Diálogo entre Génova y La Habana en una galería de arte de Londres

  • Una exposición en Shoreditch indaga en el mundo de dos jóvenes pintores que parten de experiencias cotidianas e íntimas para narrar historias universales

  • El cubano Ernesto Crespo crea maquetas teatrales y el italiano Filippo Fanciotti escenarios arquitectónicos digitales que sirven como modelos para pintar sus cuadros

  • Las voces, las fragancias, los colores, las texturas de sus lugares de origen palpitan en cada una de sus pinceladas, convertidas en una bella búsqueda de su lugar ideal

Debe ser el día más soleado del año en Londres. En un espacio industrial donde han instalado una exposición de arte, unas cortinas llenas de sombras contienen la luz que tiembla en la calle creando una agradable penumbra por el interior de la sala junto al cuadro de un soldado, o de alguien que parece un soldado, sentado en la escalera de una casa de madera que podría ser cualquier lugar del mundo, con un árbol de Navidad en un costado. Es un paisaje frío, verde, melancólico, algo triste. El árbol de Navidad es la única parte luminosa en el lienzo. ¿Está ese soldado vigilando el árbol? El cuadro emana una simpleza brutal. Apenas se puede distinguir la expresión de la cara del soldado, ni su mirada. Y sin embargo, es como si su mirada estuviera por todo el cuadro.

En la sala hay dos espacios físicos. El que está junto a las altas cortinas con el cuadro del soldado y otro espacio al fondo con la pared de ladrillo con unas pequeñas ventanas elevadas e inesperadas por donde se cuelan los rayos del sol. Penetra la luz tensada, arañando la pared sin llegar a tocar otro cuadro con dos muchachas, una tumbada en el suelo en posición de reposo con una túnica romana, y la otra de pie, inclinada, desnuda, en actitud de juego. Se encuentran en una especie de jardín soñoliento con unas columnas clásicas bajo una claridad penumbrosa. Y al fondo, los rascacielos amenazantes de una ciudad moderna, quemados por el sol.

El cuadro del soldado es obra del pintor cubano Ernesto Crespo y el de las dos muchachas en el jardín perdido, del italiano Filippo Fanciotti. Integran la exposición ‘Beyond the Scene’ (Más allá de la escena), organizada por Lariot Collective, a dúo entre estos dos artistas. Ambos parten de la escenografía a la hora de encarar los cuadros. Crespo diseña maquetas de teatro y Fanciotti escenarios arquitectónicos digitales que les sirven de modelo antes de pintarlos.

El tren

Ernesto Crespo (1994) nació en Habana Campo (ahora denominada Artemisa), en las afueras de La Habana. Como la mayoría de los cubanos, tuvo una infancia austera e imaginativa en el seno de una familia de campo en el pueblo de Alquízar, en una zona rural, polvorienta, de tierras rojas que teñían de rojo las calles del pueblo cuando llovía, con campos de tabaco y papa. Su padre era carpintero y trabajaba en un taller muy cerca de su casa.

De niño, los fines de semana se iba en bicicleta a la casa de sus abuelos, en las afueras de Alquízar. Solía sentarse descalzo en el suelo del porche y se ponía a dibujar. Desde el porche se veía una vía férrea a lo lejos que era la única que unía La Habana con Pinar del Río. Pasaba un tren cada tres días y a Ernesto le gustaba sentarse allí, bajo el sol que caía como un lento mazo gigante, pintando, esperando a que pasara el tren. Y cuando aparecía, era un acontecimiento. Desde su posición no podía ver las caras de los pasajeros. Curiosamente nunca pintó ese tren sino la visión que imaginó que tendría un señor mirándole a él desde la ventanilla.

El padre de Ernesto llegaba cada día a casa con las botas y el cabello cubiertos de serrín. Fue él quien le despertó su lado más artístico. A Ernesto le fascinaba que alguien pudiera transformar un tronco en un balancín o en una mesa. Pasaba buena parte del tiempo viajando en guagua a la escuela, que estaba en el centro de La Habana. Dos horas para ir y otras dos para volver. Y esos largos viajes asomado a la ventanilla le dejaron en la memoria un poso de paisajes fugaces de campos y granjas con caballos y vacas que se volvían ruidosos y deteriorados cuando entraban en La Habana.

Esta tensión entre el campo y la ciudad ha estado siempre presente en sus lienzos y en su vida. Al terminar la universidad se marchó a vivir a Barcelona con su esposa, pero al poco tiempo se mudaron a El Escorial en busca de un lugar más cercano a la naturaleza, donde se siente más cómodo. Recientemente, regresó a Cuba y fue a la casa de sus abuelos. La vía del tren estaba cubierta de hierbas y matorrales, de polvo y de olvido. Sus abuelos ya fallecieron. Le contaron que ya no pasaba el tren.  

