El Centenario o cómo el fútbol se hizo mundial
En el principio fue Montevideo. Y Montevideo no era aquél de Benedetti, verde y con tranvías, sino en blanco y negro, con un coliseo a las afueras que vio marcar a un ‘Manco’, Héctor Castro, el primer gol de la historia de los mundiales; Uruguay 1 – 0 Perú. Pocos días después la anfitriona le ganaba a la eterna rival, Argentina, la primera Copa del Mundo. Así arrancaba la historia del partido soñado por todos los jugadores del mundo, y del que sólo un puñado de elegidos ha conseguido alcanzar. Para la eternidad quedará ese plato, abierto a los cuatro vientos, que es el Estadio Centenario.
De Maracaná al cielo...
A Brasil le concedió el dios del fútbol el don de gobernar con inclemencia sobre todas las demás… pero siempre lejos de casa. Para ganar su primer mundial erigió Brasil un templo en pleno Río de Janeiro en 1950. Concretamente, en Maracaná y por recomendación del periodista local Mário Filho. Estadio Jornalista Mário Filho es su nombre oficial. Y a su césped saltó Brasil la tarde del 16 de julio a inscribir su nombre en la historia. No pudo ser. Uruguay, la celeste, que era la Brasil de los primeros tiempos, ganaba la que probablemente sea la final más legendaria de la historia. La única que tiene nombre propio: el Maracanazo. Aprendió la lección Brasil, tan herida en su orgullo, que su reacción fue ganar cinco títulos mundiales en los cincuenta años siguientes. Eso sí, mirando hacia Río de Janeiro con media lágrima colgando cada vez que ha levantado la Copa.
La final de un mundial no es para niños
Con 17 años no se juegan finales de un Mundial. Se queda uno en casa a seguirlo por la tele, con papá sentado en la butaca, mirando y aprendiendo, y soñando quizá con estar ahí algún día. Con 17 años, decimos, si no te llamas Pelé, no se juegan finales de un Mundial. Pero el dios del fútbol tiene reservados destinos inescrutables, y a Edson Arantes do Nascimento le tenía preparado el de ser el más grande de todos los tiempos. Y así, con 17 años, se plantó en Suecia. A a la otra punta de su Tres Coraçoes natal y en un estadio sobrio, propio del diseño frío y recto de Escandinavia, para llenarlo de luz y magia; para irrumpir como nunca un jugador lo había hecho antes ni lo haría jamás en la historia del fútbol. Seis goles en todo el torneo, con un hattrick en semifinales frente a la Francia de Fontaine (máximo goleador del Mundial con 13 tantos) y otros dos más en la final contra la anfitriona. Ése sería el primer trofeo mundial para él y también para Brasil. Después ganaría dos más y forjaría el nacimiento de la que ha sido, hasta el momento, la mejor selección de todos los tiempos.
Eso que juegan once contra once y en Wembley gana Inglaterra
Lineker, en 1990, acuñó la famosa frase "el fútbol es eso que juegan once contra once y siempre gana Alemania". El bueno de Gary no sabía que esa norma, como todas, tiene su excepción: Wembley. Allí se plantaron Bobby Charlton y diez más contra el jovencísimo Franz Beckenbauer, que aún tendría que esperar ocho años más para levantar su copa. Partido de los que se elevan a la categoría de leyenda. Empate a uno al descanso y empate a dos al terminar los noventa minutos reglamentarios. Prórroga y éxtasis británico. Hurst, que ya había marcado en el 18, anotó dos más para regalarle al país que inventó el fútbol su mundial y para convertirse en el único jugador de la historia en hacer un hattrick en una final de la Copa del Mundo. El fútbol le pagó a Inglaterra su deuda por haberlo parido, y el país entero salió a hombros entre las dos torres de su Westmister de césped y cal blanca.
Sólo los dioses ganan un Mundial en el Azteca
Como las dos caras de una moneda, Maradona y Pelé se miran del revés, espalda con espalda, en el espejo de la historia de los Mundiales. Y el canto de esa moneda tiene el diámetro de la corona del Estadio Azteca. Con nueve pisos de grada, es el estadio más grande que jamás ha albergado una final. Primero en el 70, con la magia de Tostao, Rivelino y el último Pelé, sus 105.000 espectadores fueron testigos del último canto de un cisne negro tras el cual el fútbol nunca volvería a ser lo mismo. Y 26 años después las mismas gradas asistieron al nacimiento de otro dios. El otro dios. El que pintó sobre aquel césped la línea que separa un gol de todos los demás. La jugada de todos los tiempos. Eran los cuartos de final de México 86, 22 de junio. Y todo lo demás ya lo contó Víctor Hugo Morales… Pocos días después, volvería Maradona al mismo césped a ganar su mundial. No se entra en el olimpo sin un cetro mundial en la mano. Y no se le disputa a Pelé el número uno si no se ha sido campeón en el Azteca.
