Opinión

Un garbeo gastronómico por Madrid: Agarimo, Osaka Nikkei, Sa Marinada y Los 33

Rape con callos de bacalao. Agarimo
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Por las mañanas de Madrid hay un rumor que no suena igual en ningún sitio. Es el rumor del mantel que se extiende, del cuchillo que acaricia el pan aún tibio, de la copa de vino o cerveza que pide ser llenada. Esa música me ha llevado a darme un pequeño paseo gastronómico por la ciudad. En cuatro pasos:

El primero me llevó hasta Agarimo, en el barrio donde el aire huele a horno antiguo y a conversaciones demoradas.

Guille Rivera y Miguel Calvo, los dos oficiantes del lugar, hacen del recibimiento un compendio de hospitalidad. Esta es una taberna atlántica donde se respira “ese agarimo”, que en gallego significa cariño y aquí extiende su enunciado a cuidar de las personas, a pensar en el planeta, no desperdiciar comida y respetar el producto. En este pequeño templo gallego no hay estridencias, ni menús enrevesados: hay oficio, memoria y un sentido del gusto que parece aprendido en mareas vivas y cocinas familiares.

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La mantequilla de pimiento de Padrón abrió la sesión como quien saluda desde la infancia: cremosa, vegetal, con un punto travieso. Luego llegaron las navajas de buceo, escoltadas por un pil-pil que ondulaba, y un mojo verde que ponía el contrapunto atlántico. En el arroz meloso con salmonete, el mar se hizo espesura y la cuchara buscaba su lugar, porque no había modo digno de no repetir. El rape con callos de bacalao fue un acto de fe: la textura, la gelatina, el pil-pil, todo conspirando para demostrar que la cocina gallega puede ser sensual sin dejar de ser sobria. Galicia, añorada desde Madrid.

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El vino, como la amistad, exige afinidad de temperatura. Pedimos Alanda Quinta da Muradella 2018, un tinto gallego de raza contenida, que muestra el carácter de la tierra y de quien la trabaja, con esa noble timidez que tienen los vinos de José Luis Mateo. En nariz, se abre poco a poco, dejando pasar recuerdos de fruta roja fresca, sotobosque y piedra húmeda. En boca, se desliza con suavidad, casi como si pidiera permiso para quedarse.

No busca protagonismo: acompaña la mesa con la serenidad de quien sabe que todo lo importante sucede en voz baja.

Decía Álvaro Cunqueiro que “comer es recordar. Todo buen plato tiene algo de regreso, como si el sabor nos condujera al lugar donde aún éramos felices.” El escritor y gastrónomo gallego sostenía también que en cada cucharada de caldo gallego se escuchaba el eco del mar. En Agarimo, ese eco se multiplica para transformar la nostalgia en permanencia.

Osaka Nikkei

Vuelvo por segunda vez a Osaka Nikkei, donde la fusión ya no es un reclamo, sino un diálogo civilizado entre Lima y Tokio, con una parada sentimental en Madrid, su llegada al continente europeo.

El tiradito tenía luz propia, como un atardecer limeño que se alarga en el paladar. Las navajas “Sacha” fueron una cita a ciegas entre la costa y el mercado. Los niguiris de hamachi parecían escritos a mano, con la precisión de un calígrafo japonés. Las vieiras y la lubina shiromi brillaron por austeridad. “En cada bocado, Lima y Tokio parecen curar una misma melancolía..”, me dijo un día un reconocido gastrónomo. El pato cerró el banquete con una elegancia casi europea, como un tango que acaba en reverencia.

Los vinos que elegimos para acompañarnos fueron: Roger Goulart Extra Brut 2020 que llegó con el descaro burbujeante de quien sabe que va a gustar. Espuma fina, acidez exacta, conversación animada. Y luego, como si el día necesitara hondura, apareció el Goliardo Caiño 2022: tinto gallego con nervio, vino que se aferra a la copa y a la memoria. Con ese punto de rusticidad que no se disfraza, que recuerda que el vino, antes que nada, es paisaje.

Como diría Gastón Acurio, la cocina nikkei no mezcla: reúne. Y en Osaka, lo hace con la tranquilidad de quien entiende que la identidad también se come.

Sa Marinada

A veces uno entra en un restaurante y sabe, sin necesidad de mirar la carta, que está a punto de presenciar un pequeño milagro. En Sa Marinada, ese milagro huele a mar abierto. El local, de acogedores tonos azules te traslada a esos maravillosos pueblecitos de pescadores de la Costa Brava. En él, Marisa Amate, Joan Gurt y su hija Martina entonan cánticos del producto que arrastran ecos de la Costa Brava y del Delta del Ebro.

