Avatâra Ayuso, bailando con desconocidos

  • La coreógrafa española afincada en Inglaterra ultima ‘The Protocol’, su nueva pieza sobre la relación con los otros

  • Aunque su obra fue concebida antes de la pandemia, se ha convertido en una reflexión sobre la distancia social

  • Está ideada para ser representada al aire libre de forma inesperada sin que el público haya sido convocado

El ruido del micrófono suena como un golpe por los altavoces del local. Avatâra intenta ajustar el volumen desde la esquina junto a la puerta. Los tres bailarines, en el otro extremo, se tapan los oídos al escuchar aquel molesto ruido. Chloe prueba el micro pronunciando frases sueltas de sus líneas. Ensayan la nueva coreografía de Avatâra que se llama The Protocol. Por primera vez incluye texto en una obra y el micro ha adquirido un valor especial. La mallorquina Avatâra Ayuso es una de las más importantes coreógrafas de danza contemporánea del Reino Unido.

The Protocol es la historia de tres ciudadanos que son elegidos para representar al mundo en una negociación con unos visitantes desconocidos. Deberán desarrollar una estrategia para entenderse con ellos y salir airosos de este peculiar encuentro. Los tres elegidos son Chloe Hillyar, quien está probando el micro, Georgia Thomson y Jordan Ajadi, tres jóvenes bailarines de razas distintas y de contextos sociales y artísticos diversos, como es habitual en los trabajos de Avatâra.

Representan a un pesimista, a un optimista y a un agnóstico. El micro ya está ajustado. Chloe, la optimista, anima a sus compañeros a encontrar un protocolo. Jordan, el pesimista, acerca su cuerpo como un rayo y dice: "De ninguna manera. No hablaré con nadie que no sea un hombre y no sea negro. No le daré la mano a él o a ella o a ellos, no quiero coger ningún virus que ponga en riesgo mi salud. El contacto físico es peligroso".

Aunque parece una reflexión sobre el coronavirus, Avatâra la concibió antes de que se produjera la pandemia. Ya había conseguido la financiación a principios de marzo y había elegido a los bailarines. El virus lo detuvo todo. Hasta ahora que les han permitido volver a ensayar y han elegido esta tranquila ciudad balneario de Leamington Spa para prepararla. Esperan estrenarla tan pronto como se lo permita la pandemia. Sin quererlo se ha convertido en una obra sobre la distancia y la ausencia de tacto del coronavirus.

Los bailarines buscan constantemente el pie de micro y lo mueven de un lado a otro como si fuera el cuarto personaje. Georgia, la chica agnóstica, dice: “Qué pasa si son demasiado viejos, o jóvenes, o cristianos, o musulmanes, o judíos, o ateos”. Es una reflexión sobre la figura del otro, del extranjero. "Todos hemos sido extranjeros alguna vez —explica Avatâra—. En la obra nada les va a ir bien porque están trasladando sus prejuicios a los otros. En el fondo es una reflexión sobre uno mismo".

El séptimo sentido

El local de ensayo es inmenso. Tiene un tejado a dos aguas con una compleja estructura de vigas metálicas de las que cuelgan unos arneses que utilizan otros usuarios para hacer prácticas aeróbicas. Tiene unos altos ventanales que cuando sale el sol proyectan temblorosos rectángulos de luz en el suelo que a veces atrapan a los bailarines y forman estratos luminosos como las capas de movimiento que Avatâra busca en sus bailarines. Avatâra es la coreógrafa de los brazos y de las manos. Sus piezas están repletas de detalles, de matices, de tonos, de significaciones.

Ahora se frota las manos entrelazándolas, girando las muñecas. Extiende el brazo derecho hacia atrás como buscando a alguien que no está. “Encontráis a alguien allí, pero no tenéis que mirar a esa persona —dice—, solo sentirla, saber que está allí”. Para Avatâra es tan importante esa persona invisible que está a su espalda como la que puede ver delante. “Tenéis que ser conscientes de vuestras manos y de vuestros brazos como si fueran olas”, les dice.

Su nueva coreografía está pensada para ser representada al aire libre en museos, galerías de arte y en cualquier edificio. Por esto Avatâra trabaja la tridimensionalidad. De repente empezarán a bailar en un lugar al azar y el público serán personas de paso. Algunas se pararán, otras se aburrirán, otras se entusiasmarán, otras cruzarán por el medio. Y los bailarines deberán ser capaces de reaccionar ante cualquier situación.

