Nacho Rivera, el fotógrafo que interroga a la luz

  • Es un fotógrafo español afincado en Londres cuyo trabajo ha sido expuesto en prestigiosas galerías y museos y publicado en algunas de las más importantes revistas internacionales

  • Trabaja con una vieja Hasselblad de formato medio que le obliga a fotografiar muy lentamente, algo que, dice, le ayuda a establecer una conexión más íntima con la persona retratada

  • NIUS ha podido asistir a una de sus sesiones de fotos con la también fotógrafa Helena Vélez Olabarría como modelo dentro de una serie para recuperar el valor de las imágenes impresas

Nacho Rivera y Helena Vélez Olabarría caminan por el cementerio de Abney Park, en Stoke Newington, en el este de Londres. por un estrecho sendero de tierra en medio de la vegetación salvaje y las lápidas que sobresalen como desgastados y viejos dientes de piedra por entre la maleza y las hierbas, como si la naturaleza hubiera olvidado que allí había gente enterrada y creciera por todas partes. El cementerio es, en realidad, un bosque.

Nacho y Helena son amigos y caminan y conversan, o más bien filosofan, sobre la vida, sobre la fotografía, sobre sus relaciones personales. Hacía tiempo que no se veían. Se conocieron hace seis años en la feria de ‘Photo London’ antes de que ella se trasladara a vivir a Londres. Nacho Rivera es un premiado y reputado fotógrafo español que hace seis años que reside en Londres. Helena Vélez Olabarría también es fotógrafa e investigadora visual, aunque hoy ha venido a este lugar para ser fotografiada por Nacho.

Los discretos senderos se abren como una sutil ramificación de bronquios entre los viejos árboles que parece que quieran levantar las tumbas con sus profundas y gigantescas raíces. Es media tarde, un día de finales de julio. Nacho lleva una vieja Hasselblad 500CM colgada de una larga cinta del cuello. La lleva como escondida detrás del codo, en la parte inferior de la espalda. De tanto en tanto la toca como si palpara un cuerpo secreto. “Tengo una relación fetichista con ella -dice-. Sergio Larraín, uno de mis fotógrafos de referencia, decía ‘cómprate una cámara que te guste tocarla’. Está forrada con pieles. Me imagino que debe ser como tocar el volante de un Rolls Royce”.

Es una cámara pesada, puro hierro. Le encanta sentir su peso bajo el hombro mientras camina. La Hasselblad tiene un visor de cintura. O sea, que tiene que apoyar la cámara sobre la boca del estómago y mirar desde arriba para poder ver la foto. “Me gusta porque puedo mirar a los ojos a la otra persona mientras la fotografío -dice-. Con otras cámaras, al colocártela en la cara se crea una especie de barrera. Esto aporta un interesante grado de intimidad y hace que la otra persona se sienta mucho más relajada porque no mira a la cámara, sino que me mira a mí”.

La gente que se cruza con Nacho y Helena no ve la cámara. A Nacho no le gusta que lo identifiquen como un fotógrafo. Tal vez porque sus fotografías se basan en las relaciones humanas y porque si ahora mismo quisiera tirar una foto rápida a Helena no podría. Necesitaría al menos quince minutos para preparar la cámara, medir la luz, encuadrar, enfocar y disparar, algo que hoy en día parece contracultural.

Depeche Mode

La Hasselblad es una cámara totalmente mecánica que no tiene ni pilas y utiliza carretes de formato medio. Tanto el negativo como la fotografía son cuadrados y esto le da a la fotografía una característica especial. “Instintivamente encuadro mejor. Las composiciones son muy importantes en mi trabajo. Me sale de manera natural”, cuenta. Sus encuadres son inesperados y minimalistas. “Intento que en mis imágenes no sobre nada, que todo lo que aparezca sea por alguna razón”, añade.

Nacho la compró de segunda mano en Madrid hace ya doce años. “Era la cámara que utilizaba Anton Corbjn para fotografiar a Depeche Mode, mi grupo favorito, y cuyas imágenes y videoclips me habían cautivado desde que era un niño. De alguna manera, quería crear algo parecido”. Su pasión por la fotografía había empezado en un viaje a Estambul con amigos a los veinticinco años cuando intentó retratar con una cámara digital las oscuras cisternas subterráneas de la ciudad, pero las imágenes salieron borrosas. Su amigo Íñigo, que era un gran aficionado a la fotografía, le explicó cómo hacer fotos en lugares oscuros y aquella fue su primera instantánea. Al regresar a Madrid se compró varios libros de fotografía y empezó a estudiar por su cuenta.

