Sombras y luces en la historia de “nuestra droga favorita”: el café

  • El historiador Augustine Sedgewick explica a NIUS cómo el café se ha convertido en esa sustancia que tiene enganchado al planeta y sin la cual muchos no pueden ni siquiera empezar el día, especialmente en tiempos de confinamiento.

La COVID-19 ha obligado a tomar medidas nunca vistas a escala global. Distanciamiento social, confinamiento o reparto en franjas horarias del uso de la vía pública son algunas de ellas.

Para aguantar en estos días atípicos, uno de los consejos que más se da es el de respetar rituales diarios. Puede ser arreglarse como si uno fuera ir a la oficina aunque se esté trabajando desde casa o respetar un horario fijo de actividades. Para muchos, uno de esos rituales es tomar café. Poner una cafetera nada más despertarse es clave en el día a día de un número ingente de personas.

El café se ha convertido en una bebida tan extendida que, según las cuentas del historiador estadounidense Augustine Sedgewick, es algo “ubicuo”. “El 90% de la gente está tomando café regularmente para enfrentarse a su día a día”, dice Sedgewick a NIUS.

Sedgewick, profesor de la Universidad de Nueva York, sabe bien que el café no se convirtió de la noche a la mañana en un producto de la cultura popular. La historia del éxito del café fue un proceso histórico largo y asociado, entre otras cosas, a la caída del Imperio español, la revolución industrial y la cultura de masas.

Su libro Coffeeland: One man's Dark Empire and the Making of Our Favorit Drug (Ed. Penguin, 2020) o “El país del café: el oscuro imperio de un hombre y la creación de nuestra droga favorita” explica la historia del éxito de esa sustancia convertida en esencial para muchos. La instauración del café en el día a día de buena parte de la población mundial ha sido un proceso largo, con momentos clave en el siglo pasado y oscuras fases marcadas por la injusticia y la violencia.

El café ya era un bien comercializable desde el siglo XV. Pronto empezó a cruzar fronteras. Pero durante largo tiempo fue un producto para una minoría. “En los siglos XVI y XVII el comercio de café existía, pero era un producto para la élite. Estaba disponible sólo para unos pocos. Era caro y sólo lo consumía una élite intelectual en grandes ciudades cosmopolitas, como Londres o París”, explica Sedgewick a NIUS.

El siglo XIX lo cambió todo. “Cuando las naciones latinoamericanas se independizaron de España, comenzaron a buscar el modo de explotar productos con los que comerciar y construir sociedades prósperas. Para una buena quincena de países latinoamericanos el café se convirtió en el principal producto de explotación”, comenta Sedgewick aludiendo, entre otras cosas, a las guerras de independencia hispanoamericanas.

Su libro está centrado en el caso de El Salvador, porque la pequeña nación centroamericana llevó al extremo esa lógica de las naciones recién independizadas de España. “Brasil fue el país que más uso hizo del café, pero El Salvador fue el lugar donde la explotación del café se hizo más intensiva”, apunta Sedgewick. “A finales del siglo XIX, El Salvador se convirtió en la economía del café más intensiva del mundo. Puede que fuera la economía más intensiva de los monocultivos de la historia moderna”, subraya.

Un proceso económico con nombres y apellidos

Sedgewick pone nombre y apellidos a ese proceso ocurrido en El Salvador. Son los de James Hill, británico llegado en 1889 con 18 años a suelo salvadoreño para buscarse la vida. Hill supo aprovechar la oportunidad económica que le brindó el joven país centroamericano. “Hill llegó en un momento en el que la política del país estaba apostando por la producción de café, lanzando un proceso de privatización de tierras que hizo posible la puesta en marcha de plantaciones”, cuenta Sedgewick.

Hill aprovechó la oportunidad. Tanto es así que llegó a apodarse a sí mismo como “el rey del café de El Salvador”. Era un “título merecido”, según Sedgewick, en vista de que, en el momento de su muerte, en 1951, “Hill poseía un archipiélago de dieciocho plantaciones”. Empleaba a unas 5.000 personas. Producía 2.000 toneladas de café para la exportación. Los beneficios de su negocio se contaban por cientos de miles de dólares.

Sedgewick ve en Hill al hombre que logró importar los principios industriales de los talleres de su ciudad, Manchester, al negocio del café en El Salvador. “En realidad, Hill industrializó la producción de café de El Salvador. Instauró el principio básico del capitalismo de Manchester. A saber, ese principio según el cual si quieres comer, tienes que trabajar. Este principio no regía El Salvador cuando Hill llegó”, cuenta Sedgewick.

