Libia, una herida que no cicatriza

  • La actividad sin control de grupos armados, que se enfrentaron recientemente en las calles de Misurata y Trípoli, eleva el riesgo de una vuelta al conflicto bélico menos de dos años después del fin de la segunda guerra civil (2014-2020)

  • Con dos administraciones paralelas pugnando por el poder desde febrero, el proceso de transición política en el país norteafricano encalla. La celebración de elecciones presidenciales, previstas el pasado diciembre, sigue suspendida sine die.

La mejor de las noticias para Libia más de diez años después de la celebración de las prometedoras –e ingenuas- primeras elecciones tras el derrocamiento, con la ayuda decisiva de las fuerzas de la OTAN, del régimen autocrático de Muhammar Ghadafi (1969-2011) es que la profunda división interna –el país es un campo de batalla internacional- no haya estallado en un nuevo conflicto armado.

El acuerdo entre las partes alcanzado entre finales de 2020 y comienzos de 2021 –con el apoyo de Naciones Unidas- ponía fin a una guerra civil de siete años (2014-2021), la segunda en un lustro, y sentaba las bases de una administración de consenso para todo el territorio. Pero los hechos han demostrado que no ha sido así.

Libia es un país dividido por líneas tribales, sectarias, territoriales e ideológicas, y en el que siguen operando varias facciones armadas. El extenso Estado magrebí –tres veces el tamaño de España con menos de siete millones de habitantes- ha sido, como Siria, como otros países del Oriente Medio, un campo de batalla internacional. Hasta el acuerdo definitivamente sellado a comienzos de 2022, dos bandos habían combatido por el poder desde hacía siete años. Por un lado, el del Gobierno de Acuerdo Nacional del ex ministro gaddafista Fayez al Sarraj, sostenido militarmente por Qatar y Turquía, y apoyado por Naciones Unidas desde 2015. Por otro, el Ejército Nacional Libio del mariscal desertor Khalifa Haftar -apoyado por Rusia, Emiratos, Francia y Egipto-, hombre fuerte a día de hoy en el este del país.

Desde febrero de este año, Libia tiene a dos primeros ministros en pugna: uno, el empresario Abdul Hamid Dbeibah, nombrado en Ginebra por el Foro de Diálogo Político Libio –auspiciado por la ONU- como jefe del Gobierno interino hasta la celebración de elecciones presidenciales, previstas para el pasado mes de diciembre y suspendidas hasta hoy; otro, el ex ministro del Interior Fathi Bashagha en el Gobierno Sarraj –aunque hoy en el campo de Haftar-, elegido en febrero por el Parlamento libio. El Gobierno de Dbeibah tiene su sede en la capital, Trípoli, mientras que el Bashagha la tiene en la ciudad de Tobruk, en el este del país. El día en que Bashagha anunciaba su nombramiento como primer ministro, el 22 de febrero pasado, Dbeibah sobrevivía a un intento de asesinato en la capital libia. Con su intento de entrar en Trípoli en mayo, Bashagha desató un enfrentamiento entre facciones armadas que le obligaron a desistir.

La fractura amenaza no sólo el hasta hace unos meses prometedor proceso de transición política, sino que puede derivar en una vuelta a las andadas violentas. Así lo evidencian los recientes choques registrados en las ciudades de Misurata y Trípoli a finales de julio pasado entre partidarios de una y otra administración, que dejaron un balance de 17 muertos, una gran parte de ellos civiles.

Transición truncada

Fue en diciembre pasado, al suspenderse la celebración de las elecciones presidenciales, cuando quedó de manifiesto que el proceso estaba haciendo aguas. “El progreso logrado por Libia hacia la estabilidad en 2021 se ha evaporado del todo”, aseguraba en un reciente informe International Crisis Group. “La enemistad [entre los dos gobiernos] no ha supuesto una vuelta al conflicto abierto, ya que hasta ahora ambos campos y sus respectivos patrocinadores extranjeros (algunos de los cuales han recientemente logrado sus propias aproximaciones) tienen reticencias a seguir combatiendo. Pero la revivida disputa sobre quién dirige Libia está erosionando la estabilidad en muchos otros niveles”, explica la organización con sede en Bruselas. 

El gran fracaso del proceso, en la base del riesgo a una nueva escalada de violencia, ha sido lograr que los distintos grupos armados entregaran las armas para comenzar a instituir un ejército nacional y los mercenarios extranjeros –sirios, rusos, chadianos y sudaneses- se marcharan definitivamente de Libia. Los integrantes de los grupos armados que siguen operando en el país magrebí han conseguido integrarse en la estructura del Estado –cobrando sueldos de los ministerios del Interior o Defensa- en retorno por su apoyo durante toda una década a los distintos líderes políticos, explicaba recientemente un alto funcionario libio a Reuters.