Aconsejados por Joan, la cena se convirtió en un desfile de sencillez luminosa: un guisito con calamares y mejillones, de esos que consuelan el alma y perfuman la memoria. Coquinas que sonaban a verano, sepionetas que aún parecen moverse entre la espuma, unas mini navajas del delta del Ebro que chispeaban como versos breves. Luego, la gamba roja de Palamós, que llegó a la mesa con la solemnidad de un invitado de honor. Impresionantes. Un producto de primerísima calidad que habla por sí solo y que nos hará volver muy pronto a Sa Marinada Madrid. Para cerrar tan dulce festín, un pargo al horno con patatas, con la suavidad de un domingo mediterráneo. “La cocina es el paisaje puesto en la cazuela.”afirmaba Josep Pla. Él lo sabía: el mar no necesita discurso, sólo una sartén honrada. En Sa Marinada así lo han entendido.

Me llevé un vino de mi bodega: Pirata 2018, una sabia alianza entre Benjamín Romeo e Ismael Gozalo, un puente entre La Rioja y Rueda. Un blanco de alma mestiza, con nervio riojano y fragancia castellana, que tiene la virtud de los vinos libres: no se encierra en su denominación, se expande. Es la Sierra Cantabria y el páramo mesetario en la misma copa, un vino que parece pensar por sí mismo.

Esto es lo que debería ser Madrid, les dije en la despedida: un lugar donde todos los mares caben.

Los 33, brasas, moda y apetito

Madrid tiene la virtud, o la manía, de enamorarse rápido. Y últimamente su flechazo lleva nombre, número y acento del Río de la Plata: Los 33.

Llegamos allí una tarde en la que el local bullía como una estación central antes del último tren. Había en el aire esa emoción casi adolescente de lugar de moda, pero también una inquietud sutil: la pregunta eterna de si el éxito será aliado o enemigo.

La cocina es un espectáculo continuo. Fuego vivo, llama que respira, parrilla que no descansa. El humo es perfume, frontera, lenguaje. Uno entiende rápido que aquí la brasa no es técnica: es teatro, identidad y discurso.

Y, sin embargo, bajo ese fulgor, aparece otra sensación: la de bar non stop, al estilo neoyorkino. Esa voluntad de funcionar sin pausa, de servir sin tregua, tiene el riesgo de que la excelencia (si no la vigilan como un halcón) se vaya deslizando hacia un cómodo adocenamiento. Algo de eso late ya en el ambiente: una ligera incomodidad en el comensal, la que aparece cuando siente que el lugar lo quiere más espectador que invitado.

Pero sería injusto no decirlo con claridad: se come bien. Muy bien.

El primer bocadazo lo demuestra: un bikini a la parrilla, prosciutto Ferrarini italiano, queso havarti, mantequilla soriana, trabajado con un punto ahumado que engancha. Es magnífico, probablemente uno de los mejores que he probado… pero también es lo que es: un sándwich mixto elevado por técnica y producto, no por malabarismo conceptual.

Las brasas sostienen el nombre del restaurante y su argumento. Carnes de razas distintas, maduraciones cuidadas, ese crujido leve al cortar que anuncia jugo y carácter. Y junto a ellas, una guarnición silenciosa pero sobresaliente: los pimientos rojos como un crepúsculo lento sobre el Plata, dulces y acariciados por el humo.

Aquí la materia prima se respeta más que en muchos restaurantes madrileños, especialmente esos que existen para que uno pueda decir, “estuve allí”. Los 33 pertenece a esa categoría, sí, pero la supera por oficio y por brasa. Se come y se bebe bien, a pesar del bullicio, de la acumulación de gente esperando mesa, de la sensación de asistir a una fiesta ajena.

Los vinos formaron también parte del relato. Me gusta su carta de vinos. Para nosotros:

André Clouet Grand Cru 2020, un champán de espuma fina, limpia. Hay en él fruta blanca y un leve susurro tostado. Es un vino que tiene el raro talento de desaparecer del pensamiento justo cuando la comida sabe mejor. Y eso es virtud, no ausencia. Artuke Pies Negros 2023, un rioja que recuerda que no todas las Riojas quieren llevar uniforme. Fruta roja fresca, pulso contenido, tanino amable como una conversación a media tarde. Si el champán abría la puerta con elegancia, este vino acompañaba el ritmo final con la discreción de quien sabe que un buen trago no debe sobrepasar al bocado ni dominarlo: solo seguirlo.

Así finaliza un garbeo que empezó en Galicia, donde Álvaro Cunqueiro nos dijo que comer es recordar; continuó en el mestizaje preciso de Osaka Nikkei, donde César Vallejo nos recordó que hay melancolías que sólo curan los cuchillos bien usados; siguió en Sa Marinada, donde Josep Pla nos enseñó que la cocina es paisaje en cazuela; y terminó en Los 33, donde Mario Benedetti susurraría: “Defender la alegría como una trinchera… aunque el mundo esté lleno de motivos en contra.” Y esa es la conclusión más honesta: Comer bien en Madrid hoy exige elegir, caminar, esperar mesa, soportar ruidos y modas. Pero también recompensa: con una alegría sencilla, un bocado memorable y esa certeza íntima de que la vida, como la buena mesa, sabe mejor cuando es compartida.