La posada eslovaca que abrió solo por nosotros y su gran historia secreta

Hilo Moreno 07/10/2016 16:35

Uno de los cambios fundamentales para el ciclista que recorre la ruta del Danubio en el tramo a partir de Viena es la reducción de kilómetros de carril bici. La ruta está peor acondicionada en este tramo que en los anteriores, lo que le añade encanto por un lado pero le resta seguridad por otro a la hora de compartir la carretera con otros vehículos.

Si uno viaja con un niño, como es nuestro caso, el tráfico es el elemento a evitar número uno y por ello la planificación en las siguientes etapas fue más complicada, hasta el punto de escaquearnos un tramo de cincuenta kilómetros que transcurre por una carretera sin arcén y que nosotros realizamos en tren no sin dificultades y rodeos. Pero continuemos el relato donde lo habíamos dejado.

Salimos de Bratislava entre campos de cultivo junto al Danubio y grandes nubes de mosquitos que se aplastaban en nuestras caras mientras 'S' dormía plácidamente en su carrito, protegida de los insectos por una malla anti mosquitos.

La primera etapa desde Bratislava tiene largos diques de contención en el río Danubio, lo que hacen que sea un paisaje monótono y desierto. Decidimos alargar la jornada algo más de lo normal con intención de llegar a un pueblo que se desviaba un poco de la ruta original pero que contaba con una pequeña posada, según nos contaba la guía.

Cansados y con cadáveres de mosquitos pegados hasta en el interior de las orejas llegamos a dicho pueblo, llamado Gabcikovo, tras cruzar la presa del mismo nombre, una de las obras de ingeniería más polémicas y grandes de todo el territorio de Eslovaquia. Al llegar, tarde y cansados, descubrimos que la posada, único alojamiento en decenas de kilómetros a la redonda, estaba cerrada y la acampada no estaba permitida.

Frente a semejante incertidumbre hicimos lo que se hace en estos casos: ir al bar más cercano y preguntar.

En Eslovaquia, a diferencia de Austria o Alemania, la gente no suele hablar inglés, y menos aún fuera de los núcleos urbanos. A través de signos les hicimos entender que necesitábamos alojamiento, y en cuanto comprendieron el problema se pusieron manos a la obra. Descolgó el teléfono el amable dueño del bar y comenzó una larga sesión de llamadas telefónicas en las que hablaba y preguntaba al interlocutor con gesto enérgico mientras nosotros mirábamos la escena sin comprender nada.

Ya anochecía sobre Gabcikovo cuando el tendero colgó su teléfono y nos hizo el gesto de seguirle. Subió en su bici y le perseguimos por las calles del pueblo, donde llegamos de nuevo a la posada cerrada. Pese a haber cesado el negocio abrieron la casa únicamente para nosotros con extrema amabilidad.

Nos despedimos del tabernero y nos quedamos con los dueños de la posada, una pareja de señores risueños y encantados de alojar a una cansada familia de ciclistas. Desde ese momento no dejaron de agasajarnos con toda clase de productos de su huerta, sus vinos de fabricación propia y toda clase de frutas y comida. Ellos tampoco hablaban una palabra de inglés pero la comunicación, por algún motivo, fluía entre gestos e intentos de palabras con una facilidad sorprendente.

Pasamos muchas horas bebiendo, comiendo y charlando hasta que ya los ojos se nos cerraban debido al cansancio de tan larga jornada. Dormimos como reyes en una preciosa buhardilla de madera y nos despertamos para bajar a degustar, de nuevo con nuestros anfitriones, del mejor desayuno y compañía del viaje hasta ahora.

Antes de marcharnos, Alexander, pues así se llama el propietario, nos enseñó su secreto mejor guardado: su pequeña bodega y producción propia de vinos en la parte inferior de la vivienda. Una maravilla creada con sus propias manos, ladrillo a ladrillo y piedra a piedra, donde parecía que el tiempo se hubiese detenido hace ya muchos años, y donde nos explicó, otra vez con mímica y sonrisas, el proceso de elaboración de sus vinos. Con gran pena nos separamos de la pareja y salimos pedaleando hacia la ultima etapa del viaje: la entrada en Budapest.

Es curioso como muchas veces, en los viajes, es el contacto humano lo que realmente deja huella y un encuentro con gente amable, dispuesta a ayudar y a disfrutar de compañía, puede convertirse en el mejor recuerdo de todo un largo viaje cargado de experiencias.