La agonía de Libia diez años después de Gaddafi

  • Hoy el país magrebí es un Estado fallido, inestable y violento, profundamente dividido en líneas geográfica, sectarias y tribales y con un fuerte arraigo del islamismo radical que trata de sobrevivir

  • Las esperanzas de la sociedad libia y la comunidad internacional están puestas en las elecciones presidenciales del próximo 24 de diciembre

  • Una parte importante de la población evoca con nostalgia la estabilidad que ofrecía el régimen de Gaddafi

Este duro 2021 para todos, a un lado y otro del Mediterráneo, es el de los diez años para un buen número de efemérides vinculadas al mundo árabe. La más importante de todas, la que puso a la región, una parte del mundo tan heterogénea como desigual, de Casablanca a Bagdad pasando por El Cairo y Jerusalén, en el centro de atención durante largos meses: la Primavera Árabe (en singular para algunos, en plural para otros). La demostración de que, pese al fracaso del panarabismo político y a las profundas diferencias sociales, étnicas y políticas que marcan la región, el mundo árabe seguía unido aún por ciertos vínculos.

La revuelta libia de 2011, iniciada en febrero de aquel año tumultuoso y contagiada del mismo espíritu que estaba sacudiendo los cimientos de las dictaduras de Hosni Mubarak y Zine el Abidine Ben Ali en Egipto y Túnez –hasta acabar con ellas-, es, por su final y trascendencia, uno de los hechos capitales derivado directamente de la Primavera Árabe.

La muerte –el asesinato tras haber sido linchado por una turba de rebeldes- del coronel Muammar Gaddafi el 20 de octubre de 2011 en Sirte –muy cerca de su localidad natal- se convirtió de inmediato en el símbolo indiscutible de aquella revuelta. Así ha pasado a la historia. El cuerpo inerte del dictador, torso desnudo, tendido sobre un colchón improvisado en una cámara frigorífica para verdura y carne, y carne a la vez de selfi, era el resumen de una revuelta y el heraldo de lo que vendría después.

Sí, no puede negarse, aquella fue la imagen de la caída de un régimen dictatorial y despótico que duró 42 años y sólo aquel 2011 en que Occidente vio cómo cambiaba el viento perdió el favor de sus antiguos socios. Recordemos que la contribución de las fuerzas de la OTAN a la derrota de las fuerzas armadas libias fue decisiva.

Pero, analizada a la luz de los diez años transcurridos, la brutalidad de la muerte de Gaddafi es también la metáfora de una revolución mucho menos heroica, humanista y democrática de lo que una parte de la comunidad internacional, sin duda ávida de esperanzas, imaginaba. Occidente, desconocedor de la realidad sociológica y cultural del mundo árabe, se ilusionó con lo que ocurría en aquellos frenéticos meses de 2011 al creer que en cuestión de meses se implantarían en la región regímenes plenamente homologables a los de los países más avanzados del mundo.

Una ingenuidad que se sigue pagando a día de hoy. Una de sus consecuencias ha sido el ascenso de organizaciones yihadistas como Daesh o Al Qaeda en los territorios de Estados fallidos como Irak, Siria o la propia Libia.

Sin duda que una parte de las heterogéneas sociedades árabes se echó a la calle de manera sincera y valiente demandando dignidad y, con todas las reservas y matices necesarios que exige el término, democracia. Esto es, gobiernos capaces de ser sometidos de alguna forma a la crítica y el escrutinio popular; un poder compartido y no despótico. Pero quienes ello exigían no eran mayoría, como después la urnas demostrarían, léase el caso paradigmático de Egipto, aunque también de Túnez en menor medida, donde los islamistas se impusieron cuando las elecciones fueron realmente libres. Con todo, los ideales y anhelos de las juventudes árabes siguen intactos en la medida en que sus gobiernos no han sido capaces de satisfacer sus demandas.

Diez años después, muchas de aquellas esperanzas se han esfumado, y la caída de los viejos regímenes militares árabes o no se ha producido –el régimen de Bachar El Assad en Siria sigue en pie y la dictadura egipcia regresó con fuerza con el general El-Sisi en 2014- o, cuando lo ha hecho, ha dejado paso a división y violencia, con la honrosa excepción de Túnez (cuya joven democracia se somete en los últimos meses a su mayor test desde 2011).

Un Estado fallido

Hoy Libia es un país fallido, inestable y violento, profundamente dividido en líneas geográficas, sectarias y tribales, con un fuerte arraigo del islamismo radical y el yihadismo en su territorio que lucha por su mera supervivencia. Diez años de guerra y división no han bastado para que el país norteafricano haya encontrado unos mínimos de estabilidad.