Gracias a Depeche Mode y a Corbjn se lanzó al pozo o al cielo de la fotografía. Se enamoró de aquella cámara desde la primera vez que escuchó el clac que hace el espejo donde se refleja la luz clavándose al techo del cuerpo de la cámara al apretar el botón del obturador, en la parte inferior. Ese clac significa que la luz se registra en el carrete y le vuelve loco. “Yo disparo poco. Trabajar en analógico te hace ser muy consciente de que no tienes disparos infinitos y te conviertes en un fotógrafo muy selectivo”, dice.

Fútbol en el aparcamiento

Nacho Rivera nació en Madrid en 1977. Pasó sus primeros años en el barrio Las Margaritas, en Getafe, cuando aún era un sitio casi rural, y a los ocho años sus padres se trasladaron a la zona residencial de Sector III, una urbanización tranquila por donde todavía retumban sus recuerdos de infancia y adolescencia jugando a las chapas y a las canicas en la calle y al futbol hasta las tres o las cuatro de la madrugada en un aparcamiento cerca de casa. El fútbol ha sido otro de sus temas favoritos para retratar en sus viajes. Nacho considera el futbol como un lenguaje universal. Uno de sus proyectos, ‘The Oval’, está compuesto por escenas futbolísticas en todas partes del mundo.

Procede de una familia humilde y trabajadora. Sus padres nacieron en Extremadura, aunque su madre se crió junto a la mina de Soloviejo, en la cuenca minera de Riotinto, en Huelva. Ambos emigraron a Madrid cuando eran jóvenes. Sus padres tuvieron dificultades para estudiar, ya que trabajaron desde muy jóvenes. En la aldea de su madre ni tan siquiera había escuela y su madre se sacó el graduado escolar cuando Nacho tenía dieciocho años y él la ayudaba a estudiar.

Su padre empezó a trabajar muy joven en Cortefiel de Madrid y fue ascendiendo hasta convertirse en el encargado de escoger el material para diseñar las prendas. Nacho y su hermano aprovecharon la oportunidad que les dieron sus padres y fueron a la universidad. Nacho estudió Arquitectura Técnica y ejerció su profesión durante quince años hasta que a finales de 2015 decidió dedicarse por completo a la fotografía. Por aquel entonces ya había ganado varios premios y mostrado su trabajo en diversas exposiciones. En 2014 realizó su primera gran exposición individual en el Colegio de Aparejadores con una colección de fotos de sus viajes llamada ‘Boarding Pass’.

La mochila arrapada al pecho

En 2016, a los treinta y ocho años, emprendió un viaje de diez meses por Asia y América Latina. Llevaba tres mochilas: una con ruedecillas con toda la ropa, otra con dos cámaras, la Hasselblad y una Leica M7, y una tercera mochila negra del Decathlon con cincuenta carretes arrapada al pecho, como una segunda piel. Con la vieja Hasselblad ha sacado fotos en los lugares más remotos y exóticos. Primeros planos, retratos íntimos. Cómo consiguió retratar a la joven de la red en una playa mozambiqueña, o al monje en el interior del templo birmano, o a aquel anciano sentado en un pueblo tailandés.

Tenía que acercarse a esas personas que hablaban lenguas que no entendía y pasar tiempo con ellas antes de poder disparar. Qué pensarían de aquel hombre con la cabeza rapada con aquel pesado artilugio cuadrado que les acercaba a la cabeza aquel aparatito que no sabían que servía para medir la luz. Cómo se ganaba su confianza, su complicidad. Las fotos desprenden simplicidad, serenidad. Son composiciones perfectas que emanan también una sensación de calma.

Otro de sus proyectos, ‘Pure’ (puro), que ha sido expuesto en Oxford y se podrá ver en octubre en el festival de fotografía analógica Ricardo Martin, en Villanueva de la Serena, Extremadura, trata precisamente sobre esto. “Sentía mucha conexión con las personas que me encontraba que veía en una actitud relajada, no estaban haciendo nada, sólo estaban allí. Y eso me generaba muchísimo interés”, cuenta.

El paraguas que aglutina a todos sus proyectos es la idea de conexión: la conexión entre diferentes culturas, entre personas, con la naturaleza y la conexión con nosotros mismos. Sus obras han sido mostradas en museos, galerías y festivales internacionales de fotografía como la Hoxton Gallery de Londres, la Contemporary Art Fair de Manchester y el Museo del Mediterráneo de Girona. Y sus fotos publicadas en prestigiosos medios como British Journal of Photography o Telegraph Luxury Magazine.