Los proverbios de Vico Mele

Filippo Fanciotti (1988) nació en Génova, pero sus padres, una doctora y un ingeniero, se trasladaron a vivir a las afueras cuando él era pequeño. A Castagnabuona, primero, y a Savona, después. A los diecinueve años regresó a Génova para estudiar arquitectura en la universidad y pasaría allí los siguientes diez años entre los ruidos, los olores y las voces de aquella ciudad portuaria dura y honesta. Trabajó dos años en un estudio de arquitectura en Vico Mele, un callejón de dos metros de ancho y cincuenta de largo en la zona del puerto que olía a orín, a hachís y a incienso porque había mucha población del Magreb.

En aquel callejón se mezclaban los arquitectos, los traficantes de droga y las prostitutas. Vico Mele era paralelo a otro callejón que se llamaba Vico del Amor Perfecto donde había dos prostitutas de unos setenta años de nombre Carmela y Letizia. Una era rubia y la otra morena y muy elegante. Letizia era la morena y decía que había conocido al cantautor italiano Fabrizio de André, que hablaba de las prostitutas en sus canciones. Carmela era la rubia. Una mañana, cuando Fanciotti pasó por delante, Letizia le regaló un proverbio que le hizo sonreír. Desde entonces cada vez que lo veía le regalaba un proverbio hasta que se le acabaron y empezaron a conversar.

El estudio de arquitectura en el que trabajaba Fanciotti se encontraba en el palacio Brancaleone Grillo, uno de los símbolos del esplendor de la república de Génova, un edificio decadente construido en el siglo XIV con vueltas, arcos y balaustradas de mármol y frescos del pintor renacentista Luca Cambiaso. La entrada estaba en aquel callejón de mala vida y buen arte donde latía Génova. La historia de aquel palacio escondido es la historia de Génova con fachadas en las que se pueden ver estilos de épocas distintas uno encima del otro.

“Génova tiene muchas capas sociales y arquitectónicas mezcladas en un mismo callejón”, cuenta Fanciotti, que plasmó esta estratificación en el cuadro ‘RSVP’, que es una torre en la que cada planta pertenece a una época artística distinta. La idea le surgió después asistir a una fiesta en la última planta de un rascacielos de Madrid. Al bajar a la calle se encontró con una manifestación contra la guerra de Ucrania. En apenas un minuto de ascensor pasó del silencio a los gritos. La obra, como todas las que pinta, es una alegoría. Convirtió la manifestación en una batalla entre romanos y etruscos del siglo VII a.C. con soldados sin rostro. En el cuadro de Fanciotti, del suelo a la logia de la terraza hay once pisos y veintisiete siglos de distancia.

Los charcos tras la lluvia

A los dieciséis años Crespo empezó el bachillerato de Bellas Artes, los primeros tres años en San Antonio de los Baños y el cuarto, en La Habana, en la academia de San Alejandro, donde estableció la conexión entre pintura y cine. “El cine ha investigado mucho en la pintura y por qué la pintura no puede aprender del cine”, cuestiona. Allí conoció a una persona que le cambiaría la vida: su profesora Rocío García, una de las más importantes artistas plásticas cubanas, que le recomendó ver cine ruso y polaco y le prestó cedés que visionaba en el instituto, en una antigua computadora que, cuenta, por suerte tenía lector de cedés con un aparatoso monitor de los noventa y una pequeña pantalla.

En aquella pantallita pasó interminables horas solitarias devorando películas de Tarkovski, Béla Tarr y Majewski, de quien aprendió la “intermedialidad”, que es la conexión entre teatro, cine y pintura. En la película ‘El molino y la cruz’, Majewski sacaba a los personajes de un cuadro y les daba vida. Muchas pinturas de Crespo empiezan con la escena de una película. Después crea el personaje protagonista que, por lo general, es un secundario que había pasado desapercibido. Les interesan las cosas que no se ven a simple vista.

Por ejemplo, mientras veía ‘Sacrificio’, de Tarkovski, congeló una escena en la que se atisbaba a una chica en bicicleta al fondo. Crespo creó una serie de seis lienzos llamada ‘Después de la lluvia’ con el mismo escenario, pero eliminando al personaje protagonista y colocando en su lugar a la chica con la bicicleta. Los seis lienzos son prácticamente idénticos salvo que la bicicleta, casi fuera de plano, se mueve unos milímetros y el tamaño de los charcos es sutilmente distinto.