El petróleo, en el centro del conflicto

A nadie se le escapa que gran parte del conflicto en Libia tiene que ver con el control del petróleo, un bien más que preciado en un contexto de alza de precios y riesgo de escasez. Los aliados del mariscal Haftar –entre ellos los mercenarios rusos del Grupo Wagner- han logrado durante meses interrumpir una parte importante de la producción petrolera en el este del país –al bloquear tanto centros de extracción como las terminales de exportación- con vistas a debilitar al Gobierno de Dbeibah. Como consecuencia, las exportaciones de petróleo libias se redujeron globalmente de 1,2 millones de barriles diarios a los 700.000-800.000 barriles, según datos de Financial Times.

Un problema que el primer ministro apoyado por Naciones Unidas puede haber superado de momento. El acuerdo alcanzado entre Dbeibah y Haftar, que sigue siendo hombre fuerte en el este del país y mantiene intactas sus ambiciones de poder, a mediados del pasado julio provocaba el relevo al frente de la Corporación Nacional del Petróleo. Farhat Bengdara, ex director del banco emiratí Almasraf, es el nuevo presidente de la petrolera estatal, quien ha llegado con una ambiciosa meta: 3 millones de barriles diarios. El desbloqueo permitía, según el propio gobierno Dbeibah, elevar la producción a finales del mes pasado a los 1,2 millones de barriles mensuales.

Consiguientemente, el acuerdo –que ha contado con la participación decisiva de Emiratos, que apoyó durante el conflicto armado a Haftar pero es cada vez más reticente- permitirá al mariscal hacerse con una parte del pastel. Libia posee las décimas reservas mundiales de este hidrocarburo, las mayores de África. El embajador de Estados Unidos en Libia advertía en Twitter de las consecuencias del nombramiento: “Seguimos con profunda preocupación lo que está ocurriendo con la Corporación Nacional del Petróleo, vital para la estabilidad y la prosperidad de Libia, la cual ha permanecido políticamente independiente y competente técnicamente (…) El relevo en la dirección puede ser contestado ante la justicia, pero no debe convertirse en objeto de un enfrentamiento armado”.

Con todo, el riesgo de que la actividad de las distintas milicias vuelva a afectar a la producción petrolera es una realidad. Para la UE, principal mercado del crudo libio, la inestabilidad en el país norteafricano no ayuda al objetivo de prescindir por completo del crudo ruso. Por otra parte, ese mismo escenario de inestabilidad ha allanado el camino a la actividad en el extenso territorio libio de diversas organizaciones armadas del Sahel, beneficiadas, a su vez, por la paulatina retirada de las fuerzas de la OTAN y la penetración de Moscú en la región. Con sus casi 2.000 kilómetros de costa, Libia es además uno de los puntos de partida de la emigración clandestina a Europa, al alza en el último año de un extremo a otro del Mediterráneo.

“No hay otra solución que la celebración de elecciones”, afirmaba este martes el primer ministro Dbeibah citado en la agencia estatal de noticias. A pesar de haber asegurado que sus ambiciones políticas terminaban con la celebración de elecciones, las ambiciones del empresario –de ideas islamistas y fuertes vínculos con la Turquía de Erdogan- es la de aferrarse al poder. No en vano, en diciembre, y a pesar de que la nueva legislación libia lo prohíbe, anunció su voluntad de presentarse a las eventuales elecciones presidenciales.  Para el experto del Atlantic Council Emaddin Badi, los Emiratos están “aproximando a los dos campos en litigio, de tal forma que [Libia] no sea una autocracia militar total, aunque sí una autocracia”. “Dbeibeh cuadra porque no es un demócrata, él tiene una visión transaccional y su objetivo es el de lograr acuerdos económicos que puedan beneficiar a los Emiratos”, aseveraba a Financial Times

Sólo la ingenuidad de la comunidad internacional –¿real u obligada ante las expectativas de la ciudadanía global?- dio pábulo a la esperanza de que tras décadas de férrea autocracia y otra década de una guerra protagonizada por actores internacionales y locales la democracia llegaría a este extenso y despoblado Estado norteafricano. Olvidada como otros conflictos en la región por la actualidad de la guerra en Ucrania y las tensiones en el Extremo Oriente, Libia requerirá de la atención y el compromiso de la comunidad internacional en los próximos meses si se pretende evitar que acabe confirmándose como un Estado fallido. Entretanto, la víctima es, como siempre, la población, que observa cómo su país se convirtió hace tiempo en el tapete de juego de unos poderes e intereses lejanos.