Venezuela no es país para estudiar bien (sin dinero)

  • La brecha entre centros privados y públicos se acentúa

  • El hambre impulsa el absentismo escolar

¿Cómo es la educación pública y la educación privada en Venezuela? ¿Los pobres tienen los mismos derechos que los ricos? El país ha pasado de conseguir reconocimientos en materia educativa por la UNESCO a dividir a la sociedad entre los que pueden o no pueden estudiar (bien) dependiendo de su poder adquisitivo.

Yasemín, 44 años, prejubilada del estado venezolano, se lamenta. “Ayer, mis dos nietos no fueron al colegio”. Tienen 7 y 5 años. “Sencillamente no tenemos comida para mandarles a la escuela. Por la mañana no desayunaron porque no teníamos harina ni para hacerles unas arepitas. A veces tenemos suerte y los vecinos nos prestan algo o conseguimos que las tiendas de la zona nos fíen hasta que cobramos”.

Su historia no es excepcional. Es lo normal entre una clase media popular venida a menos en Venezuela con la crisis. Yasemín vive con su madre, Iris, 71 años; con otra hermana, con sus nietos y con tres niños que le dejó a cargo su vecina para emigrar a Colombia. Sus hijos, veinteañeros, también emigraron en el éxodo venezolano. Uno está en Ecuador “vendiendo chucherías”. “La chica está en Bogotá y nos manda lo que puede para mantenernos. De eso vivimos. De las remesas”, explica.

Yasemín e Iris están cociendo arroz en la cocina para el almuerzo. Es arroz de la bolsa de comida subsidiada que el gobierno de Nicolás Maduro entrega a más de 6 millones de venezolanos una vez al mes. “Está picado, mira”. Dice Iris. “Es el arroz que comen los perros”. En la caja vienen otras cosas: un par de bolsas de pasta, medio kilo de lentejas, una botella de aceite, leche en polvo y dependiendo del mes, si hay suerte, una lata de atún. La mahonesa y el kétchup hace tiempo que dejaron de incluirse.

Los niños de Yasemín no van a la escuela pública de su barrio de El Cafetal, en el Junquito, a pocos minutos de Caracas, porque no hay comida en su casa para prepararles el desayuno o el almuerzo que deben llevar al centro. Tampoco han podido comprar el uniforme de este año, ni las cosas necesarias para estudiar: los libros, los cuadernos, las plantillas de trabajo, los lapiceros…

“O compramos la comida o compramos los útiles de la escuela”, dice Iris. “El colegio también nos pide que llevemos productos de limpieza, papel toilette… Son cosas que no tenemos en la casa y quieren que las llevemos a la escuela”, se queja.

O compramos la comida o compramos los útiles de escuela

Iris es enferma de diabetes y está operada del corazón. Debe tomar diez pastillas al día. Toma las que puede. Su estado de salud, como la educación de sus (bis)nietos, ha pasado a un segundo plano en un país donde estudiar se ha convertido en un privilegio para la mayoría. La educación pública venezolana, que fue motivo de elogios internacionales hace no tantos años, está sufriendo uno de los peores momentos de su historia.

El absentismo, tanto por parte del profesorado como por parte de los alumnos, supera el 60% y durante el curso escolar 2018-2019 apenas se cumplió con un 40% del calendario escolar según denuncia el sindicato de la Federación Venezolana de Maestros. La situación de crisis que vive el país ha provocado el abandono gubernamental de los centros escolares públicos, la migración de los docentes a otros países en busca de una mejor calidad de vida y el abandono escolar de los niños y adolescentes, más preocupados por el próximo bocado que podrán echarse a la boca que por las tablas de multiplicar o dividir.

Katiuska Russo es profesora del Liceo Augusto Pisuñer del pueblo del Junquito y presidenta del sindicato. Está preocupada por el mal estado del centro. Las paredes se caen, están ennegrecidas, llenas de moho, la humedad cala en los huesos fríos y los baños que continúan abiertos (hay varios baños cerrados en el centro por la falta de higiene), no tienen agua ni condiciones de salubridad adecuadas para una institución donde imparten clases niños de esa edad. Este instituto de secundaria es uno de los 543 centros educativos que hay en Caracas. La Federación de Maestros denuncia que el 90% está en mal estado.