Suele pintar a los personajes de lejos, como el tren que miraba desde el porche de sus abuelos. “No me interesa mostrar la identidad plena del personaje -cuenta-, para mí es un ejercicio de democratización”. Sus personajes podrían ser cualquier persona en cualquier lugar del mundo. Crespo quiere que sus historias sean universales. Y los personajes se repiten en su obra, como el atrezo de una función de teatro que se recicla y se transforma para la siguiente función.

Retrato de Chiara

Fanciotti es un arquitecto convertido en pintor. Estudió arquitectura y trabajó como visualizador, que es la persona que se encarga de construir las imágenes digitales para otros arquitectos para que puedan presentar sus proyectos en concursos públicos. Pronto empezó a diseñar sus propias visualizaciones con 'collages' de distintas épocas artísticas impulsado por su creatividad y por su pasión por la historia del arte y, en especial, por el Renacimiento.

En 2016 empezó a dar clases en la Universidad Politécnica de Lausana, en Suiza, de visualización de la arquitectura y también de ‘Visión y utopía’ en las que propone a sus estudiantes precisamente que creen sus propios 'collages' de época distintas para luego reflexionar sobre la sociedad. Dice que la utopía no puede ser un lugar físico, que solo puede existir en la imaginación de cada persona y que nos gusta pensar que es un lugar del pasado donde fuimos felices.

Hace tres años Lariot Collective descubrió sus composiciones digitales y quedó fascinado. Descubrió que también era pintor y le propuso que las convirtiera en pinturas. Fanciotti dibujaba desde los tres años. De hecho, en su momento pensó en estudiar Bellas Artes, pero se decantó por la Arquitectura para tener una profesión que le brindara estabilidad económica.

Hacía seis años que no pintaba. El último cuadro que pintó fue en 2014, un retrato de Chiara, su primer amor antes de descubrir su homosexualidad, a la que conocía desde la escuela a los quince años y que después se ha convertido en la persona más importante de su vida. Se lo regaló por su vigesimosexto cumpleaños. Era un cuadro figurativo, que no tiene nada que ver con sus cuadros actuales. Tras la visita de Lariot, empezó a pintar de nuevo, creando su propia técnica que consiste en pintar sobre paneles de madera contrachapada de álamo a partir de dibujos digitales impresos en papeles de texturas diferentes que va pegando y arrancando como si fueran carteles publicitarios y que utiliza como base para luego pintar encima. El panel se va llenando de capas, de texturas, de colores, de experiencias.

Fanciotti ahora reside en Milán y sigue regresando de tanto en tanto a Génova. En uno de esos regresos pasó por aquel callejón arrancado de una canción de Fabrizio de André. Carmela estaba en la misma esquina. Estaba sola. Ella le reconoció y le dijo bruscamente que Letizia había muerto.

La fábrica de telas

Como no podía comprarse el material para pintar porque era muy caro en Cuba, Crespo se lo fabricaba él mismo. Sus primeros pinceles los hizo con pelos arrancados de colas de cerdos y crines de caballos. Y los lienzos, con la tela que utilizaban para envolver las hojas de tabaco para que no se secaran y que conseguía entre los restos de la fábrica de telas que había en el pueblo.

Imprimaba las sábanas montándolas en bastidores de madera que su padre construía. Luego elaboraba una especie de pasta echando cola de conejo a hervir en un caldero y aplicaba la pasta sobre la tela dándole un aspecto áspero y duro, una textura que identifica sus obras. Ernesto se pasaba los fines de semana fabricando los lienzos y los lunes se los llevaba a la academia. Hasta el año pasado siguió fabricando sus propios lienzos.

En el último año en Bellas Artes, Rocío García, la profesora, le presentó a un galerista libanés que estaba de visita en La Habana y que quedó encandilado con la obra de Crespo y le invitó a ir al Líbano. Crespo pasó cuatro meses en Beirut. La exposición fue un éxito, pero tuvo que regresar a Cuba porque le reclamaron para hacer el servicio militar.

Durante su estancia en Beirut se enteró de las muertes de su abuela y de su prima al dar a luz. Estas noticias le sumieron en una profunda tristeza. La necesidad de pintar se apoderó de él y coincidió con su reclutamiento. Se pasó los dieciocho meses del servicio militar pintando. Pintaba a escondidas, durante las frías y silenciosas guardias nocturnas en unos lienzos pequeños, de once por quince centímetros, para poder ocultarlos en los lavabos y en su taquilla. En los dieciocho meses del servicio militar pintó de forma obsesiva cuatrocientos cuadros sobre su abuela y su prima que después convirtió en una secuencia de cine de cuatro minutos titulada “Analepsis”.

Linternas  

En uno de los cuadros de Fanciotti colgado en la pared de ladrillo, una procesión de personas agotadas camina a través de escarbadas montañas. Está basado en el poema “Addio ai monti” (Adiós a las montañas), de Alessandro Manzoni, de 1827, en el que la protagonista se despide de su país desde el barco que se la llevará lejos. “El cuadro trata de dejar el lugar donde nacimos para ir a otro destino”, dice Fanciotti, que ha cambiado varias veces de ciudad.