Un Palacio con jardines para el ‘Kaiser’
El Olímpico de Munich nació con la voluntad de servir de escaparate al mundo de una nueva Alemania, sumida en la Guerra Fría, y alejada definitivamente del fantasma del nazismo. Los Juegos Olímpicos del 72 se tiñeron de sangre con el ataque terrorista de Septiembre Negro a la delegación israelí. Dos años después, en 1974, sería el escenario de una de las finales más disputadas en la historia de los Mundiales. Allí se hizo eterna la leyenda de Alemania, con los Mueller, Breitner y Heickens doblegando antes su público a la Holanda más temible de todos los tiempos: la Naranja Mecánica. Con apellidos como Neeskens, Van De Kerkhof o un tal Johan Cruyff, que con 27 años estaba en lo más alto de su carrera. Y por encima de todos ellos, el Kaiser. Un central con tanta clase que tuvo que inventarse una posición, la de líbero, para poder desplegar todo su talento. Sobre el césped impoluto de Munich, ente jardines, árboles y claraboyas, honró Franz Beckenbauer con su juego el arte arquitectónico de uno de los estadios de fútbol más bellos del mundo.
El Monumental, la furia Argentina y el gafe de Holanda
Había pasado casi medio siglo desde la primera final del Mundial. No había vuelto Argentina a disputarla y su Mundial era el escenario perfecto para luchar contra la historia. Lo malo de las supersticiones es que no hacen daño hasta que te las crees. Y Argentina decidió pasar por encima de un partido que iba a dejar tocada a cualquiera de las dos que lo perdiera. Caer en una final es duro. Hacerlo en dos es llamar a todos los fantasmas a tu lado. Llegaba la albiceleste al Monumental, ese estadio de fútbol con alma de coliseo romano, con la confianza de tener al hombre del momento. Un Mario Kempes que deshojaría el tulipán holandés en aquella final hasta alcanzar la gloria. Dos de los tres goles argentinos fueron suyos, el primero del partido y el de la victoria en la prórroga. No pudo Holanda alejar el mal fario, sin Cruyff, pero con el espíritu aún de la Naranja Mecánica. Los fantasmas tienen la mala costumbre de quedarse si les das pábulo, y 32 años después Holanda aumentaría su leyenda negra cayendo con España en la final de Sudáfrica 2010.
La Corregidora y el vuelo del Buitre
A España le acompañó hasta Johannesburgo el famoso ‘fantasma de los octavos’. Pues bien, de todas esas rondas de octavos que España se hinchó a jugar, hay una, la de México 86, que resistirá el paso del tiempo en la memoria de todos los aficionados al fútbol. El escenario, La Corregidora, un coliseo típicamente sudamericano, sólido y plomizo, sin demasiados adornos, como lo era aquella España de Camacho, Tomás y compañía. Una España aguerrida donde, sin embargo, despuntaba ya un chaval de 23 años que sería ídolo de una época y capitán de una generación que llevaría su nombre. La víctima, Dinamarca. El verdugo, Emilio Butragueño, con su figura delgada, casi endeble, y sus rizos rubios. Cuatro goles le hizo al equipo de Michael Laudrup, siendo el único jugador español que ha logrado esa cifra es un mismo partido en la historia de los Mundiales.
Sarriá, la sombra del mejor partido de todos los tiempos
En el 138 de a la Avenida de Sarriá, donde ahora luce entre árboles y bancos de madera el césped alto y descuidado de un parque municipal, hubo un estadio. Los que han vivido suficiente como para abarcar en su memoria desde los regates de Pelé hasta el slalon de Messi dicen que ese pequeño templo de 44.000 espectadores, perdido entre los edificios de un barrio obrero del oeste de Barcelona, fue testigo del mejor partido de la historia. Las dos fórmulas antagónicas del fútbol, Italia y Brasil, enfrente una de la otra en la segunda fase del Mundial del 82. Tanto italianos como brasileños habían vencido a Argentina en su grupo, y se jugaban en el último partido el pase a semifinales. Zico, Sócrates, Junior y compañía hicieron del ‘jogo bonito’ una manera de respirar el fútbol, una danza de la que pudieron disfrutar en directo un puñado de aficionados aferrados al duro cemento de la bancada de Sarriá. Pero la estrella de aquel mundial tenía ya decidido sobre quién iba a posarse. Con 26 años, y tras su primera temporada en la Juventus, un joven aunque ya consagrado Paolo Rossi convirtió en cenizas la samba brasileña con un hattrick de leyenda. Terminaría el Mundial levantando la Copa y con el título de máximo goleador con seis tantos. Aún pasarían 15 años antes de que la crisis económica del Espanyol y el boom inmobiliario convirtieran en polvo, primero, y en un parque después, el humilde estadio barcelonés en el que el fútbol se hizo arte un 5 de julio de 1982.