“Esto es una violación de derechos humanos”, asegura Katiuska. “Este liceo era un ejemplo hace años y un orgullo del sistema público de educación”. En sus buenos momentos, contaba con más de 1.000 alumnos. Ahora, con suerte, apenas llega a 700. El plantel de los profesores también se ha reducido a la mitad, de 80 hemos pasado a menos de 40”.

Los docentes cobran el salario mínimo mensual, unos diez euros al cambio. No alcanza para nada y en Venezuela están en pie de guerra desde hace meses organizando paros a nivel nacional y protestas en la calle. El Gobierno no les hace caso. No hay soluciones a la vista ni conversaciones pendientes que puedan hacer pensar que hay una esperanza a esta crisis. La situación de abandono de las escuelas públicas del país está llevándose por delante la educación y el futuro de una generación al completo, y los maestros temen que sea irreversible.

“Los alumnos no salen preparados para la universidad. El nivel ha caído en un 80%”, asegura Katiuska. “Pero es que el hambre no perdona. ¿Cómo van a rendir en estas condiciones? Mira la cantidad de aulas que tenemos cerradas porque cada vez tenemos menos alumnos. No sé dónde están”.

A los docentes venezolanos no les queda otro remedio que hacer lo que en el país caribeño se conoce como “matar tigres”. Es decir, buscar otros empleos fuera del suyo; fuera del colegio. Dar clase se ha convertido casi en un voluntariado, y cuando salen de las aulas, que cada vez están dejando más abandonadas por una cuestión de supervivencia, se dedican a lo que sea: venden repostería, café o utilizan el coche personal (el que todavía puede mantenerlo) para hacer carreras particulares como taxi.

La burbuja de la educación privada

La otra cara de la moneda es la educación privada del país, que se mantiene a base de dólares. Las familias acomodadas de Venezuela, que son una minoría, pueden permitirse mandar a sus hijos a colegios privados ubicados en las mejores zonas de la capital, y a cambio de una mensualidad que oscila entre los 100 y los 500 dólares, se permiten vivir en una burbuja.

Jorbelys es comunicadora social pero no ejerce. Vive con su marido, Martín, y sus tres hijos pequeños en La Lagunita, una de las zonas más adineradas de Caracas. Se levanta cada día a las 5:30 de la mañana para preparar el desayuno a sus hijos: arepas con queso, jamón, mantequilla, jugo natural… No falta de nada en los tupper con dibujos de los últimos héroes Disney que los tres preescolares, todavía somnolientos, cargan en sus mochilas al kínder en el que estudian.

El colegio de los niños de Jorbelys es un centro con solera. Tiene el mismo nombre que la zona: “La Lagunita”, y tiene más de veinte años funcionando. Sus niveles de aprendizaje son excelentes según la media del país. El centro infantil lo fundaron tres vecinas de la zona que además son amigas y tienen experiencia en la materia. Hoy en día es uno de los más demandados por las familias pudientes de esta parte de la ciudad, aunque “La Lagunita” también resiente la crisis. Han pasado de tener una matrícula completa de 170 niños a no llegar a los 100 en este curso 2019-2020. Los ricos también emigran.

Jorbelys asegura que, si no pudiese llevar a sus hijos a este colegio y no tuviese dinero para darles una educación privada y de calidad, no sabe qué haría. “Creo que les educaría en casa, por Internet, tratando de buscar alternativas. Pero no me gustaría que estuviesen en esos ambientes (en la escuela pública) donde se han perdido los valores, la educación… Su futuro es lo más importante para mí”.

En “La Lagunita” la jornada comienza temprano: a las 7:30 am. Y hay clases ininterrumpidas hasta las 5 de la tarde. Los niños tienen clases de informática desde los 2 años, inglés, educación física y las materias habituales. En el kínder hacen fiestas temáticas cuando lo amerita, como en Halloween o Navidad; y hay disfraces, llevan chucherías, algodón de azúcar y hasta montan un castillo hinchable en el jardín. Parece ciencia ficción si se compara con la Caracas que no puede comer más de una vez al día.

La brecha entre ricos y pobres es cada vez más grande en la misma Venezuela que la UNESCO reconoció como territorio libre de analfabetismo en 2005 o que ocupó el quinto lugar del mundo y el segundo de América Latina en mayor número de personas matriculadas en la Universidad. Hoy, la situación es completamente distinta y la historia reciente se está escribiendo a marchas forzadas en libros de texto que nadie quiere protagonizar. Están quedándose en blanco, de hecho, y urge recuperar los cerebros migrantes de hambre para su reconstrucción.