¿Cómo son las cárceles de Venezuela?: retrato de un sistema de hacinamiento y corrupción

  • NIUS habla en exclusiva con un exconvicto que retrata los horrores del interior de las cárceles venezolanas

  • La tuberculosis y la desnutrición son las principales causas de muerte de los reclusos

  • 104 reos murieron en la cárcel durante el 2019 por falta de atención del Estado

Hacer un ejercicio profundo de imaginación y tratar de intuir ante la falta de información y transparencia por parte del gobierno de Nicolás Maduro cómo es una cárcel venezolana por dentro: sus rutinas, sus espacios, su comida, ¿hay agua?, ¿hay medicamentos?, ¿cuánta gente hay dentro?, ¿quién las controla?

El Observatorio Venezolano de Prisiones (OVP) denuncia en su último informe que un total de 104 privados de libertad murieron bajo la responsabilidad del Estado durante el año 2019, de los cuales 66 perdieron la vida por las malas condiciones de salud que hay dentro de los centros penitenciarios.

El informe explica que, a diferencia de años anteriores, la violencia no fue la principal causa de muerte entre los reclusos; sino que el factor número uno fueron las deplorables condiciones sanitarias. La desnutrición y la tuberculosis, una enfermedad que se había erradicado en Venezuela, fueron la causa de muerte del 63,46% de las víctimas.

Durante el año 2019, además, un total de 1.934 presos venezolanos hicieron huelga de hambre para protestar contra la falta de alimentos, el retardo procesal y el agobiante hacinamiento.

"Sufrimos niveles de hacinamiento del 120%. La población penitenciaria venezolana en las 34 cárceles del país está alrededor de los 40.000 y la capacidad es de 21.000 personas", sostiene en entrevista con NIUS Carolina Girón, directora del OVP. "Además, más de la mitad de las personas privadas de libertad que permanecen en las cárceles venezolanas son procesados, ni siquiera hay una sentencia firme contra ellos que determine su responsabilidad en el delito que se les imputa".

El Comité de las Naciones Unidas contra la Tortura iría un paso más allá y según afirmaciones de uno de sus comisionados, el funcionario Alessio Bruni, el promedio de ocupación en las cárceles venezolanas llegaría hasta el 231%. Pone como ejemplo uno de los centros de reclusión más conocidos (y con peor fama) del país, el de Tocorón, en el Estado Aragua, que, según este Comité, contaría con 7.000 reclusos a pesar de que fue diseñada para un total de 750.

Girón manifiesta su preocupación por los datos reflejados en el último informe del Observatorio y que mostrarían un empeoramiento radical de la situación física de los reclusos, agravada por la pandemia del coronavirus, ya que desde que comenzó la cuarentena en el país, están prohibidas las visitas de familiares a las cárceles. En la mayoría de los casos y debido a la falta de alimentos dentro de los centros penitenciarios, eran las familias las que suplían como podían la ingesta calórica de los presos. Ahora, esa fuente de alimentación ha desaparecido y la total incomunicación con sus familias está provocando, según la directora del OVP, que los encarcelados hayan comenzado a manifestar cuadros severos de estrés en los últimos meses.

"No hay una política penitenciaria por parte del Estado con personal ni programas adecuados. Todo es un ensayo – error y lamentablemente quien está sufriendo las consecuencias es la población de los encarcelados. La situación, más ahora con la pandemia, es alarmante", sostiene la funcionaria.

¿Cómo son las cárceles de Venezuela?

Las cárceles venezolanas funcionan de la siguiente manera. Se dividen en dos categorías: las denominadas de régimen externo o abierto, y las que se conocen como “máximas” o de régimen interno o cerrado, estas últimas controladas por el Estado.

Desde el año 2010, asfixiado por el desbordamiento de la población carcelaria, el gobierno chavista del por entonces presidente Hugo Chávez, entregó el control de las cárceles a los denominados pranes. El P.R.A.N. significa Preso Rematado Asesino Nato, y en la práctica supuso la terciarización del control de los centros penitenciarios, entregando ese control a una persona, el pran, que en general es un preso común con solera, que lleva años allí y que se ha ganado la confianza y el voto de los demás. Porque al pran, ojo, le votan el resto de reclusos.

Jesús*, nombre ficticio utilizado para este reportaje, es un chico venezolano de 26 años que hace tres meses y diez días salió de la cárcel. Cumplía condena de seis años y un mes por haber robado un coche, y en el robo hubo armas y tiros y un policía herido. Al final, cumplió 4 años y 9 meses y ahora está disfrutando, por fin, de su libertad después del infierno.

Los primeros dos años y medio de su condena los pasó en la cárcel de Puente Ayala, en el Estado Anzoátegui, un penal abierto y controlado precisamente por un pran.

