¡Arrrranca La Ceiba Express! (1ª parte)

telecinco.es 23/06/2011 21:27

La frase que titula esta entrada doble debe leerse de la forma en que Raquel Sánchez Silva la pronunciaba al inicio de cada edición de Pekín Express (sin duda uno de los mejores programas de la televisión: sí, lo acepto, hay vida más allá de Supervivientes). El caso es que, además de servirme ahora como homenaje a nuestra presentadora, este titular lo gritamos a voz en grito el otro día cuatro miembros del equipo que somos muy seguidores del programa.

¿El motivo? Que teníamos que ir a hacer la compra al mall El mall es un centro comercial en La Ceiba al que vamos día sí, día también. Porque sirve para todo: sacar dinero del cajero, recargar nuestro móvil Tigo, comer el mejor brownie del mundo en el restaurante Applebee’s, comprar más cajas de Froot Loops… lo típico. La palabra mall es un término estadounidense para referirse a los grandes centros comerciales y parece ser que por aquí está bastante arraigada.

Así que un archivador, una minutadora y dos guionistas teníamos que ir al mall para hacer una comprita en el supermercado. Y, como somos como somos, ¿para qué íbamos a hacer el trayecto como personas normales subidos en un taxi jugando a repetir nombres de antiguos concursantes de Supervivientes? Esta vez decidimos montarnos nuestro particular Pekín Express. Al que denominamos, no podía ser de otra forma, La Ceiba Express.

El objetivo, el mismo que en el programa original: separados en parejas debíamos completar a la carrera el camino desde el hotel al mall. Eso sí, sin poder hacer uso de dinero alguno. Quien usara un solo lempira durante el recorrido, perdía automáticamente. Todo lo demás estaba permitido: subir a autobuses, taxis, coches particulares, correr, andar, nadar… Yo hice equipo con la minutadora. Nuestros rivales: el otro guionista y el archivador.

El punto de partida fue la recepción del hotel. El libro rojo que marca la meta lo imaginamos en la entrada al supermercado del mall. Con una temperatura rondando los tropecientos grados a la sombra, y con más de treinta y pico kilómetros de asfalto y selva por delante, tomé aire, elevé el pecho y grité: “¡Arrrrrrranca La Ceiba Express!”. Una pena que Raquel anduviera liada en uno de los últimos juegos de recompensa del programa, porque hubiera sido un puntazo que la salida nos la hubiera dado ella. Y para allá que nos fuimos. Cada pareja por un lado de esta rotonda, con banderas y todo como el verdadero Pekín Express:

Sólo llegar a la carretera ya es un trecho importante. Nuestras casitas de Lost se extienden durante metros y más metros antes de salir de los límites del complejo, y es un trecho que suele llevarnos veinte minutos andando a velocidad normal. Claro que aquel día nada fue normal. Corriendo como si de verdad fueran a entregarnos un amuleto por valor de 3.000 euros, ambas parejas salimos escopetadas calle arriba. A los tres segundos estábamos todos empapados, pero no importaba. Que para algo habíamos superado un cásting de miles de personas para poder entrar en el concurso.

A medio camino, ya con la lengua fuera, escuché un sonido familiar. Y una bombilla debió aparecer sobre mi cabeza. La sacudí con la mano para que la pareja rival no viera que había tenido una idea. Como cuando Tony Genil no quiere contar la receta de la compota de almendras al otro grupo. Le hice una indicación a mi compañera y aminoramos la marcha como si estuviéramos cansados para dejar que los otros se alejaran.

Viéndose ganadores de esa primera fase de la carrera, aceleraron su marcha y desaparecieron al tomar una curva. Y nosotros, con el plan ejecutándose a la perfección, les dejamos marchar. El sonido familiar volvió a repetirse detrás de mí. Era el traqueteo de un tren. Bueno, el de un chiquitrén. Así llamamos el equipo a una especie de trenecito tirado por un tractor que va dando vueltas continuamente por todo el complejo para transportar de un lado a otro a los turistas. Es éste:

Normalmente lo miramos con un poco de desdén, pero aquella mañana fue nuestra salvación. Fuera de la vista de nuestros rivales, desanduvimos parte del camino en dirección al chiquitrén. Me subí con ganas de gritarle al conductor: “¡siga a ese coche!”, pero ni estábamos en Nueva York ni aquello era un taxi. Y los dos turistas que iban en uno de los asientos me hubieran mirado raro. Así que simplemente nos sentamos detrás del conductor y le dijimos que íbamos a la carretera de la salida del hotel.

No tardamos en adelantar al otro equipo, que ya no corría sino que andaba a paso ligero. Al vernos en el chiquitrén, agitaron los brazos para que nos detuviéramos, pero nosotros les dijimos adiós con la mano y yo le comenté al conductor: “ellos tienen que trabajar ahora, qué pena que no puedan venir a La Ceiba”. Y salí del hotel con una sonrisa maliciosa en mi rostro. La primera fase, estaba ganada.

Pero claro, en cuanto el chiquitrén puso una ruedecita fuera de territorio hotelero, el conductor nos indicó que era momento de bajarse. Lo hicimos, y él regresó por donde había venido con su particular traqueteo. Al confort y la comodidad de nuestro querido resort. Y nosotros nos quedamos ahí, frente a frente con la carretera. Tirados en el arcén como perros callejeros

La verdadera carrera estaba a punto de comenzar.

Continuará…

¿Qué medio de transporte utilizó El Superviviente 19 para llegar hasta el mall? ¿Cuánto calor es capaz de soportar el cuerpo humano? ¿Pueden viajar siete personas en un taxi? La respuesta a ésta y otras preguntas, en el próximo episodio de La Ceiba Express.