La casa en la que nací

telecinco.es 12/02/2009 15:59

La casa de mis padres sufrió tantos cambios como yo; bueno ella los sufrió antes, pero yo sufría estos cambios también. Mi vida se desenvolvía a la par de la de la casa y mi ánimo y mi realidad eran un reflejo del aspecto de la misma. A veces pienso que nunca tendríamos que haberla "tocado"....

La casa estaba situada en el barrio de San Gervasio/Bonanova,. Era un barrio señorial, tranquilo y amable. En mis primeros 18 años de vida apenas me moví del barrio. Allí estaba todo lo que podía necesitar: el colegio, la casa de mis primos, las casas de mis amigas, el mercado, parques, tiendas de todo tipo, cafeterías, restaurantes,... y, para mí, aparte del pueblo de la Costa Brava donde veraneaba y la casa de Lita, no existía nada, más allá de mi barrio. Cuando alguna vez acompañaba a mi madre a esos famosos grandes almacenes que todos conocemos, me parecía que no estaba en Barcelona, sino que había ido a otra ciudad. Mi calle y las calles adyacentes eran mi mundo, mi pequeño mundo en el que las caras me eran conocidas y me era fácil desenvolverme. Más allá de eso, me sentía perdida, insegura. ¡Qué mundo tan pequeño tenía! Bueno, más o menos como ahora, no creais que mis miras han crecido demasiado...

Era una casa muy hermosa. Sobre el portal, de hierro negro y cristal, había un relieve de unos angelitos rechonchos que se repetía en el mural del baño principal. La llamaban "la casa de los angelitos". María Luisa, la portera, mantenía siempre relucientes los pomos dorados de la puerta y la escalinata de mármol que llevaba al ascensor. En aquella época, las porteras combatían a ver quien tenía su portal más limpio y María Luísa, nuestra pequeña aragonesa, siempre se llevaba la palma. ¡Qué gran mujer, María Luísa! ¡Cómo me quería! Y yo a ella también.

La casa constaba de una suitte, dos habitaciones y la zona de servicio: la cocina, el planchador, el office y el dormitorio y el baño de servicio. El salón principal era amplísimo y muy soleado y se separaba del comedor por un enorme arco de medio punto. La habitación de "las niñas" y la suitte de mis padres daban a la parte posterior, donde se encontraban los jardines de los entresuelos. Así, todas las mañanas nos despertaban los pajaritos; al levantar las persianas, la estancia se llenaba de luz; y al abrir las ventanas, nos inundaba el aroma a limón y a mimosas. Era una habitación tranquila en la que pasé muchas horas. Recuerdo la infinidad de veces que, de noche o de día, me quedaba quieta y en silencio mirando a las musarañas o entreteniéndome en mirar el techo, la pared, una lámpara,... cualquier cosa, y pensaba y pensaba. No recuerdo en qué, pero me gustaba ver, contemplar y reflexionar. Mamá y la Tata, decían que me quedaba "encantada".

El suelo de la casa era de mármol rosa y las paredes claras. Los muebles de caoba, como los de Lita y, en todas las habitaciones, menos en la de "las niñas", había arañas de cristal. Recuerdo a las chicas de servicio subidas a una escalera limpiando las lágrimas de las lámparas con infinita paciencia, con un paraguas abierto colgado de la lámpara para recojer alguna lágrima que cayera. Pero lo que más me gustaba eran las piezas chinas: En la entrada había un biombo de madera de tres hojas lacado en verde y decorado con exquisitas imágenes de chinos, gueishas y pájaros exóticos. Algunas de estas figuras estaban talladas en la madera. A mí me gustaba sentarme en el suelo y mirar durante un largo rato las escenas del biombo y, cuando me cansaba, me sentaba al otro lado para contemplar las escenas de plantas, jardines y riachuelos tan primorosamente trabajados que se veían en aquella cara. Al lado del biombo, se encontraba la chimenea, que apenas se usó, para mi desgracia, pues mamá decía que ensuciaba mucho. Y, sobre ella, un hermosísimo jarrón chino con un enorme centro de flores secas. Mi otra "perdición", el mueble bar que se encontraba en el salón principal. Era un mueble lacado en negro con el mismo estilo de imágenes gravadas y pintadas que el biombo. Se sujetaba sobre 4 patas de madera tallada cubiertas de pan de oro y, bajo ellas, una preciosa mesita a juego con el mueble. Me encantaba cuando se abrían las puertas de este mueble porque se encendía una potente luz que se reflejaba en todos los espejos que escondía en la parte interior. Al tocar la infinidad de copas de todas clases que se escondían allí, la luz salía dispersa en un arcoiris de colores. ¡Cómo me gustaba contemplar aquella especie de milagro!

En la parte de abajo de la vitrina, se encontraban unos misteriosos armarios siempre cerrados con llave, En ellos, mi mamá escondía figuritas de cristal de Murano, jarritos de porcelana de Limoges y otras maravillas a mis ojos de niña. Ciertamente sobre los muebles, al menos sobre los que alcanzábamos con la mano, no había adorno alguno. Mi madre decía que no dejaba cosas delicadas a nuestro alcance para que no las rompiéramos, pero papá la regañaba y decía que las cosas hermosas están para contemplarlas, no para esconderlas bajo llavey que las niñas debíamos jugar en nuestra habitación. Pero mamá no le hacía caso y, si mal no recuerdo, aquellos tesoros escondidos se dejaron ver para mi petición de mano. ¡Cuánto tiempo perdido!

La primera cama que recuerdo, era una cama enorme de madera oscura. Parece ser que era la cama de soltero de mi papá. Había un cuadro en la pared de él vestido de marinero en el día de su primera comunión. Yo veía a un niño muy rubio, con flequillo y de ojos verdes y preguntaba a todo el mundo quien era. Pero, por más que me decían que era papá, no me lo creía ¿Cómo iba a ser papá tan pequeño? "Papá es grande, lleva bigote y seguro que siempre fue así". No podía imaginarme que algún día papá fuera un niño como yo. Más tarde, cuando mi hermana E abandonó la cuna, nos compraron una habitación nueva con dos camas. Allí, añadiendo un sillón cama, donde durmió la pequeña Y más tarde, dormimos las tres hasta que cumplí los 17 años.

Me gustaba mucho que vinieran visitas a casa o que se organizaran fiestas, porque entonces sacaban las fundas de florecitas que cubrían los sillones y los sofás y podíamos disfrutar de la maravillosa tapicería que éstas tapaban. Nunca he visto algo tan bello. Era una tapicería de seda bordada en colores pastel. ¡Cómo me gustaba echarme en el sofá y poner la mejilla encima de aquella tela tan suave y fría! Me encantaba tocarla, acariciarla y también mirarla de cerca, contemplar cada flor, cada hoja, cada sombra,... Lo dicho, mis ensoñaciones: pasar el rato así, sin hablar y sin oír, disfrutando de "mi mundo". En aquella época, mientras la casa fue así, hermosa, diáfana, alegre, yo fui así también: una niña, rodeada de cosas bellas, buenas y alegres, sin pensar en que "ahí fuera" la vida es muy distinta... pero esto se tratará otro día.

Carla.-

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