2021 o el año en que volvieron los golpes de Estado a África

  • Las asonadas se han sucedido en el año que termina en Chad, Mali, Guinea, Sudán y Túnez. Naciones Unidas advierte de la “epidemia” golpista

  • El deterioro de las condiciones económicas y sociales junto a los tradicionales problemas de gobernanza y violencia, en medio de la inoperancia de las potencias occidentales y el fracaso de las organizaciones regionales, explican la fragilidad de los procesos democráticos y las intervenciones militares

2021 será recordado en África no solo por los efectos de la pandemia, sino porque fue el año en que los golpes de Estado regresaron con fuerza al continente. En el conjunto del año los golpes de Estado se han sucedido en Chad, Mali, Guinea y Sudán. Solo en el África subsahariana han sido cuatro golpes (además de varias tentativas, como las dos registradas en Níger y Sudán) este año y once desde 2012. No en vano, el secretario general de Naciones Unidas, António Guterres, advertía este otoño de la “epidemia” de golpes de Estado. Los procesos de democratización siguen presentando hondas fragilidades.

Quizá la concomitancia entre pandemia y tentativas golpistas no sea tal. El deterioro de las condiciones económicas y sociales, en parte vinculado a la pandemia, ha incrementado la conflictividad y la contestación en las sociedades africanas. Pero el hartazgo va mucho más allá, pues responde a un hastío frente a la persistencia de la violencia, la corrupción y la mala gestión. Por otra parte, África es cada vez más el escenario de una batalla silenciosa pero persistente entre grandes potencias regionales y mundiales por penetrar en el continente y sacar tajada de los abundantes recursos naturales y oportunidades de negocio.

El espacio que dejan potencias occidentales en retirada lo ocupan, entre otros, China y Rusia, dos países no precisamente promotores de los valores de la democracia liberal. Aunque poco han contribuido países como Francia, cuyo presidente Emmanuel Macron calificó al fallecido presidente chadiano Idriss Déby “leal y valiente amigo”, al desarrollo de la democracia en África.

“Este año pudimos asistir con asombro a golpes de Estado en África en Mali, Sudán, Guinea o Chad, lo que conllevó un aumento de la inestabilidad en estos países al incrementarse la corrupción, la violación de los derechos humanos y el éxito del crimen organizado o los distintos grupos terroristas”, constata para NIUS la profesora de Derecho Internacional Público de la Universidad de Málaga Pilar Rangel.

“Junto a ello, prosigue Rangel, vimos que la respuesta internacional fue el reconocimiento de estos gobiernos impuestos a la fuerza por parte de muchos países. En el caso de Rusia, y a través del grupo Wagner, ha apoyado los golpes de Estado en Sudán y en Mali a cambio de obtener múltiples beneficios además de su presencia activa en estos países”.

En Guinea, el coronel Mamady Doumbouya lideró el 5 de septiembre pasado una asonada que daba al traste con el proceso democrático iniciado en 2010 con la elección de Alpha Condé, de 82 años. El primer presidente electo de la historia del país había sido reelegido en octubre de 2020 para un tercer mandato. Su llegada al poder fue percibida como la entrada en una nueva era para el país. No ha sido así. En medio de una intensa contestación popular por su mala gestión y la rampante corrupción, Condé fue arrestado por los militares, que disolvieron las instituciones, suspendieron la Constitución y decretaron el cierre de fronteras. El joven Doumbouya promete devolver el poder a los civiles una vez concluya un proceso de transición.

En Sudán la situación ha sido este año y sigue siéndolo especialmente delicada. En abril de 2019, tras varios meses de protestas el dictador Omar al-Bashir -30 años de autocracia- se veía obligado a marcharse. El esperanzador acuerdo alcanzado entre civiles y militares permitió la instauración de un Consejo Soberano y un Gobierno mixtos con el encargo de pilotar la transición hasta la celebración de elecciones libres en 2023. No ha sido así.

No fue desde el principio un proceso marcado precisamente por la estabilidad. En septiembre de este año el gabinete frustró una asonada con un balance de cuarenta militares detenidos. Pero al mes siguiente, a finales de octubre, el presidente del Consejo Soberano, el general Abdel Fattha Burhan, disolvía las instituciones de la transición, arrestaba al primer ministro Abdalla Hamdok, suspendía varios artículos de la Carta Magna y decretaba el estado de emergencia en todo el país. Masivas protestas rechazaron en la calle la asonada desde el primer día.

Con todo, a punto de cumplirse un mes del golpe, llegaban aparentes buenas noticias desde Sudán. El nuevo acuerdo alcanzado por líderes militares y civiles permitía el regreso del depuesto primer ministro Abdalla Hamdok, al que se le encargaba el liderazgo de un gabinete tecnócrata independiente hasta las elecciones de 2023. Pero el descontento persiste: para una parte importante de los sudaneses lo sucedido en las últimas semanas, lejos de garantizar una transición real hacia el poder civil, apuntala el poder militar y el poder de Abdel Fattha Burhan. Este mismo jueves las fuerzas de seguridad intervinieron contra quienes protestaban dejando varias víctimas mortales en distintos puntos del país.