La cajita para salvar en un incendio

Después de aquel viaje se trasladó a vivir Londres para dedicarse a la fotografía. Hace tres años se dio cuenta de que había retratado con lo que él llama intención fotográfica a gente de todo el mundo, pero no tenía retratos de su familia y amigos, fotos que le dejaran el embriagador olor del fijador impregnado en la piel al positivarlas y el recuerdo de la experiencia de hacerlas. E inició una serie de retratos de sus seres queridos.

“Creo que estamos perdiendo la esencia de lo que significa una fotografía. El selfie, el móvil, la inmediatez y la rapidez hacen que no sepamos el valor real que tiene una imagen. El mayor tesoro que tenían nuestros abuelos era la caja donde guardaban las fotos. Si se quemaba la casa lo primero que cogían era esa cajita -explica-. No somos conscientes de su valor”.

Empezó con sus padres y su hermano. Los fotografió en la casa del Sector III. “Fue muy bonito porque mis padres nunca me habían visto trabajando. Poca gente me ve trabajando, solo la gente a la que fotografío”. Fueron fotos íntimas, honestas. Imprimió tres fotos. Dos se las entregó a sus padres. La tercera se la quedó él. En ella aparecen sus siluetas a contraluz, con la ventana de fondo. Es una imagen muy atmosférica. No se les reconoce, pero él sabe que son ellos, como si no necesitara ver sus rostros, como si hubiera retratado algo más allá de su mirada y de sus gestos.

La foto de Helena forma parte de esta serie para la cajita para salvar en un incendio. Para hacerle la foto, dejó que ella eligiera el lugar y quedaron en el cementerio aconfesional de Abney Park, que es uno de los siete magníficos de Londres, como se conoce a los siete camposantos privados que se construyeron a mediados del siglo XIX en lo que entonces eran las afueras de la ciudad porque en los cementerios del centro ya no había más espacio. Fueron concebidos como cementerios-jardines. Plantaron decenas de miles de árboles y plantas y se convirtieron en centro de investigación botánica. Con el tiempo, Abney Park fue engullido por la expansión urbanística de Londres y quedó como un espléndido bosque en medio de la ciudad. La última persona que enterraron allí fue en 1978.

Elvis puso su mano en mi hombro

El bosque se fue descuidando. Las tumbas y las lápidas quedaron escondidas entre la maleza por la que ahora, ciento ochenta y tres años después, caminan Nacho y Helena, procurando no pisarlas por respeto a los muertos. Por el camino se cruzan con gente haciendo footing o pedaleando una bicicleta, parejas y amigos caminando y conversando como ellos.

“Este bosque me lleva al monte de Mondragón y a Euskal Herria -dice Helena-. El agua y el monte, los árboles, son algo que me hace sentir en casa y quizá este cementerio me hace ir a Euskal Herria inconscientemente. Esta luz con contrastes y claroscuros es la que tiene el bosque euskaldún. No conozco a ningún euskaldún que no tenga una relación más o menos directa con la naturaleza. Y el agua es volver al vientre de mi madre y eso es casa. Me refiero a la sensación de agua en mi piel. Este tipo de luz serena que te baña es la sensación de una pequeña ducha, una ducha de luz”.

“Creo que este espacio transmite una energía que es especialmente poderosa”, dice Nacho, que no había estado antes en este cementerio. No se escucha nada en el bosque, como si las altísimas copas de los árboles formaran una invisible barrera de silencio colmada solo por el trino de los pájaros. “Fue aquí donde quedé por primera vez con mi actual pareja cuando yo aún no vivía en Londres y se ha convertido en mi lugar de paz donde voy cada vez que necesito conectarme conmigo misma”, cuenta Helena.

Le gusta caminar y leer los epitafios de las tumbas. Su lugar favorito es un banco con un epitafio que dice: “Elvis puso su mano en mi hombro”. “¿No te parece una forma maravillosa de despedirse?”, dice Helena. “Físicamente lo que más me llama la atención de Helena son sus ojos -dice Nacho-. Tiene unos ojos grandes y curiosos. También tiene la cara angulada que puede parecer como muy afilada, pero a su vez tiene un gesto dulce y esa combinación me parece muy interesante”.

El charquito de luz sobre el pómulo

“¿A ver?”, dice de pronto Nacho, deteniendo el paso. Su voz suena tranquila. Sus movimientos se llenan de pausa. Helena se detiene. “Aquí hay una luz y un fondo que me interesan, me gusta el contraste”, dice. Nacho siempre busca tres elementos: la luz, el escenario y que pase algo. Ahora tiene la luz, el fondo y la mirada de Helena perdida o encontrada por los lejanos bosques de Mondragón. Es lo que quiere captar. Para él, para hacer un retrato es imprescindible que haya una conexión con la otra persona. Lo más importante es dejar que se vaya creando la escena y para ello es fundamental prestar atención y aprender a mirar.

