El Colegio
La foto que acompaña a esta entrada corresponde a la capilla principal del lugar en el que estudié. Era la estancia más bonita del edifico. Ese es el motivo de que la muestre.
¡Qué 14 años más felices! Aprendí muchísimo. El colegio me enseñó que el mundo no se reduce a las cuatro paredes de mi casa, sino que existen otros seres humanos con los que creas distintas relaciones. Me enseñó lo que significa la amistad, la frustración, el esfuerzo, el trabajo,... Me enseñó a callar, a ceder, a ayudar al otro. Me enseñó que yo no era nadie especial, sino que formaba parte de un colectivo de 900 niñas de distintas edades que vestíamos todas de la misma manera.
Me enseño a andar por mí misma, a ser independiente y a asumir los fracasos; de la misma manera que me enseñó a conocer el triunfo y la satisfacción del deber cumplido.
Siempre he sido muy curiosa. Me gusta aprender, lo que sea, pero aprender, conocer. Quizás por ello fui tan feliz en aquella época. En esos años no sólo me informé, sino que me formé como persona y guardo un gran recuerdo de todas aquellas personas que hicieron posible esta labor.
El colegio al que asistí se llama Jesús María y se encuentra en el paseo de San Gervasio, en Barcelona. Estaba muy cerca de mi casa, lo que era una gran ventaja. Lo recomendó la “Madre” Mercedes, prima de mi madre, perteneciente a esta comunidad y destinada en Roma.
La congregación de Jesús María fue fundada por una muchachita francesa llamada Claudine Thèvenet hace ahora 150 años. En una ocasión (no recuerdo el motivo) fuimos algunas representantes de cada colegio (los hay por todo el mundo) a Lyon, su ciudad natal, donde se le hizo un homenaje precioso en la catedral de dicha ciudad y todos juntos cantamos el himno de Jesús María (en francés, claro).Fue emocionante ver a niñas de todos los países y todas las razas cantando al unísono, cada cual a su manera, cada quien con su pronunciación particular,... Pero todos unidos. Hermoso, en una palabra.
Los primeros recuerdos de Jesús María datan de parvulitos. Fue la primera vez que me evaluaban. ¡Qué duro y qué frustrante! Nos ponían unas condecoraciones cada semana dependiendo del trabajo que hacíamos. La escala iba de 0 estrellas a 5. Yo jamás pasé de las 3. Además, por comportamiento, te ponían una banda. A quienes mejor comportamiento habían tenido les ponían una banda verde (alguna vez me la pusieron) y a la mejor, una rosa (esa no la conseguí jamás).
Los enormes jardines de “mi cole” estaban divididos por zonas. En los años de parvulario sólo podíamos jugar en un lugar vallado lleno de arena, para hacer “cocinitas” con arena y agua de las fuentes que estaban por todas partes. ¡Qué divertido, nos poníamos perdidas! Recuerdo que jugábamos con las hormigas y preparábamos sopas de arena con hojas y hormigas... también teníamos a nuestra disposición columpios, toboganes y todos esos cachivaches que a los pequeños tanto gusta.
Al crecer no nos permitían entrar a jugar con las párvulas ni utilizar sus instalaciones, pero nuestro radio de acción era mayor. En esa época jugábamos a princesas y príncipes, a papás y mamás (todo niñas, claro), a profesoras y alumnas,... Era la época de la ensoñación, de la fantasía,...
Luego, ampliando horizontes (lo que las monjas nos permitían), decubrimos “la cabañita” y “la gruta”. En esa época jugabamos a explorar y, siempre que podíamos nos escabullíamos de las monitoras que nos vigilaban y llegamos a descubrir un pasadizo que, al parecer, llevaba desde el colegio hasta... Estaba tapiado a unos 10 metros de la entrada. Decían las “mayores” que conducía al Tibidabo, otras que al colegio de la Salle, otras que era un pasadizo construído en la guerra civil,... La verdad es que nunca supimos nada, pero las historias que imaginamos y vivimos fueron inolvidables. Recuerdo que fue entonces también cuando descubrimos los huertos. Nuestra mayor aventura era ir a robar tomates y zanahorias. ¡Qué hambre tan canina teníamos y qué exquisitez de verduras! Como si de una guerrilla se tratara, organizadas cual ejército, a escondidas del jardinero y de las monjas, penetrábamos en los huertos y, una vez arrancados de la mata los tomates, o de la tierra las tiernas zanahorias, corríamos a la fuente más próxima, lavábamos las verduras y nos las comíamos con tal ansia que pareciera que llevábamos una semana en ayunas. Nunca podré olvidas aquellos exquisitos sabores; y ahora me pregunto si de verdad eran tan exquisitos o los que les daba ese "bouquet" tan especial era el riesgo que corríamos para hacernos con ellos.
