El Danubio, la lluvia, mi hija: seguimos nuestra aventura en bicicleta hacia Viena

Hilo Moreno 16/09/2016 16:54

Abandonamos la ciudad alemana de Passau una mañana con lluvia tras recoger y cargar nuestras bicicletas recién alquiladas. El carril bici discurría paralelo a la carretera, junto al Danubio, que se deslizaba silencioso teñido de un color entre verdoso y marrón. Nada más salir de la ciudad, la lluvia aumentó su intensidad y tuvimos que ponernos toda nuestra ropa de agua. Era un buen estreno para testar la impermeabilidad del carrito donde S., mi hija de tres años, descansaba aturdida por el repiqueteo de las gotas sobre la lona.

Yo pensaba que ese día de lluvia, y también de aire frío, marcaría la tónica del clima durante el resto del viaje pero nada más lejos de la realidad: el resto del itinerario nos acompañó el sol y apenas vimos nubes en un cielo casi siempre azul brillante.

Pedaleamos varias horas bajo esa lluvia y el carril bici abandonó la estrechez que la cercana carretera le obligaba para sumergirse en la frondosidad de los bosques cuyos arboles caían en las aguas del Danubio. El firme sobre el que nos desplazábamos estaba casi tapizado por caracoles y babosas, y costaba afinar el paso de las ruedas para esquivar a los pequeños animales.

Si tuviese que definir con una palabra el escenario y el ambiente de los primeros días, aquellos en los que el Danubio recorre parte de Alemania en la zona fronteriza con Austria a una altitud ligeramente superior, esa palabra sería frescor. Y puede que también cerveza, pero esa es otra historia.

Aparte de la lluvia, durante las primeras horas de la mañana de esos días la hierba sobre la que acampábamos permanecía empapada de rocío. Nos alojábamos en pequeños campings, más bien prados no demasiado grandes pertenecientes a granjas, o a restaurantes del camino que nos cobraban poco por clavar y elevar nuestro refugio de lona en él.

El mundo de la acampada con niños es algo más cómodo y menos aparatoso de lo que mucha gente puede pensar. En los campings suele haber bastantes niños con los que jugar y, al tratarse de prados abiertos y revestidos de exuberante hierba, es el lugar perfecto para que estos jueguen permaneciendo siempre a la vista. En algunas de las granjas donde acampamos había, además, todo tipo de animales domésticos: cabras, ovejas, caballos, conejos, cerdos, patos... un paraíso para S. o cualquier otro niño al que le gusten los animales.

También las jornadas de ciclismo, aunque más cortas de lo habitual, resultaron ir muy bien con la pequeña a la que el traqueteo continuo del carrito creaba un efecto adormecedor implacable que le hacia caer sin remedio en un sueño profundo al poco de iniciar el pedaleo. Bajo ese efecto pasaba más de un tercio de la jornada completamente dormida.

Entre acampadas en prados verdes, y jornadas de sol y lluvia, recorrimos más de doscientos kilómetros y llegamos, al atardecer, a la pequeña ciudad de Melk. Autobuses de turistas permanecían aparcados a la orilla del río y de ellos bajaban numerosas personas mientras los cruceros del Danubio atracaban en sus márgenes.

Melk es un lugar de gran interés turístico y su cercanía a Viena hace que esté continuamente frecuentada. El punto de mayor interés del lugar es una gran abadía que se eleva junto al río y en cuyas entrañas se encuentra una enorme biblioteca famosa en el mundo entero y en la que Umberto Eco se inspiró en su novela 'El nombre de la rosa'. Cuando nosotros llegamos la abadía recibía los últimos rayos del sol y el tañido de sus campanas llegaba hasta nosotros mientras montábamos la tienda junto a un antiguo restaurante del camino.