Nacho coge la mochila de Helena y la deposita con cuidado en el suelo. Se mueve con sigilo a su alrededor. “Acércate un poquitín”, le dice. Está inspeccionando la luz. Toca con la yema de los dedos el hombro de Helena, indicándole que se gire ligeramente. Modifica la posición de su rostro, bañado por unos rayos potentes del sol que han conseguido colarse por entre la maraña frondosa de ramas, hojas y minúsculos filamentos. Por los lados de Helena asoman lápidas, pero Nacho no las mira, solo hace caso a la luz. Con la mano izquierda intenta tapar la luz sobre el rostro de Helena para ver qué contrastes crea cuando se divide, como si conversara con ella, como si la interrogara. La luz se le posa en el pómulo derecho dejando en la penumbra el resto de la cara.

Saca el fotómetro del bolsillo de los pantalones holgados y mide la luz a la altura del rostro de Helena. “No te muevas”, le dice casi susurrando, como si la luz fuera su presa y al levantar la voz más de la cuenta ésta se fuera a asustar y a marcharse corriendo. “Gira un pelín más”, dice, apenas tocándole la barbilla con la parte exterior del dedo índice. Retrocede dos pasos y mira a través del visor de la cámara que apoya sobre la boca de su estómago. “Bien, bien”, dice ya casi imperceptiblemente.

Empieza a contar muy despacio. “Uno”. Espera unos segundos. “Dos”. Pero de repente se frena, no aprieta el disparador. El pequeño charquito de luz en la piel de Helena empieza a encogerse. Son las seis de la tarde y la luz es muy cambiante a esta hora. Nacho acerca los dedos al rostro de su colega como tratando de retener la luz, como si la quisiera coger con los dedos, pero la pequeña blanca marca lumínica en el pronunciado pómulo de Helena se deshincha como un globo silencioso y desaparece dejando en su rostro un duro gesto sin matizar, como si de repente se hubiera ido la magia. “Se fue”, dice, ya con tono normal. Se le ha escapado. Helena se relaja. Nacho sonríe.  

La foto de Mozambique

“Esta foto ha sido hecha, pero no se imprimirá en ningún papel”, dice Nacho. No es la primera vez que se le escapa una foto. Hay una en particular que no ha podido olvidar. Fue en la isla de Mozambique en 2018. Era una escena muy sencilla, una fachada en una playa con una luz que generaba unos volúmenes que le llamaron la atención. “Me interesa mucho la composición por mi formación en arquitectura -dice-, y la geometría y el equilibrio de las formas es algo que busco de forma instintiva”. Había un triángulo de luz en uno de los lados de ese encuadre. Tenía la luz y el fondo y solo tenía que esperar a que pasara algo. Esperó más de diez minutos, sin moverse, apuntando con la Hasselblad.

De repente apareció un chico haciendo girar una rueda en la dirección correcta y quedó encuadrado en ese triángulo de luz enmarcado con una sombra perfecta. Lo tenía. Solo tenía un disparo. Apretó el disparador y esperó escuchar el maravilloso clac del espejito pegándose al techo, pero no sonó. La cámara estaba bloqueada. Con la Hasselblad, para hacer una foto hay que desbloquearla sacando una placa cuadrada que bloquea la luz. Cuando está colocada no permite que la luz pase al negativo por error. Si se presiona el botón que abre el obturador cuando está la placa, éste no se acciona. Y eso fue lo que ocurrió en Mozambique.

“La imagen no quedó registrada en un negativo, pero sí en mi cabeza”, dice. Fue tal el flujo de emociones que le provocó aquella foto perdida que la tuvo que dibujar y escribió un post sobre esa experiencia esa misma noche. “Fue fabuloso no haberla hecho porque esa foto no se me olvidará nunca”, dice. Y también la de Helena. En este caso sí que había quitado la placa. Sencillamente se le escapó la luz. “Cuando se escapa una foto no siento rabia, sino placer -dice- porque soy el único que la ha visto. Alguien con intención fotográfica ha visto algo y esto es una foto”.

Nacho y Helena siguen caminando entre los majestuosos fresnos, esponjosos y bellos, con las hojas verdes y brillantes. Nacho va tocando con la mano la cámara en su espalda. Helena ahoga la nostalgia de vivir lejos de Mondragón por el silencio del bosque. De pronto Nacho le hace un gesto para que se detenga. Una sonrisa se dibuja en su boca. Cae una luz perpendicular sobre el sotobosque. Le pide a Helena que se quede quieta mientras él empieza a buscar el encuadre. Lo encuentra entre unas ortigas. Se trae la cámara al frente y levanta el visor para mirar.