Diez años sin Gadafi, “nuestro hijo de puta”

  • Se cumple una década desde la caída y el asesinato del dictador libio

  • Distintas potencias se han disputado el territorio en este tiempo

  • Turquía y Rusia han sido los actores más favorecidos

La famosa frase la pronunció Franklin Delano Roosevelt para referirse al dictador nicaragüense Anastasio Somoza. “Tal vez sea un hijo de puta, pero es nuestro hijo de puta”, dijo. Era la época en la que Estados Unidos hacía y deshacía al sur de su continente. Instigaba golpes de Estado o colocaba dictadores, con tal de alejar el peligro comunista.

A Muamar el Gadafi no lo impulsó ningún gobierno occidental, sino un levantamiento militar apoyado por la sociedad en tiempos del nacionalismo árabe y el poscolonialismo. Pero, pasado ese primer periodo desafiante y al calor del petróleo, Gadafi se convirtió en el mejor aliado de varios países europeos. “Nuestro hijo de puta”, como pronunció también Pablo Iglesias en el Parlamento Europeo durante su breve etapa como eurodiputado.

Fue así hasta poco antes de ese 20 de octubre de 2011, hace ahora diez años, cuando un grupo de insurgentes capturaron al dictador en Sirte, su ciudad natal. Lo torturaron, grabaron el espectáculo en vídeo y después llevaron el cuerpo sin vida a Misrata, donde permaneció expuesto durante días en una cámara frigorífica para que todo aquel que gustara se sacara una foto con el cadáver.

Meses antes la primavera árabe había ido barriendo el castillo de naipes levantado por distintos autócratas. En Túnez, Egipto o Yemen las revueltas triunfaron. Gadafi resistió durante los primeros momentos apoyado por su ejército más fiel, pero, a diferencia de otros países, la intervención directa de Occidente decantó la balanza. Algo que, por ejemplo, nunca ocurrió en Siria. Los bombardeos de la OTAN, al amparo de una resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, hicieron caer al régimen. La venganza de Reino Unido, que tuvo a Gadafi en su punto de mira tras el atentado de Lockerbie de 1988, y los deseos de países como Francia por sacar tajada del negocio petrolero fueron clave.

Los libios se libraron de un excéntrico tirano que favoreció sólo a una parte de la población, convertida en burguesía gracias a los beneficios de la extracción del crudo. Sin embargo, el vacío de poder en un extenso territorio desértico controlado por tribus, propiciaron el descontrol de las milicias que iniciaron una guerra civil. Libia se partió en dos mitades, con dos gobiernos paralelos. Al este, las fuerzas opuestas a Gadafi fueron agrupándose en la ciudad de Bengasi, donde se alzó después el militar Jalifa Hafter. En Trípoli, la comunidad internacional trató de apoyar a unas autoridades endebles, incapaces de controlar el territorio.

La disputa internacional por el poder

El conflicto se desplazó también fuera de sus fronteras. En la Unión Europea, Francia trató de arrebatarle a Italia su influencia heredada del periodo colonial. Gadafi ya hizo negocios con Nicolas Sarkozy, ahora condenado por financiación ilegal de la campaña electoral de 2012, aunque el verdadero amigo del dictador libio era Silvio Berlusconi. A él se dirigió Gadafi en un intento desesperado por impedir los bombardeos de la OTAN en 2011. Tampoco estaba Berlusconi para muchas maniobras, pues aquel también fue el año de su caída. Para Italia los recursos energéticos libios son política de Estado, pero sin Gadafi ni Berlusconi, Emmanuel Macron trató de forma errática de hacer valer su grandeur.

Mientras tanto, el pastel se lo estaban repartiendo más allá del Mediterráneo. Cuando Trípoli parecía a punto de caer en manos de las tropas del mariscal Hafter, el Gobierno turco de Recep Tayyip Erdogan envió un contingente militar que impidió la toma de la capital. De un lado, Turquía -con la colabración de Qatar- se convirtió en el socio privilegiado de uno de los bandos. Del otro, sosteniendo a las fuerzas de Bengasi, Rusia consolidó su influencia, con el apoyo de Emiratos Árabes o Egipto. Una muestra más del desplazamiento del poder geopolítico a otras latitudes. El control de un elemento que puede desestabilizar el Mediterráneo es una pieza codiciada.

Ahora, tras diez años de caos, finalmente se atisba un final negociado. Hace un año Turquía y Rusia pactaron un alto el fuego, que dio paso a un gobierno de transición respetado por todos los actores internacionales en juego. Su tarea fundamental es conducir al país a unas elecciones presidenciales y legislativas, que se celebrarán el próximo 24 de diciembre. Para la UE, Libia sigue teniendo una enorme importancia estratégica, no sólo por los recursos energéticos, sino porque de allí ha partido buena parte del flujo migratorio que ha llegado a Europa por el Mediterráneo en la última década. Pedro Sánchez estuvo en Trípoli el pasado junio para apoyar este proceso.

Lo importante para la comunidad internacional es que se configure un Ejecutivo estable. Y, paradójicamente, uno de los candidatos es Saif al Islam, uno de los pocos hijos de Gadafi que no fueron detenidos o asesinados. Aspirante a heredar el poder con su padre todavía en vida, Al Islam participó activamente en la guerra por mantener el régimen. Pasó un par de años en prisión y fue condenado a muerte, aunque después le conmutaron la pena. La Corte Penal Internacional emitió una orden de captura por presuntos crímenes contra la humanidad. Pero hasta ahora ha vivido bajo protección de Rusia, que estaría intentando auparlo al poder, según fuentes de inteligencia. Es decir, un nuevo bandido al que manejar.