Este trabajo es radicalmente distinto a los anteriores. El año pasado realizó una residencia artística en el Teatro del Lago, en la Patagonia chilena, donde hizo dos producciones. Sunrise Mass, con una orquesta de setenta músicos, un coro de setenta personas y veinte bailarines. Y Puedes bailar, un programa de integración social a través de la danza con cuarenta y cinco bailarines en escena. Luego hizo Limbo con la coreógrafa china Zhibo Zhao donde trataba la cuestión de la inmigración. Ahora ha apostado por esta obra íntima para espacios exteriores.

“La tridimensionalidad se consigue desarrollando un sentido del espacio detrás de nuestra visión —dice—. Es desarrollar lo que yo llamo un séptimo sentido, que es esa capacidad de usar una visión periférica que va más allá de la frontalidad. Es percibir sin mirar. Y saber cuál es mi espacio de atrás sin tener necesidad de mirar”. Y explica que trabajan en forma de espiral a partir de la respiración. “Inspirar y mirar atrás, con el brazo. Tomar conciencia de la parte posterior”.

La otra

Avatâra nunca ha tenido miedo de sentirse la otra porque desde pequeña sus padres se la han llevado de viaje fuera de Europa y ser la extranjera se convirtió en normal. En el 2004, en un viaje por Mali a través del Sáhara con sus padres, tras varios días navegando por las dunas del desierto en jeeps, coincidieron con una pequeña tribu nómada acampada en tiendas y pararon allí.

“Ellos jamás habían visto a una persona blanca y salieron con sus vestimentas diarias y sofisticados peinados —cuenta Avatâra—. Fue un choque cultural, dramático, incómodo, fue un salto al colonialismo del siglo XIX”. Le ofreció un caramelo a un niño y el resto de críos se le echaron encima ante la mirada impasible de los jefes de la tribu. Poco a poco fueron empatizando los unos con los otros. Al final los jefes señalaron sus botellas de agua vacías. Para ellos era el objeto más valioso. Y se las entregaron.

Avatâra es la única hija de un ingeniero civil y de una enfermera. Sus padres tienen una filosofía de vida en la que no valoran las cosas materiales, sino las experiencias vitales. A los seis años fue a la jungla colombiana, donde estaba trabajando su padre. Su padre, Juan, pedía que lo destinaran solo a lugares donde fuera imprescindible su trabajo como la instalación de tendidos eléctricos en el desierto de Sonora, en México, o la construcción de escuelas en comunidades indígenas en el Amazonas. Además, es fotógrafo y su cámara le permite profundizar en sus proyectos.

Los dos son exploradores y forman un equipo. Su padre se encarga de la logística. Su madre, Encarnita, es la que cuida de todos, la que abre las puertas de la comunicación “porque es una persona muy cálida con un extraordinario lenguaje corporal y que no tiene miedo”. Se interesa por las prácticas tribales y por la medicina indígena. “A mis padres les interesa aprender de otras culturas donde la gente no tiene garantizada una casa o un hogar. Tenemos que aprender de su manera de sobrevivir, no tenerles miedo. Es una terapia de humildad”, dice.

Su gran pasión es el Sáhara. La primera vez que estuvo fue a los nueve años. “Es una experiencia que te cambia la vida. Es tan apabullante que te sobrepasa en todos los sentidos. Sientes toda esa humildad a nivel de naturaleza, qué inteligente es la naturaleza, el universo, somos una parte mínima de un universo que es más poderoso que nosotros. El desierto es un paisaje que no te fuerza a nada, está ahí y tú decides qué haces con él sabiendo que es muy tangible”.

El submarinismo es su otra gran pasión y el fondo del mar el otro paisaje que la ha marcado. “En el fondo del mar interactúas con un ambiente extraño y la única manera de sobrevivir es integrándote en ese contexto, el aprendizaje personal —dice—. Y la forma de integrarte es a través de la respiración. Tienes que controlar tu respiración, moverte lo justo y necesario. Te enfrentas a tus miedos, te superas a ti misma, pero sales energizada: Superar un miedo te hace fuerte”.

La música de los cuerpos

Con un ambiente así de extraño se enfrentan los tres embajadores de The Protocol para establecer contacto con los desconocidos visitantes. Avatâra no pierde de vista a los bailarines. La concentración es absoluta, como si estuviera en medio del desierto del Sáhara. No se oye nada más alrededor. Fuera, en la calle, están pintando un mural en la pared, pero ellos no oyen nada. Es como si estuvieran a cien kilómetros de distancia de todo. Y Avatâra quiere que sus bailarines alcancen este nivel de abstracción, de concentración, de tener conciencia de si mismos, de sentir su cuerpo.