Los caminantes se dirigen a través de un paisaje montañoso de rocas y oscuridad a la ciudad, representada con la cúpula que proyectó Albert Speer, el arquitecto de Hitler, para el Berlín del futuro si ganaban la guerra, y las proyecciones de los rascacielos que el arquitecto Hugh Ferriss hizo de Nueva York en el libro ‘Metrópolis del futuro” de 1929, donde trataba de exponer el impacto que podían tener todos aquellos rascacielos en la psique de sus ciudadanos.

La obra es una alegoría de la migración del campo a la ciudad que Fanciotti convierte en universal utilizando referencias clásicas. Los migrantes caminan sujetando linternas, acarreando su propia luz, que simboliza su identidad, una identidad muy clara. A lo lejos, en el horizonte, tras la negra cúpula de Speer, asoman los dramáticos y espectrales rascacielos de Ferriss con una gigantesca bola de fuego detrás. Es la ciudad en cuya luz se disolverán sus identidades.

El cuadro refleja la persistente búsqueda de Fanciotti para conseguir un ambiente cromático perfecto, la construcción del cuadro por el contraste de formas y colores, que es su principal obsesión artística, influenciado por maestros como Carpaccio, Botticelli y Salomon Corrodi. Para él la gran diferencia entre trabajar como visualizador y pintor es la fuerza de la luz a través del color.

La búsqueda del color verde

Al terminar el servicio militar, Crespo estudió la carrera de diseño escénico en la universidad y allí empezó a construir escenarios de teatro a escala con maquetas de cartón y a utilizar aquella nueva realidad intermedia como modelo para sus lienzos. Muchos de sus lienzos son presentados como si fueran secuencias cinematográficas, como la serie ‘Avalancha’, que consta de siete cuadros en los que muestra la manual construcción de una casa a la vez que cae una imparable avalancha de nieve de la montaña rompiendo el concepto espacio-tiempo.

Desde hace un tiempo que Ernesto Crespo ha iniciado la búsqueda de un color que le defina como artista. “Es un color verde entre gris de Payne y verde vejiga con un tinte verde oscuro porque es frío y también esperanzador”, cuenta. Empezó a experimentar con el color verde al terminar el servicio militar con el cuadro del soldado con el árbol de Navidad.

La casa del cuadro era una garita de metal y madera donde hacían las guardias. “En Cuba no se celebra la Navidad, pero por alguna razón en mi casa mi madre siempre colocaba un pequeño árbol de Navidad junto al televisor”, dice Crespo. El árbol brilla en el lienzo ante un paisaje melancólico. Aquel soldado era su guardián. Una vez su padre le preguntó por qué pintaba con colores tan verdes y fríos cuando Cuba está tan llena de color. Él le dijo que no lo sabía, que le diera tiempo para contestar. Diez años más tarde le contestó. Le dijo que esos eran sus filtros y que él veía así.

Carlotta

La luz ideal para Fanciotti es la penumbra. Es el equilibrio perfecto, la paz. La penumbra está representada en el cuadro con las dos muchachas en el jardín perdido con los rascacielos de fondo. La pintura se llama “Rive Gauche”, que es la parte bohemia de París con los teatros, el Moulin Rouge, la zona de ocio que contrapone a la zona de negocios. “Esta tensión entre una vida de ocio y una vida de negocio me permite dar al cuadro una dimensión suspendida, onírica”, explica. Para descontextualizar la obra ha pintado los rascacielos de Shangay al fondo.

'Rive Gauche’ representa la búsqueda del paraíso perdido. Las dos muchachas simbolizan la pérdida de la inocencia, el lugar ideal. “Para mí el paraíso perdido fueron los bosques de Castagnabuona” dice. Castagnabuona era el pueblecito en Liguria donde él pasó parte de su infancia, en una zona boscosa de pinos, castaños y olivos junto al mar.

Explica que, de repente, mientras pintaba el cuadro, a la muchacha desnuda le dibujó el rostro de Carlotta Leone, la fue su gran amiga de infancia desde los tres años, con la que hacía atletismo, con la que pasaba todo tiempo. Había perdido el contacto con ella y, de repente, se encontró pintando su rostro cuando pensaba en el paraíso perdido, en el lugar donde fue feliz. Y se encontró con ella jugando al escondite, sin pensar, corriendo por los bosques de Castagnabuona con la luz del sol cayendo por entre las copas de los árboles allá en lo alto, descolgándose perezosamente provocando una penumbra como la que hay esta tarde en esta galería de Londres.