En Chad se aprecia el triunfo de una suerte de golpe de Estado institucional. A la muerte del dictador Idriss Déby Itno –que llevaba mandando desde 1990- en el campo de batalla en abril de este año –pues lideraba una ofensiva militar contra los rebeldes del norte-, le sucede su hijo Mahamat Idriss Déby, quien se pondrá al frente del Consejo Militar de Transición. Lo hacía prometiendo “elecciones libres y democráticas” en un margen de 18 meses. Según los expertos, hay serias razones para pensar que las reformas serán meramente cosméticas y que su único objeto será mantener en el poder al entramado familiar de los Déby.

Por su parte, en Mali, el presidente Ibrahim Boubacar Keita, electo en 2013 después de un golpe militar y elegido de nuevo en 2018, era desalojado del poder por los militares en agosto de 2020 después de meses de protestas multitudinarias. La alegría parecía generalizada entonces entre los malienses. En octubre del año pasado se forma un gabinete de transición con el encargo de devolver el poder a la sociedad civil en 18 meses. Tampoco iban a respetarse los plazos. Exactamente el 24 de mayo de este año, los militares disolvían el gobierno interino, deteniendo al presidente Bah Ndawy y al primer ministro Moctar Ouane.

El jefe de la junta que lideró el golpe de agosto de 2020, el coronel Assimi Goita –a su vez segundo de Nadaw-, se convierte en presidente interino. Los malienses siguen esperando grandes cambios casi un año y medio después. Este mes, Goita aseguraba que a finales de enero proporcionará los detalles de la hoja de ruta que culmine con el final del poder militar y la convocatoria de elecciones libres, aunque cada vez hay más dudas de que así vaya a ocurrir.

Goita en Mali, como Doumbouya en Guinea, eran mandos de las fuerzas especiales. Mahamat Idriss Déby era el responsable de la seguridad presidencial. Los tres nuevos mandatarios tienen un pasado común como altos responsables de sus respectivos ejércitos y fuerzas de seguridad.

Por otra parte, aunque con unas características sustancialmente distintas a las de los citados países, Túnez, la primera plena democracia árabe, ha visto en este 2021 cómo su otrora inspirador proceso puede acabar fracasando rotundamente. El pasado mes de julio el presidente –electo en octubre de 2019- Kais Saied se arrogaba todos los poderes del Estado. El mandatario anunciaba este mismo mes que mantendrá el Parlamento cerrado hasta diciembre de 2022. Antes, en julio, deberá votarse una nueva Constitución que reemplace a la actual de 2014 cuyo panel de ponentes Saied nombrará a dedo.

La historia de este 2021 a punto de concluir contrasta con la del año 2020, cuando solo se produjo un golpe de Estado en África. En 2019 fueron dos. No descubrimos nada si recordamos que la historia contemporánea africana ha estado jalonada por asonadas militares: un estudio de dos profesores, Jonathan Powell, de la Universidad de Florida Central, y de Clayton Thyne, de la de Kentucky, muestra que entre 1960 y 2000 se produjeron una media de cuatro golpes de Estado y tentativas golpistas al año en el conjunto de África, recoge la web de Al Jazeera.

Según Powell, la tendencia a la militarización registrada este año ocurre en medio de una creciente crisis de legitimidad para los gobernantes. “Cuando líderes como Alpha Condé juegan con las constituciones, los límites a sus mandatos y el proceso electoral, ello hace incrementar el apoyo público de las fuerzas armadas para que ‘hagan algo’”. De hecho, casi todas las intervenciones militares estuvieron precedidas de fuertes protestas populares.

“Los golpes son una falsa terapia”

“Los golpes de Estado son la consecuencia de disfunciones graves y en realidad llegan como una especie de terapia pero es una falsa terapia. Ello revela una cosa, y es el hundimiento de los mecanismos de regulación de las tensiones políticas en la Comunidad Económica de Estados de África Occidental. La CEDEAO se ha prácticamente desmoronado, su liderazgo lo asumen países que no son democráticos. La política deja de tener sentido y cuando los militares llegan, la gente aplaude”, lamenta a Radio France Internationale Alioune Tine, ex responsable de Amnistía Internacional en África Occidental y fundador del think tank AfrikaJom Center.

Lo cierto es que la democracia encalla en África y en otras partes del mundo, donde el autoritarismo y los regímenes iliberales ganan terreno. Está por ver la respuesta de la comunidad internacional, si es que se produce, a la peligrosa tendencia registrada en el continente. “Es fundamental que la respuesta de la comunidad internacional sea el no reconocimiento de estos gobiernos que han llegado al poder a través de golpe de Estado exigiendo la vuelta a la normalidad y la restauración de la democracia como única opción posible. Si la comunidad internacional no es firme ante la escalada de golpes de Estado en África, el continente se desestabilizará mucho más y las consecuencias las verá próximamente Occidente. La pregunta es: ¿a la comunidad internacional le importa realmente lo que ocurre en África?”, se interroga la investigadora y docente de la Universidad de Málaga.