Avatâra busca tres cosas en sus bailarines. Primero, que tengan una gran técnica y un perfecto conocimiento de su cuerpo. Segundo, que sean investigadores del movimiento. “Cuando uno se hace investigador se convierte en alguien que cuestiona, que tiene afán de buscar, que sabe que no tiene una solución pero busca distintas opciones y está abierto a interactuar de distintas maneras, y no tiene miedo a preguntar o a recibir respuestas”, explica Avatâra.

Y tercero, busca la musicalidad de los cuerpos, la música antes de la música. Dice que esto es muy difícil de encontrar en un bailarín. El sentido del ritmo. Sus coreografías están llenas de complejidades rítmicas. “No es tanto un, dos, tres, sino cómo juegas con las dinámicas, lento, rápido, acelerado. Ritmo y repetición”. Cuenta que es como estar en un laboratorio. Probar, probar, esperar, descartar.

Poco a poco los bailarines se van metiendo en la piel de sus personajes. Están ensayando una escena hablada. “Ya vienen”, dice Chloe entusiasmada. “¿Qué hacemos ahora?”, pregunta Georgia. “No, no vienen”, dice Jordan, el pesimista. Se mueven de forma fulminante y acrobática mientras se acercan y se alejan del micro. El ritmo narrativo y físico es frenético. Es la primera vez que Avatâra escribe un guion y que utiliza texto para una pieza suya. El dramaturgo y periodista madrileño Nacho Vleming es el dramatugo de coreografía.

El tumor

Fue su madre quien le preguntó a los siete años si quería bailar porque una amiga suya lo hacía. Ella dijo que sí sin saber lo que era. Hizo las pruebas en el Conservatorio de Palma de Mallorca y la aceptaron. Fue una casualidad que empezara a bailar. “Tenía dos mundos, la escuela y la danza, y cada uno me requería tanta concentración que me permitía olvidarme del otro”, cuenta.

Estuvo en el Conservatorio de Mallorca hasta los dieciocho años y logró el grado medio, que eran diez años y era lo máximo que se podía conseguir en aquella época. Siempre quiso ir a la universidad, así que se inscribió en Filología Hispánica y Lingüística en la Complutense de Madrid, una carrera de cinco años. Y a la vez entró en la escuela de ballet de Carmina Ocaña, especializada en danza clásica. “Carmina me cambió la vida porque me hizo descubrir una forma muy contemporánea dentro del clasicismo y porque llevó mi cuerpo al máximo sin lesiones y me hizo creer que querer es poder. Me hizo crecer como persona y como bailarina”, cuenta.

Sin embargo, a los veinte años recibió un revés cuando le detectaron un tumor en la tibia izquierda. Era una calcificación provocada por bailar en suelos de madera. Se lo extrajeron y tardó un año en recuperarse. “Entonces me di cuenta de que ya no podría ser bailarina de ballet profesional. El tumor me hizo reconocer quién era yo como bailarina y que la técnica clásica me exigía cosas que mi cuerpo no me podía dar”. Cambió de técnica. Se metió en tango argentino y danza contemporánea e improvisación. Siguió yendo a las clases de Carmina, aunque sin hacer puntas. Fue entonces cuando empezó a hacer submarinismo.

Avatâra sacó la mejor nota de su promoción de Lingüística y le ofrecieron hacer un doctorado. Pero ella lo desestimó y eligió la danza porque creía que la carrera de una bailarina era más corta. “Pensé que a los treinta y cinco años se iba a terminar, ¡pero aquí sigo!”, dice. Se marchó a Londres y se graduó en la London Contemporary Dance School y luego entró en el programa europeo D.A.N.C.E., dirigido por el prestigioso bailarín y docente canadiense Jason Beechey. Fue una de las veinticuatro bailarinas elegidas de un total de mil candidatos.

Pero un mes antes de empezar le comunicaron que su otra tibia, la derecha, estaba a punto de romperse por estrés por cinco puntos distintos y que, si no paraba, le tendrían que poner una tibia de metal. Se presentó ante Beechey y se lo contó. Sabedora de que había mil bailarinas en la lista de espera, sintió que el sueño se había acabado. Pero Beechey la sorprendió con una respuesta totalmente inesperada. “Pero tienes cerebro, ¿no?” —le dijo—. No poder bailar no implica no poder aprender. Puedes observar y analizar”.

La búsqueda de su propia voz

Beechey cumplió su palabra y Avatâra se pasó dos años en Bruselas, Marsella y Dresden observando, analizando y finalmente bailando. Durante todo este tiempo profundizó el trabajo de suelo. Todavía hoy sigue sentándose en el suelo para poder corregir mejor a sus bailarines. Fue un punto de inflexión a nivel profesional. La transformó porque pudo estar con cuatro de los mejores coreógrafos del mundo: William Forsythe, Wayne McGregor, Frédéric Flamand y Angelin Preljocaj.