El proceso auspiciado por la comunidad internacional, cuyo penúltimo capítulo fue la conferencia ministerial de esta semana en Trípoli, espera consolidar unas instituciones estatales comunes y democráticas y despejar el fantasma de la división territorial de Libia en entidades territoriales más pequeñas. A pesar de la arbitrariedad de las fronteras en el norte de África y Oriente Medio, fruto de los intereses y ambiciones de las potencias coloniales y no de las líneas étnicas y tribales, y de las advertencias de que las caídas de los viejos regímenes acabarían provocando cambios fronterizos, lo cierto es que a día de hoy no ha sido el caso en toda la región.

A diferencia de lo ocurrido en los vecinos Túnez y Egipto, la revuelta y guerra civil Libia de 2011 no fueron sino la primera fase de una década de división y guerra. En 2014, tres años después del levantamiento que acabó derrocando a Gaddafi, Libia contaba con dos parlamentos, un ejército inoperante y distintas milicias combatiendo por la hegemonía.

El país acabó quedando dividido en dos autoridades: por un lado, la del Gobierno de Acuerdo Nacional (GAN), al frente del mismo el antiguo ministro gaddafista Fayez al Sarraj y con el apoyo en su nacimiento en 2015 de Naciones Unidas, aunque militarmente sostenido por Turquía y Qatar. Y, por otro, el Ejército Nacional Libio (ENL), encabezado por el mariscal Khalifa Haftar y apoyado por Rusia, Emiratos Árabes Unidos, Francia y Egipto –territorialmente suya era la mayor parte del territorio-. Hasta octubre de 2020 el país magrebí fue escenario de una cruenta guerra por interposición. Además, por si fuera poco, en la guerra intervinieron una pléyade de entidades yihadistas, entre ellas Daesh.

A raíz del alto el fuego de octubre de 2020 –nueve años después de la caída del régimen de Gaddafi- y tras recibir el apoyo de la Cámara de Representantes, un ejecutivo interino reconocido por las dos facciones en litigio y apoyado por Naciones Unidas, el Gobierno de Unidad Nacional, regirá los destinos de Libia hasta las próximas elecciones presidenciales, previstas el 24 de diciembre próximo. La convocatoria llega sin que el Estado libio cuente aún con una Constitución y con el problema de unificar el mando y la estructura de las nuevas fuerzas armadas estatales. Tras las presidenciales llegarán, en enero, las legislativas.

La comunidad internacional necesita una Libia estable como tapón ante un Sahel en el que el terrorismo internacional campa cada vez más a sus anchas. El extenso país magrebí, con casi 2.000 kilómetros de línea costera, es, además, uno de los puntos de partida de la emigración africana a Europa, al alza en los últimos meses. Libia es, además, un país rico en recursos naturales, entre ellos las novenas reservas petroleras del mundo (2,9%).

Por otra parte, el alto el fuego de las dos grandes facciones militares no debe hacer olvidar que siguen operando por el extenso territorio libio numerosas milicias armadas, la mayoría de inspiración islamista radical o yihadista. “Las milicias salafistas están en ascenso en 2021 en Libia. Si son capaces de superar la divisoria este-oeste podrían tener suficiente poder militar para hacerse con el control de Libia”, advierte el director de la Iniciativa para el Norte de África del Atlantic Council Karim Mezran en un artículo para el think tank Wilson Center. Es mucho lo que la comunidad internacional se juega.

Nostalgia de Gaddafi

La guerra, la inestabilidad y la precariedad económica explican que una parte de la sociedad, una mitad para algunos analistas, recuerde con nostalgia el régimen del viejo coronel de Sirte. “Comparado con hace cinco años, la situación es mucho mejor. Pero si la comparamos con hace diez, en tiempos de Gaddafi, es totalmente inestable. Tenemos además un gran número de organizaciones terroristas e individuos que operan en el país como nunca habíamos tenido”, afirmaba recientemente en declaraciones a Euronews el académico libio Mustafa Fetouri.

Consciente de esa simpatía por Gaddafi, uno de sus hijos, Saif al-Islam, pretende presentarse como candidato presidencial a las elecciones de diciembre. Segundo de los hijos del dictador, formado en Europa –tiene un doctorado en la London School of Economics londinense-, reivindica sin tapujos el legado de su padre. Fue capturado en 2011 por un grupo armado, condenado a muerte en 2015 y liberado dos años después.

Previsiblemente, el hijo de Gaddafi se enfrentará con el mariscal Haftar, que quiere ver cumplido su sueño de alcanzar el poder, en las urnas. Tras los comicios de diciembre, Libia tendrá que renovar su Parlamento en enero. Dos piedras de toque, en suma, que servirán para determinar si Libia avanza hacia la consolidación de las instituciones del Estado o si, por el contrario, el único horizonte del país norteafricano es la descomposición.