El Olímpico de Roma y el retorno del ‘César’
Hay jugadores tan grandes que son capaces incluso de eclipsar al campeón del Mundo. Para siempre quedarán las lágrimas de Maradona en la final de Italia 90. Un instante en el que el jugador probablemente se enfrentó de cara a la certeza de lo difícil que le sería volver a jugar ese partido. Sólo cuatro años antes había sido el héroe nacional, había nacido el mito. La balanza de la justicia se inclinó y mandó repetir esa final para compensar a una Alemania que con Beckenbauer a los mandos iba a lograr su tercer cetro mundial. El fútbol volvía a inclinarse ante el ‘Káiser’, esta vez como entrenador. Sólo Zagallo ha conseguido ganar un Mundial desde los dos lados de la línea de banda. Maradona se dejaría en Roma mucho más que un título. Arrancaban los 90 y la sombra de su leyenda empezaría poco a poco a ganarle en estatura, lentamente, hasta acabar ocultando al hombre por completo quedando solo la sombra.
Ganhar, ganhar y ganhar…
Podría decirse que el de 1994 fue el primer mundial con tintes exóticos, en un país que por no saber de fútbol, no sabía ni nombrarlo. ‘Soccer’ dicen en Estados Unidos que se llama ese arte de disputarse un balón redondo once contra once. Ese arte que para no fallar a la costumbre, y sin importar la latitud y longitud donde se juegue sigue dominando una tal Brasil por encima de todos. Y esa superioridad carioca empezó precisamente ahí, en Los Ángeles, un 17 de julio de 1994. Llegaban a la cita, empatadas a tres títulos, Alemania, Italia y Brasil. La primera, que venía de jugar dos finales seguidas (1986 y 1990) cayó en cuartos ante una Bulgaria excepcional comandada por Stoichkov. Las otras dos se vieron en la final por galones, tras superar dos dificilísimas semifinales contra Suecia y la citada Bulgaria. La primera vez en la historia que una final se decidía a los penaltis. Perdió Roberto Baggio su final en aquel Rose Bowl de Los Ángeles, abierto como un platillo volante, ante 92.000 almas. Brasil dio un paso al frente y aún daría otro más ocho años después, para desmarcarse con cinco títulos mundiales de todas las demás, mortales.
Paris, Zidane y el ‘savoir faire’
Cuando París organizó su Exposición Universal de 1889 fue para enseñar al mundo que la elegancia, la grandeza y el 'savoir faire' tienen denominación de origen si van juntas de la mano. De aquella cita nos quedó para la eternidad la Torre Eiffel. Del Mundial de Francia 98 nos quedó Zidane. Aprendió Brasil aquel 12 de julio que los Campos Elíseos no están hechos para la samba. Inapelable victoria de los galos, con dos goles de Zizú para empujar en el olimpo a los Di Stefano, Pelé, Cruyff y Maradona y exigir su plaza por derecho. En un escenario monumental, acorde a la ciudad que lo albergaba. Tres tribunas eternas, elevadas hacia el cielo y sin esquinas, como una Place de l'Étoile esperando el triunfo de sus héroes. No acompañó, de pura tensión, la celebración de Zidane del primer gol. A barrigazos con sus compañeros festejó el de Marsella el primer tanto, un testarazo a la salida de un córner que sólo la calva más talentosa del fútbol podía rematar así. Y sólo esa calva podía repetir la misma jugada unos minutos después, desde la equina contraria, para abrir el camino de la gloria y darle a Francia su mundial en la primera final que disputaban los galos en su historia.
En la otra punta del mundo también gana Brasil
La única referencia que teníamos los aficionados al fútbol en el 2002 de cómo se jugaba a eso en Japón eran los dibujos animados. El peinado sí se lo puso Ronaldo a lo Dani Melow, aunque ése fue el único guiño de Brasil a la moda exótica oriental: con la pelota siguió cumpliendo con su tradición: ganar Mundiales. Además de aprender a ver el fútbol con el desayuno, aprendimo otra gran lección: que por muy lejos que quieras huir Brasil estará allí esperándote. Lo que tiene la canarinha de demoledor es que en cada generación nace un goleador nato. Romario había dejado las autopistas abiertas para que Ronaldo tomara el relevo. Lo hizo con dos goles en la final ante los más de 70.000 espectadores que poblaban el Yokohama.
Johannesburgo de mi vida, waka waka no, tikitaka
Un estadio futurista para el primer fútbol del siglo XXI. Eso fue el Soccer City de Johannesburgo. Con más perfil de ‘Encuentros en la tercera fase’ que de Final de un Mundial, el escenario albergó a 90.000 espectadores que fueron testigos de la confirmación de un estilo de juego. La versión 2.0 del Jogo Bonito. Pero sabiendo defender. Ni un solo gol en contra de los octavos a la final. Cuatro partidos, cuatro goles. Y una Copa del Mundo al final del todo, justo en el momento en que habíamos dejado de ansiarla para sencillamente saborearla pase a pase. El mundo entendió de golpe que algo había cambiado. Que centrales de metro noventa y piernas como garrotes ya no servían de nada antes un grupo de bajitos tocando la pelota como si el verde del césped fueran códigos de Matrix. Nanotecnología balompédica, o dicho en castellano, simplemente tikitaka.