Más tarde era la época del deporte. Había canchas de mini-básquet, de baloncesto, de balonmano, de voley y de tenis. Yo era malísima, tanto para el deporte como para la gimnasia. Sólo se me daban bien la natación y la danza. Así es que, mis amigas y yo, siempre que podíamos, intentábamos escabullirnos y seguir explorando. Fue entonces cuando encontramos “el laguito”. Era un pequeño lago artificial con nenúfares y peces de colores. Se hallaba en un recinto muy cuidado al que se accedía subiendo dos escalones. A ambos lados unos bancos de piedra y enfrente una estatua con una inscripción. Siento no recordar el nombre, pero sí el texto: In memoriam de .... alumna de Jesús María a quien el Señor acogió en su seno el ..... Parece ser que murió en un accidente al salir del colegio. En este lugar representábamos obras de teatro. Nosotras escribíamos los guiones, las interpretábamos, las dirigíamos,... ¡Me encantaba el teatro!
Los últimos años de colegio me volví una empollona. Todavía no sé el motivo ya que hasta entonces había sido una alumna mediocre. Aunque creo que buen parte de culpa la tuvo María del Vilar, mi profesora particular entonces y gran amiga en la actualidad, que me enseñó a estudiar y a amar los libros. En aquellos momentos, las mayores teníamos acceso libre para movernos por los inmensos jardines de este maravilloso lugar. Recuerdo que mi amiga Pilar y yo solíamos encaramarnos a una higuera cercana a la cancha de voley y, mientras repasábamos las lecciones comíamos higos hasta reventar. No entiendo como estábamos tan delgadas... Imagino que estaríamos dando el estirón.
Los mejores recuerdos de mi etapa escolar, no obstante, fueron aquellos momentos en los que verdaderamente podía hacer lo que me gustaba. Como he dicho se me daba bien la danza y en primaria nos enseñaron algo de ballet. Las profesoras hablaron con mis padres para que pudiera recibir clases extra-escolares, pero a ellos no les pareció bien... Ocurrió lo mismo con el piano, pero su respuesta fue la misma. Su máximo afán era que al terminar las clases estuviéramos todas las hermanas en casa.
Sin embargo pude participar en el coro. Ensayábamos en las horas de recreo en el salón de actos y actuábamos en la misa, en las comuniones de alumnas y, como no, en el escenario, delante de alumnas, monjas, profesoras y padres. Me entusiasma la música y aquellos ratos eran relajantes y positivos. Cantamos desde canciones de todas las partes de España a "grandes piezas". Me gustaban especialmente “Kaixo polita” una preciosa melodía vasca y “La barraqueta”, una alegre melodía valenciana. Y sardanas, muchas sardanas (La Maria de les trenes, L’Empordá,...). Llegamos a grabar un disco en el que se nos oía intentando no asesinar demasiado el Aleluya, el Danubio azul, la Canción de cuna de Brahms, el Himno a la alegría,... Nos llamábamos Orfeón Stella Maris y aquel LP, que sepamos, sólo lo adquirieron nuestras familias. Yo lo guardo en casa como un tesoro.
Mi otra pasión era el teatro. Representábamos muchas obras, desde cuentos infantiles como Pinocho, Pluf el fantasmita o Qué encanto de chiquilla, hasta costumbristas, especialmente de los Hnos. Quintero, como El genio de ella.
Recuerdo dos anécdotas de aquella época que me hacen sonreír cada vez que las evoco: En una función, yo representaba a la madre de familia y, cuando me dí cuenta, mi vestido estaba confeccionado con la misma tela que tapizaba las sillas. Vamos, que me sentaba y me mimetizada con el decorado.
Siempre había representado papeles femeninos pero en la mencionada obra de “los Quintero”, pasé a ser un hombre de campo, rudo y divertido. Era el personaje cómico de la obra y al interpretar a este Lucio Fernández Pera, me di cuenta de que si quieres, puedes. La obra fue un éxito y mi personaje secundario, el que más aplausos se llevó.
Pero en el colegio nos quisieron mostrar que el mundo no era lo que nosotras conocíamos y, durante unos años, los sábados por la mañana acudíamos al Cotolengo. Aquello era una especie de hospital, o casa, o refugio, situado a las afueras de la ciudad, en una colina, en el que residían personas con graves dolencias psíquicas o deformaciones físicas. Eran personas abandonadas por sus familias. Nosotras nos dedicábamos a darles de comer, a leerles libros, a hablar con ellos,... A veces ayudábamos a doblar sábanas. Las primeras visitas fueron terribles. Aquello parecía la cámara de los horrores. Fue muy duro darse cuenta de lo que es la miseria, el abandono y la enfermedad. ¡Qué lejos quedaban esos conceptos de nuestras mentes! Pero ver y vivir esa “otra realidad” nos hizo caer de nuestra nube, agradecer lo que teníamos y preocuparnos más por los demás. Esta experiencia me sirvió para afrontar mi vida posterior...
Sí, en el colegio me informé, pero sobre todo me formé.
Carla.-
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