor dedica otros ensayos a explicar la fascinación que en su época de hegemonía mundial España ejerció sobre otros Estados europeos, la popularidad del español entre las clases dirigentes de la Inglaterra isabelina: lo hablaban tanto la reina Isabel I como su secretario de Estado lord Burghley o su hijo y ministro tanto de esa reina como de Jacobo I, Robert Cecil, entre otros.

Y documenta cómo esa admiración por España se convierte a partir del siglo XVII en una percepción negativa y cómo entonces proliferan las advertencias sobre las atroces consecuencias de los "gobiernos tiránicos" y sus prácticas en el Nuevo Mundo.

Según esas voces críticas británicas, España había antepuesto en América "la conquista al comercio", "la plata al cultivo de las tierras y al fomento de la industria", y eso era algo que Inglaterra debía evitar pro encima de todo.

Al mismo tiempo, en España, sobre todo después del tratado de Utrecht, con la pérdida de sus posesiones europeas, comienzan a oirse también voces como la de Campomanes que recomiendan a sus gobernantes estudiar los métodos y prácticas de sus rivales europeos como Francia, Inglaterra o la República de los Países Bajos.

Elliott contrasta en otros ensayos las distintas formas de gobierno de Richelieu y Olivares y busca explicaciones al hecho de que en Castilla, pese al descontento social y político, no se produjesen revueltas populares, como ocurrió en la periferia (Cataluña o Andalucía) o en Francia, con las guerras de la Fronda.

Asimismo analiza las diferencias entre las formas de posesionarse del territorio indígena por parte de ingleses y españoles, o compara la proliferación del mestizaje entre españoles e indígenas, fenómeno impulsado desde la propia Corona, con la repugnancia inglesa a los matrimonios mixtos por miedo a la "degeneración de la raza".

Finalmente, el hispanista y premio Príncipe de Asturias se ocupa en otros trabajos del Mediterráneo en tiempos de El Greco, siguiendo la trayectoria del pintor desde su Candía (Creta) natal hasta Toledo, de la vida cortesana en la época de Rubens o Van Dyck, y dedica un ensayo, ameno y erudito como todos los suyos, a Velázquez y su mundo.

Joaquín Rábago