Felipe, Chloe, Gemma y Josep tienen síndrome de la cabaña: "Todos quieren salir de casa pero yo estoy muy bien dentro"

  • “Antes de la cuarentena tenía eccemas por el estrés, pero ahora vivo relajado”

  • Es completamente normal sentir un poco de aprensión al pensar en volver a la rutina, sobre todo porque el día a día antes del coronavirus era insostenible para muchos

  • ¿Existe el síndrome de la cabaña o es simplemente una manera de etiquetar a los que se han dado cuenta de que ya no podían más?

Comienza la desescalada y hay quienes cuentan los minutos para poder salir otra vez de casa para hacer deporte, la compra o dar un simple paseo por el barrio. Sin embargo, estas ansias de normalidad no son algo generalizado. Los hay que prefieren quedarse en casa, siguiendo con la rutina que han construido a lo largo de estos casi dos meses.

Algunos expertos incluso han puesto a esta evitación del mundo exterior: 'síndrome de la cabaña'. La gran pregunta es si se trata de una reacción normal o si realmente es preocupante.

El síndrome de la cabaña en cuatro personas

Felipe tiene 24 años y cuando piensa en volver a la rutina, se agobia: "Antes de que todo esto empezase tenía un estrés en el trabajo que no me dejaba vivir". "A veces llegaba a casa, me quitaba la ropa para ponerme el pijama, y me habían salido eccemas del estrés". Ahora su ritmo de vida es más tranquilo, y estos 50 días le han servido para planificarse mejor y desconectar.

El caso de Chloe, una joven de 23 años, es parecido, pero lo que le agobia no tiene nada que ver con el trabajo, sino con la vida social. "Yo soy una persona muy casera, y antes de todo esto muchas veces tenía que inventarme excusas para no salir porque mis amigos se cabreaban si les decía que prefería quedarme en casa". Dada la situación actual, está disfrutando invirtiendo tiempo en sí misma: "Sé que debería ser sincera y decir que no me apetece salir, pero es complicado en una sociedad donde los introvertidos lo tenemos más difícil".

Gemma tiene 18 años y está en el primer curso de Ingeniería Informática. Desde enero se dio cuenta de que no era su vocación: "Cuando pienso en retomar las clases me entra ansiedad, y lo peor de todo es que mis padres tienen una tienda de informática así que me meten mucha caña porque dicen que si estudio esto, tengo un futuro asegurado". Para Gemma, volver a la normalidad implica enfrentarse a una vida que le han impuesto, pero que no le hace feliz.

Para Josep, de 26 años, salir a la calle implica exponerse al contagio. "Miro por la ventana y está todo lleno de gente que no respeta las distancias de seguridad, y me parece de ser unos irresponsables”, afirma con rotundidad. "Todos quieren salir de casa, pero yo estoy muy bien dentro, y creo que es una cuestión de civismo. Claro que echo de menos salir a tomar algo con unos amigos, pero prefiero ser paciente y beberme una caña haciendo una videollamada, en vez de colapsar las calles y provocar un repunte del coronavirus".

Si bien todos estos jóvenes tienen muchas razones para querer quedarse en casa, también debemos pararnos a pensar en la otra cara de la moneda. Por ejemplo, los que han perdido a un ser querido o su trabajo, y que lo único que desean es que se cree una nueva normalidad para poder rehacer su vida.

La patologización de lo cotidiano

En la actualidad hay una tendencia a ponerle nombre a absolutamente cualquier emoción, pensamiento o conducta que se desvíe de la normalidad. Esto tiene cierta utilidad, y es la economía del lenguaje. En otras palabras, resulta más rápido y sencillo decir "tengo síndrome de la cabaña" que decir "me da una pereza del copón salir de casa a hacer deporte o pasear, y ver todo lleno de gente, además en el sofá estoy muy a gusto".

El problema es que acabamos patologizando situaciones que no son negativas a priori. En consecuencia, todos aquellos que se sienten identificados acaban pensando que algo va mal en ellos, que son bichos raros, o que necesitan ayuda profesional cuando muchas veces no es así.

Es completamente normal sentir un poco de aprensión al pensar en volver a la rutina, sobre todo porque el día a día antes del coronavirus era insostenible para muchos.

Despertarte a las seis de la mañana, ducharte y preparar un tupper, ir a trabajar o a la universidad, llegar a las ocho, pasarte toda la mañana y parte de la tarde frente a un ordenador, comer en cinco minutos porque tienes tareas pendientes, coger el transporte público para volver a casa, llegar a las ocho de la tarde, preparar la comida para el día siguiente y la cena, ver un capítulo de una serie y caer rendido en la cama. ¿Eso es vida? Para nada. Resulta comprensible que muchas personas prefieran la tranquilidad del confinamiento frente al estrés generalizado que dominaba sus vidas previamente a que todo estallase.

¿Existe el síndrome de la cabaña o es simplemente una manera de etiquetar a los que se han dado cuenta de que ya no podían más? A lo mejor lo verdaderamente sano es decir basta y poner por delante nuestra salud mental frente a un ritmo de vida desorbitado.