“Aprendí a ver, a analizar, a componer, a tener un ojo analítico. Nunca antes pensé en ser coreógrafa. Yo tenía veintitrés y veinticuatro años. Forsythe me enseñó a leer la coreografía, me enseñó que cualquier objeto en escena es un personaje más [como el micro que se pasan uno a otro los bailarines en este local de Leamington Spa], a darle una personalidad escénica. Me hicieron ver lo difícil que es ser una artista y lo bello que es poder expresar tu voz. Hasta entonces no había trabajado la creatividad”.

Estrenó su primera coreografía ante los cuatro coreógrafos en 2008. Se llamaba 3-adic y era un trío para mujeres “Recibí una crítica muy dura, pero muy sincera. Y eso fue lo que me dio esa confianza en mi misma y pensé: “¡tengo potencial y quiero dedicar mi vida a esto!”. Allí aprendió a buscar su voz, a expresar sus aspiraciones y sus pasiones a través de la danza.

Lleva catorce años haciendo coreografías con su compañía independiente Ava Dance Company, creada en 2008. Ha ideado piezas sobre personajes míticos como Salomé, sobre la superpoblación, sobre arquitecturas colgantes, sobre la inmigración. Y ha conseguido financiar cada uno de sus proyectos durante todo este tiempo, uno a uno, año a año. Hasta llegar a The Protocol para el que ha conseguido financiación del Arts Council británico y también de la Embajada española en el Reino Unido, para la que ha realizado un cortometraje basado en la pieza.

Susurros

Jordan y Georgia giran agarrados del antebrazo y Chloe les espera. Espera a que Jordan termine de dar su medio giro y entre las dos chicas lo levantan y lo desplazan por el aire. Avatâra detiene la acción. “Chloe tan pronto Jordan dé el último giro, tienes que dar un paso hacia atrás para dejarle terminar el movimiento y le levantas por las piernas”, le dice.

El rol entre hombre y mujer no está definido en sus coreografías. “Por supuesto que nuestros cuerpos no son neutros —dice Avatâra—. Uno verá siempre a un hombre y a una mujer. Pero a mí eso no me interesa tanto. Lo que me interesa es la variedad de pensamiento, de formación física, la diversidad cultural y, a la hora del trabajo físico, todos van a hacer de todo. Si hay algo que el chico no puede hacer, si no puede levantar a la chica, pues es ella la que le levanta a él. Para mí son las necesidades coreográficas lo que me lleva a elegir el movimiento, no el hecho que sea un chico o una chica”.

Avatâra fomenta el empoderamiento de la mujer en sus obras. “He conocido mujeres por todo el mundo, ¡mujeres fascinantes de las que estoy enamoradísima!”, dice. En Dresden, Alemania, ha realizado un proyecto para refugiadas de diez nacionalidades, entre ellas sirias y libias. El grupo se llamó Hams, que significa "susurro" en árabe, porque “su voz nunca puede ser alta, tiene que estar siempre susurrando”. “A saber qué han tenido que pasar estas mujeres para salir de su país, caminando miles de kilómetros o en patera, qué abusos sexuales han sufrido, tengo una admiración total hacia ellas”. Acaba de crear una organización benéfica que se llama AWA Dance para empoderar a mujeres y a niñas y para darles esa capacidad para liderar a través de la danza.

Y recuerda la paradoja histórica del sector de la danza contemporánea que fue fue iniciado a finales del siglo XIX y principios del XX por mujeres coreógrafas como Mary Wigman en Alemania, Isadora Duncan en América y Europa y Marie Rambert en Reino Unido. “Ellas fueron iniciadoras de escuelas y compañías de baile y, al morir, los hombres tomaron el relevo y ahí siguen sin dar ese relevo a otras mujeres”.

“A las mujeres coreógrafas se las ha olvidado y las oportunidades que se nos dan no son comparables con las que reciben los hombres”, denuncia. Y habla de mujeres que han abierto caminos en la danza contemporánea en países donde no hay ningún tipo de ayuda gubernamental. Habla de Irène Tassembédo, en Burkina Faso, de Germaine Acogny, en Senegal, y de las mujeres inuits que encontró en Nunavut, en el Ártico canadiense. “Todas ellas unas feministas fuertes con unos valores extraordinarios —dice—. Están por todo el mundo. Estamos en cada esquina. Cuando tú le das la oportunidad a una mujer de expresar quien es sin constricciones ni restricciones, esa maravilla que somos surge. Demos voz a las mujeres y niñas. El mundo será un lugar mejor para todos”.