Desesperanza en el segundo aniversario de la tragedia del puerto de Beirut

  • Se cumplen dos años de la explosión que golpeó la capital del Líbano

  • Aunque dividida, una parte de la ciudadanía libanesa continúa exigiendo justicia para los 224 fallecidos y más de 7.000 heridos en la explosión de los silos del puerto

  • Beirut y el conjunto del Líbano atraviesan una dramática situación socioeconómica derivada de años de bloqueo político, mala gestión y corrupción y, como colofón, la explosión y la pandemia

Dos años después de la explosión del puerto de la capital libanesa, una de las mayores explosiones no nucleares de la historia de la humanidad, Beirut es una ciudad resignada, como a punto de tirar la toalla. Según los colectivos de víctimas, 224 personas perdieron la vida y 7.000 más resultaron heridas tras el estallido de más de 4.000 kilos de nitrato de amonio. La explosión afectó a más de 77.000 viviendas, dejó daños en torno 4.000 millones de euros y obligó a 300.000 personas a abandonar sus hogares.

A día de hoy la justicia libanesa sigue sin haber esclarecido la tragedia. Aunque un grupo persistente de ciudadanos, liderados por los colectivos de familiares de las víctimas, continúan exigiendo nuevas investigaciones, el grueso de la ciudadanía parece haber tirado la toalla. Recientemente, varias organizaciones no gubernamentales, además de los propios supervivientes de la tragedia, exigían al Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas la creación de una misión imparcial para seguir investigando –o empezar a hacerlo- la tragedia del puerto de Beirut. Con el mismo propósito los padres o familiares cercanos de diez bomberos voluntarios que murieron intentando apagar las llamas han dirigido una carta al secretario general de la ONU António Guterres.

El Líbano, aunque harto de violencia, es un país fragmentado, y las divisorias sectarias –con su traslación política- tienen su reflejo en todas las cuestiones de la gestión cotidiana, también en la investigación de la explosión. Este mismo viernes el líder de Hezbolá, Hassan Nasrallah, cargaba contra el juez que instruye el caso, el cristiano Tareq Bitar. Los detractores del partido-milicia chiita creen que el nitrato de amonio que causó la explosión se almacenaba en el puerto para ser enviado al régimen de Bachar el Assad en Siria. Nasrallah, entretanto, pide una “investigación imparcial, justa y transparente”.

Entre los vecinos, nadie confía ya en el Estado. “¿Responsables? Bienvenido al Líbano”, ríe el propietario de una pequeña papelería repleta de iconos cristianos, la fe y la identidad religiosa son el aparente único aliento de los vecinos de un lado y otro, en la zona de Mar Mikhael, al este de la mítica línea verde que dividió el oeste musulmán del este cristiano durante la guerra civil libanesa (1975-1990) y poco más de kilómetro y medio del lugar de la explosión.

 “Ese día mi esposa y yo volvimos a nacer”, explica Joseph Daccache, propietario de una pequeña cava en la calle Gouraud, no lejos de allí. El interior de la tienda –en lugar se encuentra a kilómetro y medio del lugar de la explosión- está decorado con fotografías del antes y el después del 4 de agosto de 2020. “Los balcones y el techo de la tienda se vinieron abajo, perdimos mercancías por valor de miles de euros, la tienda quedó prácticamente destruida, y los seguros no nos han cubierto nada porque la causa no se ha esclarecido. Hemos tenido que empezar de cero”, relata a NIUS Daccache.

A pesar de la sofisticación de la zona, llena de restaurantes de alta cocina y bares de copas, los estragos causados por la crisis –la acumulación de crisis, más bien- son más que visibles. Los restos de basura sin recoger avanzan y cada vez hay más edificios –viejos o modernos- dañados ya sea por la guerra civil o la explosión del puerto –o por las dos cosas a la vez- cuyas obras de recuperación, en el mejor de los casos, están detenidas. En el resto de casos, los inmuebles lucen abandonados.

Vecina de la zona entonces, hoy lejos de Beirut, la italiana Roberta Jumana evoca para NIUS aquellos momentos dramáticos: “Tuve suerte. No estaba en casa, sino en el domicilio del propietario de mi piso, a unos cinco kilómetros de la ciudad, en el municipio de Bsalim. Me había asomado a la terraza un momento para fumar y vi lo que me pareció en aquel momento el fin del mundo”.

“La primera explosión, una especie de fuegos artificiales, luego la segunda, la grande. Algunos cristales del piso se partieron. Creí que había sido una bomba nuclear guardada en alguna parte. Justo después llamé a mi madre por teléfono. Después me dirigí a Beirut para ayudar a mis amigos. Recuerdo cristales por todas partes, atascos, sangre, heridos y ambulancias… nada más…. Mi mente ha borrado muchas cosas”, relata a este medio la cooperante italiana, empleada en una organización no gubernamental.

Derrumbe de nuevos silos

En un doloroso recordatorio, cuatro cilindros pertenecientes a los silos que permanecían aún en pie en la zona siniestrada se hundieron a la misma hora en que los manifestantes se concentraban para pedir justicia por las víctimas en los alrededores del puerto de la capital libanesa y denunciar la inacción del Gobierno.

El derrumbe complica aún más las cosas: durante semanas los silos han ardido sin que las autoridades lo hayan impedido; para los activistas una muestra más de que el Estado quiere que los silos queden reducidos a escombros y así tener menos pruebas para proseguir las indagaciones. Hay aún beirutíes que siguen esperando poder recuperar restos de sus familiares para poder darles sepultura y homenaje.

Varias marchas llegadas de diferentes partes de la ciudad, principalmente de la corte criminal de Beirut, convergían, antes de dirigirse sus integrantes al Parlamento, ante los escombros y la nube de polvo levantada por el hundimiento de los últimos restos de los silos. Más bien de los penúltimos, porque las autoridades avisan de que pueden seguir cayendo más cilindros en la zona sur, la más próxima a la ciudad, sin que, según su criterio, haya riesgos para la salud de la ciudadanía. A las seis y ocho minutos de la tarde, ordenadamente y con puntualidad británica, la protesta, que reunió a varios miles de beirutíes, se disolvía. El lugar presenta hoy prácticamente el mismo aspecto desolador que el fatídico 4 de agosto de 2020.

A la espera de un rescate del FMI, incapaz la clase política de enderezar la inevitable decadencia de la ciudad y esta pequeña franja mediterránea donde otrora prosperaban las ciudades fenicias, los libaneses que no pueden escapar del país aguardan no se sabe qué. “No hay futuro en este país, amigo”, advierte Michel, taxista residente en Burj Hamud, distrito de mayoría armenia situado al este de la línea verde. Los carteles alusivos a la resiliencia de los habitantes de la ciudad –“Beirut, la ciudad que renace mil veces”- , rodeados de basura y oxidados, parecen ya sin razón de ser. Pese a todo, la vida sin futuro sigue en este viejo rincón del Mediterráneo.