"Al pran lo elegimos entre los mismos muchachos y controla absolutamente todo. La Guardia Nacional (militares venezolanos) están fuera de la cárcel, pero no intervienen para nada", explica Jesús a NIUS. "Vivir en Puente Ayala es como vivir en cualquier barrio de Caracas. Allí dentro hay de todo porque en las cárceles que controlan los pranes hay más libertad. En Puente Ayala hay mercado, cyberg con internet, entretenimiento y diversión".

Jesús cuenta que el pran organizaba “verbenas” y “fiestas” con los familiares de los reclusos dentro de la prisión, y que incluso “abrían la piscina”. “Era un buen tipo. Nos ponía a hacer bastante deporte y había muchos entretenimientos para distraer la mente”, explica.

Pero nada es gratis. Cada preso se encarga de comprar sus medicamentos, cualquier cosa que desee traer de fuera, su droga (Jesús dice que, salvo heroína, en los penales de régimen abierto se puede consumir cualquier tipo de droga en cualquier momento), sus cigarrillos o sus bebidas alcohólicas. En general, el dinero de los reclusos sale del trabajo que hacen dentro del penal o del dinero que les pasa su familia, que suele ser muy poco debido al carácter humilde de la mayoría de los privados de libertad.

En la cárcel de Puente Ayala, Jesús trabajó de varias cosas: “vendí drogas y también vendí arepas (comida tradicional venezolana), empanadas. Hacía lo que fuese”.

Además, cada recluso debe pagar semanalmente al pran lo que llaman una “causa”, que es una vacuna, una cantidad estipulada de dinero que recibe el mandatario de la cárcel y que utiliza para comprar sus armas y también para arreglar cualquier desperfecto que aparezca en el interior del penal o atender un imprevisto.

Dentro de los centros penitenciarios controlados por pranes, según explica Jesús, sí hay armas, pero solo el pran y su círculo íntimo, llamado “carro” (en el argot carcelario venezolano, el “carro” es el grupo de personas elegidas por el pran para custodiarle y salvaguardar su integridad), tienen derecho a tenerlas. El resto de la población reclusa no puede disponer de armas de fuego. “No tenemos ese privilegio”, sostiene el ex convicto.

“Lo más importante para sobrevivir en una cárcel controlada por un pran es no meterte en deuda. Es decir, que no compres nada al pran que no puedas pagar ni le dejes debiendo dinero a nadie porque en la cárcel, la deuda se paga con la vida”.

La rutina en Puente Ayala comenzaba a las 5 de la mañana. Ese es el único momento en el que interviene la Guardia Nacional venezolana, porque es a esa hora cuando “pegan una luz para pasar el número”. Hacen el recuento de los presos y se van. Después de eso, libertad. Cada recluso puede hacer lo que quiera durante todo el día.

En Puente Ayala, Jesús vivió el motín de noviembre de 2018 donde murieron varios encarcelados. La información que sacó la prensa al respecto sobre qué había pasado no fue esclarecedora y nunca se supo cuántas personas murieron en aquél incidente.

“Lo que pasó es que hubo un cambio de gobierno del pran, porque unos muchachos consiguieron armas y se levantaron contra el que mandaba en ese momento”, cuenta Jesús. “Fueron cinco horas de tiros, yo me resguardé en una torre de la cárcel y vi morir a muchos compañeros que se quedaban tirados en el suelo por las balas. La Guardia no hacía nada, aunque sabía lo que estaba pasando. Ellos piensan: “que se maten”. Les da igual”.

Después de ese episodio, a Jesús lo trasladaron a otra cárcel, en esta ocasión un penal de régimen cerrado controlado por el gobierno: la cárcel de Agroproductivo, una prisión de máxima seguridad en el Estado Anzoátegui, al noreste del país.

Desde que Iris Varela, la Ministra de Servicios Penitenciarios de Venezuela (este diario solicitó una entrevista formal con esta Ministra para este artículo y nunca recibió respuesta), llegara a su puesto en enero de 2018, el gobierno ha tratado de recuperar el control de todos los centros penitenciarios y terminar con los pranes, pero en la práctica, y si bien es cierto que muchas prisiones ahora dependen completamente del Estado, todavía no se ha conseguido este objetivo por completo; y el hecho de que la Administración intervenga no significa que la situación intramuros mejore.

Según Carolina Girón, “el nuevo régimen del gobierno consiste en que les colocan un uniforme a los reclusos; a los varones de amarillo y a las mujeres de rosa; hacen prácticas militares para preparar a la población carcelaria en caso de que haya una intervención militar al país y poder utilizar a los encarcelados como soldados; y ahora los centros están a cargo de directores privados o de los denominados “custodios”, que son policías nacionales. Pero los problemas de mala alimentación, falta de medicinas, enfermedades y hacinamiento continúan”, sostiene la directora del OVP.