Se deduce de sus palabras que entregar el país al monocultivo y a los señores del café sirvió para empobrecer a buena parte de la población y hacerla dependiente del trabajo en las plantaciones del café. “El café generó enormes beneficios para quienes tenían plantaciones y tierra para el café. Pero también generó mucha pobreza para los que no tenían tierras”, según Sedgewick.

Matanzas en la historia del café

La simbiosis de figuras industriales del café como Hill con la política salvadoreña fue crucial en la marcha del país antes y después de la instauración de las dictaduras militares que dominaron la pequeña nación latinoamericana durante casi medio siglo desde 1931. Las dictaduras implicaron, entre otras cosas, represiones como la de la rebelión del líder comunista Agustín Farabundo Martí. Como “La Matanza” ha quedado en la memoria colectiva la ejecución de 10.000 participantes en esa tentativa revolucionaria.

Poco antes de que corriera la sangre en El Salvador, la industria mundial del café ya se había lanzado a la conquista del mundo. La globalización del café tomó su exitosa deriva gracias a los estudios sobre la cafeína de principios del siglo pasado, según Sedgewick.

“Es en los años veinte cuando los productores brasileños y tostadores de café estadounidenses se unieron para financiar estudios sobre los efectos del café en el cuerpo humano”, cuenta Sedgewick. “Los estudios del café permitieron desarrollar esa idea de que el café es un producto-milagro, mejor que la comida, porque es una fuente de energía rápida que no hace ganar calorías”, añade.

Clave en que el café se convirtiera en cultura popular global fue, según este historiador, que en Estados Unidos la justicia resolviera en los años cincuenta un enconado conflicto laboral considerando que “el café beneficiaba a los empresarios tanto o más que a los empleados cuando éstos hacían una pausa para tomar café”.

Aquello dio alas a las campañas de marketing para instaurar el café como parte de la vida laboral de los ciudadanos. “Fue el momento en que se empezó a promover la idea de la pausa para el café de modo específico. Fue cuando la industria del café acuñó los términos 'pausa para el café' para desarrollar campañas y llevar el tema a la opinión pública”, sostiene Sedgewick.

Muy poco separa a ese momento decisivo de ver el café como un producto esencial en el día a día de medio mundo y como una bebida omnipresente, sobre todo estos días en los que las autoridades, según el país, imponen o aconsejan vivir recluidos en casa frente a la COVID-19.

“Incluso en un país con una política tan polarizada como es Estados Unidos, todo el mundo está de acuerdo, y eso se ve en los medios, en lo importante que es el café ahora mismo. Todos los días leo algo en prensa donde se menciona el café como un ritual, o como un elemento que contribuye a pensar, algo en lo que la gente se apoya ahora, porque aporta confort, porque estructura el día o porque da solidez al día cuando nada parece sólido a nuestro alrededor”, constata Sedgewick.

Sin embargo, él plantea pensar la importancia del café de otro modo. Porque el café viene, en general, de países donde la lucha contra la pandemia nada tendrá que ver con el distanciamiento social.

La pandemia en los países del café

“El café viene de países donde la gente no será capaz de sobrevivir sin trabajar. Ésta es la ley que no está escrita en los países en los que crece el café”, plantea el historiador. “El distanciamiento físico y otras soluciones no van a existir en El Salvador. Sólo habrá un hecho duro: si quieres comer y sobrevivir tendrás que trabajar. Será un desastre”, abunda.

De ahí que él lance la siguiente idea: ¿Y si en vez de dar importancia al café, se la damos a la gente que hace posible que podamos tomar ese café?

“Ya tenemos algo como la huella de carbono en los productos, un indicador ambiental que ha hecho posible que gente cambie su modo de vida para reducir su huella de carbono cuando consume”, sostiene Sedgewick. “Pero no tenemos una idea análoga para las relaciones sociales, algo que mida el impacto de nuestro comportamiento sobre otras personas y otras sociedades. Si lo tuviéramos, podríamos entender mejor el mundo, y la política podría ser mucho más humana”, plantea el historiador.

Sellos en los productos que garantizan que proceden de “comercio justo” son, para él, “un primer paso en esa dirección”. “Pero si escuchas a los trabajadores del café, ellos te dicen que eso no es suficiente”, según Sedgewick. “Si vamos a desarrollar una política global que reconozca la interdependencia y que valore la interconexión entre la gente, la primera cosa que tenemos que hacer es escuchar”, agrega.

Por el tiempo que acarrea en el mundo desarrollado estar en casa, la COVID-19 constituye una oportunidad para pensar también en este tipo de iniciativas. Es muy probable que llevarlas a buen puerto empiece por tomar una buena taza de café.