Islandia, año cero

ESTEBAN MARTÍNEZ-MURGA / JESÚS MARTÍNEZ (REIKIAVIK) 28/10/2009 15:20

A finales de septiembre de 2008, las agencias internacionales de calificación de riesgos rebajaron la solvencia de los principales bancos islandeses hasta el nivel de entidades basura. La deuda del Estado también se vio recortada.

El gobierno de este país del Atlántico norte se reúne de urgencia los primeros días de octubre. Deja patente que hay que salvar al sector bancario pero que todo está bajo control. El parlamento garantiza los ahorros y toma el control del mayor banco nacional, el Landsbanki.

Al día siguiente las autoridades se hacen cargo igualmente de las otras dos grandes entidades financieras islandesas, Glitnir y Kaupthing. Pero las agencias de calificación tachan con lápiz rojo el nombre de Islandia: el país es insolvente. A marchas forzadas el ejecutivo intenta fijar el tipo de cambio de la moneda nacional, la corona, al dólar estadounidense. Pero no tiene éxito. La divisa se despeña.

El corralito

El Icesave, un banco electrónico, con miles de clientes también en Reino Unido y Holanda, entra en barrena y tiene que ser intervenido. El gobierno británico amenaza al islandés con llevarlo ante la justicia internacional, si no garantiza los depósitos de sus ciudadanos.

El ejecutivo islandés está contra la espada y la pared, pero termina aceptando. La deuda privada de una entidad se convierte en una deuda nacional. Suecia, Noruega y Dinamarca acuden en ayuda de su primo nórdico con varios préstamos de urgencia. Rusia también aporta capital.

El 10 de octubre el Banco Central de Islandia decreta la congelación de la libre circulación de capitales: es el corralito islandés. Se restringen las disposiciones de dinero y sólo pueden sacarse de la isla pequeñas cantidades. Los tipos de interés suben de golpe hasta el 12%.

El día 24 el gobierno lanza un SOS al mundo: Islandia está oficialmente en quiebra. No puede garantizar sus pagos.

Negocia un crédito de 2.000 millones de dólares con el Fondo Monetario Internacional y pide también ayuda al Banco Central Europeo y a la Reserva Federal estadounidense.

Los tipos de interés vuelven a dispararse hasta el 18%.

Islandia, exprimida como un limón

Un año después de este octubre vertiginoso, las protestas en las calles de Reikiavik han cedido su lugar a una rabia contenida.

El gobierno que provocó la bancarrota de esta próspera isla cayó en abril. El nuevo ejecutivo, de izquierdas, intenta buscar una salida, pero es complicado encontrarla: el agujero que dejaron las aventuras bancarias de las entidades islandesas suponen una deuda de 40.000 euros por cada uno de los 315.000 habitantes del país. Tardarán una generación en saldarla.

Para ello, el Estado tendrá que desprenderse de sus valiosos recursos naturales, que permiten que la isla viva en una casi total independencia energética. Habrá, además, que apretarse el cinturón y eso se está traduciendo ya en recortes en los servicios sociales y educativos.

¿Entrar en Europa?

Tras años de negativa, los acontecimientos han llevado a Islandia a pedir el ingreso en la Unión Europea y en el euro. Pero la población está dividida al respecto. Saben que no les queda otra alternativa, pero al mismo tiempo los islandeses se han sentido ninguneados por el club europeo: la Unión no les echó una mano cuando se lo pidieron.

Este país volcánico, de un tamaño algo mayor que Portugal, creció a toda máquina en la última década, apoyado en el ladrillo y en unos servicios financieros desmesurados.

La riqueza de sus entidades crediticias era ocho veces la de Islandia en su conjunto. Sus banqueros, como sus aguerridos antepasados vikingos, se lanzaron a ultramar y llegaron a operar en 20 países. Endeudaron a su población con créditos muy baratos.

La deuda nacional se disparó. Y la burbuja reventó. Ahora la corona está en caída libre. Ha perdido más del 80% de su valor. La inflación se ha disparado. Todo esto ha encarecido las importaciones, sobre todo, la cesta de la compra familiar. Muchos alimentos han duplicado su precio en pocos meses. Hay productos que ya ni siquiera se traen al país, porque no hay nadie dispuesto a comprarlos a ese precio.

La historia de este oscuro año nos la ha contado un grupo de españoles e hispanohablantes residentes en esta isla nación. Algunos de ellos llevan unos pocos años (el diseñador industrial Manzo Mbomio, la catedrática Elvira Méndez, el empresario turístico Joaquín Linares, las colombianas Elisabeth Ortega y Pilar Acosta); otros llevan la vida entera (las profesoras Mayte Martí y Mayte Bellés). Todos ellos han vivido el antes y el después de que se les rompiera la economía.