Y es que, en muchas ocasiones, la corrupción de los militares a cargo, los directores o los custodios provocan que los escasos alimentos y el resto de rubros que el gobierno envía a los centros penitenciarios nunca lleguen a su destino. El pasado mes de junio, por ejemplo, fue noticia nacional la detención del subdirector de la Comunidad Penitenciaria de Coro (Copeco), en el Estado Falcón, al occidente del país, por vender la comida del penal a los presos de manera privada. El tipo estaba vendiendo cada plato a 800 mil bolívares, unos 4 dólares, casi el equivalente al salario mensual mínimo en Venezuela.

Jesús pasó por la cárcel de Agroproductivo, la de Franklin Ruiz y la de Yare antes de salir. Todas ellas de régimen cerrado.

En Agroproductivo pasó tres meses y lo que recuerda son “las humillaciones de los Guardias y el maltrato”. El ex convicto cuenta que el desprecio se trasladaba incluso a los familiares de los reclusos porque cuando les visitaban, los militares a cargo les obligaban a desnudarse, agacharse y adoptar posiciones comprometidas como abrirse de piernas antes de pasar a la sala de visitas.

En esta cárcel, Jesús dormía en el suelo por las condiciones de hacinamiento insoportables. No había agua (en ninguna hay o el servicio es deplorable por la mala calidad del vital líquido, lo que provoca que los reclusos se enfermen con asiduidad), la comida se servía en cubos, sin horarios y nunca era suficiente. Comían sin cubiertos, como podían y lo que podían; y el menú consistía en una arepa sola y sin sal para el desayuno, arroz con frijoles o lentejas para el almuerzo y lo mismo para cenar. Todo tipo porridge.

En la prisión de Agroproductivo se enfermó de paludismo, otra enfermedad que había sido erradicada en Venezuela. “Me puse muy mal y llegué a pesar 39 kilos. Casi me muero”.

Pero lo peor llegó en el centro penitenciario de Yare, cuando se enfermó de Hepatitis A. Tardó días en ir a la enfermería porque ir allí le daba miedo por las malas condiciones de salubridad en las que se encontraba el lugar. “Me daba terror agarrar una tuberculosis si iba a la enfermería, porque en la cárcel muchos se mueren de tuberculosis y los dejan morir, y esa es una enfermedad muy contagiosa”.

Pero después de tres días con fiebre muy alta y sin comer se decidió a ir y le diagnosticaron, de nuevo, paludismo. El diagnóstico era errado. Pasó dos meses hospitalizado al borde de la muerte hasta que un médico le dijo lo que tenía porque le vio los ojos demasiado amarillos y descartó el dengue. Jesús dice que se recuperó haciendo reposo y comiendo dulces, porque según él, eso es lo que le dijo el médico que necesita el organismo enfermo de hepatitis para recuperarse. Sea como sea, le funcionó.

Con los cambios constantes de centros penitenciarios, Jesús perdió el contacto con su familia, su madre murió sin que él se enterara hasta siete meses después, cuando su hermana, por fin, le localizó a través de Facebook. Jesús achaca el reencuentro familiar a Dios, al que dice que descubrió en esta última prisión, donde compartía celda con un pastor evangélico que le enseñó todo sobre el camino de la verdad y la luz. Se encomendó al culto Pentecostal y en Yare comenzó a aprender el oficio de artesano por su cuenta: ahora cose zapatos de cuero y hace todo tipo de artesanías variadas, aunque no sabe si podrá ganarse la vida con ello en la Venezuela en crisis que está redescubriendo en el exterior.

Presos políticos: la otra lacra de la justicia venezolana

Los presos políticos no dependen del Ministerio de Asuntos Penitenciarios, sino de la policía política y de la inteligencia del gobierno de Venezuela; sin embargo, es importante incidir en el alarmante dato que publicó Foro Penal, una ONG local que se dedica a dar seguimiento a los casos de este tipo de presos, el pasado mes de mayo.

Foro Penal señaló que en estos momentos hay un total de 402 presos políticos en el país caribeño. Son 376 hombres y 26 mujeres, 275 civiles y 127 militares; 398 adultos y cuatro adolescentes. La organización señaló su preocupación porque asegura que las cifras van "en aumento".

La última detención arbitraria llegaba el pasado lunes cuando la Dirección de Contrainteligencia Militar (DGCIM) y el Cuerpo de Investigaciones Penales, Científicas y Criminalísticas (CICPC) de Venezuela detuvieron a Nícmer Evans, politólogo, periodista y político opositor. Evans fue chavista hasta la muerte de Hugo Chávez y comenzó en seguida sus discrepancias con el presidente Nicolás Maduro hasta separarse completamente de él y formar parte ahora del Frente Amplio por una Venezuela Libre, una plataforma civil opositora al mandatario.

Las autoridades policiales le acusan de un delito de “instigación al odio” por haber hecho unos comentarios en Twitter sobre Diosdado Cabello y Tareck El Aissami, el número dos de Maduro y el Ministro de Petróleo de Venezuela respectivamente, que han anunciado recientemente que son positivo de coronavirus y actualmente se encuentran en cuarentena y aislamiento, pero según ellos, en buen estado de salud y “con la moral alta”.