Taberna de Pepe Solla: la memoria en los vinilos y el buen vino en la copa
La Taberna de Pepe Solla es un espacio dentro de su propio restaurante donde ofrece una experiencia totalmente distinta
Desde 1911, el restaurante que promete ver el mar
Algunos sitios no se pisan: se atraviesan como la poesía, se paladean como un sorbo lento de un vino bien servido. La taberna de Pepe Solla no es solo una barra, ni solo una cocina: es un capítulo aparte en la novela inacabada de los lugares con alma. Allí no se va a comer, ni siquiera a cenar. Se va, como escribiría Valle-Inclán en una de sus madrugadas de verbo y absenta, a vivir la taberna, con todo el peso del verbo vivir.
En pleno Poio, desde donde la Ría de Pontevedra se toma su tiempo para nacer y las palabras suenan aún a verdad, Pepe Solla ha montado un espacio dentro de su propio restaurante, que huele a casa vieja, pero con el refinamiento de quien sabe que la nostalgia bien contada es también vanguardia. El plato fuerte no está solo en el menú y en su impresionante bodega: está incrustado en la cocina, literalmente. Un tocadiscos integrado en el mobiliario, de donde surgen joyas en vinilo que flotan sobre los platos como mariposas que acuden a una sopa caliente. Pop y rock con alma, canciones que han esperado décadas por este momento. Música cocinada a fuego lento.
Aquí los vinos se sirven con el respeto que merece lo divino. Como lo quieren Pepe y Gabriel Vázquez (el sumiller): espumosos, blancos y tintos que evocan paisajes floridos, que huelen a tierra mojada y suenan a mares batidos. Y siempre hay alguien que recomienda el siguiente trago como si fuera un consejo de vida. Porque en esta taberna, beber bien es un acto de amor propio. Como dejó caer alguna vez Rafa Cabeleira, “uno es lo que bebe si sabe por qué lo bebe”. Y aquí se sabe.
Los platos —ay, los platos— parecen escritos a mano por Manuel Jabois después de un viaje a través de los fogones del alma. El bonito con gazpachuelo abrió la función como un susurro salino y cálido, marino y acogedor. La caballa en escabeche, brillante, firme, punzante en el justo punto, hablaba de las abuelas y de sus técnicas ancestrales. Las cocochas en pil pil, tersas, untuosas, casi pecaminosas, se deshacían entre yemas de los dedos y labios asombrados; un sabor que nos llevaba directamente a un puerto.
Las albóndigas de ternera, tiernas como un cuento, venían con un picante que no hería, sino que acariciaba. La empanada de xoubas, pura Galicia al desnudo, un recuerdo casero inesperado que tenía el crujir exacto y el alma aceitosa de lo auténtico. Luego, una selección de quesos gallegos que merecía himno propio, y un flan con nata que fue, sin exagerar, como volver a la infancia por la vía del caramelo lento y el suspiro.
Todo esto servido en una barra muy acogedora, de diseño cálido y maderas amables. Con chimenea encendida para ir calentando platos. Aroma puro de taberna, de esos confesionarios laicos donde los pecados se lavan con vinos y las penas se cuentan entre plato y plato. Julio Camba diría que esta es “una patria portátil para el buen gastrónomo”. Y no se equivocaría. Rodrigo Cota, tan amante de las barras como de las palabras, encontraría aquí el sitio ideal para ejercer su literatura con una copa en la mano y una sonrisa en la comisura del hambre. Y si alguien escucha al fondo un eco británico, una frase certera sobre el alma de un salpicón o el carácter diplomático de un champán, será que Ignacio Peyró ha pasado por aquí, aunque solo sea con la elegancia de una cita no dicha.
¡Y qué vinos bebimos! Primero, La Guimardière 2022 de Abel Benmaamar, ese alquimista sereno del Loira, que escribe paisajes desde esta parcela de Anjou, que embotella silencio, piedra y flor blanca en cada sorbo de Chenin. Pura tensión elegante. Un vino que no levanta la voz, acaricia el paladar como un texto leído en voz baja. Después, la Barbera d’Alba 2023 de Philine Isabelle, esa joven alemana que cultiva viñas en Monforte d’Alba como si bordara seda sobre tierra brava. Un tinto jugoso, vibrante, con nervio y alma campesina, que llena la boca de cerezas y ciruelas maduras y de la mineralidad precisa. Dos vinos distintos, pero hermanados por una misma fe en el detalle, en lo pequeño, en lo verdadero.
En la taberna de Pepe Solla todo está pensado para durar más que el instante. Se escuchan vinilos y conversaciones, se comen platos con señas de identidad y se beben vinos que no necesitan explicación. Aquí, el espacio no es un lugar: es una forma de estar en el mundo.
Al marcharnos, bajo la brisa templada de la noche de julio, pensé en aquella Taberna de Okinawa de Hisashi Kashiwai, donde también la cocina se convierte en partitura y los fogones afinan con espíritu libre. Lo que allí se busca con cuchillo y especias, aquí se explora con vinilos, tragos y bocados. Dos lenguajes distintos, pero un mismo deseo: hacer del plato una melodía, del vino un compás y del recuerdo una canción que se repite sin cansancio.