Buscando al bisonte de montaña

Hilo Moreno 05/04/2016 11:16

Tras terminar la campaña antártica volví a la ciudad de Canadá donde vivo. Ahora estoy encerrado en un apartamento con vistas a unos rascacielos tras los cuales, algunas noches, se dibuja en el cielo la aurora boreal. Las vistas son bonitas pero echo de menos el espacio abierto, salvaje y rodeado de hielo de Isla Livingston. Por echar de menos extraño hasta los eructos de los elefantes marinos en la tranquila noche. Ahora vivo en una gran urbe pero, en Canadá, la aventura se encuentra a la vuelta de la esquina.

Muy cerca de la ciudad de Edmonton hay un pequeño parque nacional, se llama Elk Island National Park. En él se encuentran numerosos lagos, bosques de abedules y senderos cubiertos de nieve en los que ahora se adivina el barro con la llegada de la primavera. También hay animales, bisontes entre otros. El bisonte no es sólo el mamífero más grande de todo América sino que es, además, un símbolo. Es el símbolo y el sustento de algunas de las culturas que existían en el lugar antes de la llegada de los hombres blancos y también de la práctica extinción de algunas especies (el bisonte entre ellas) que estos últimos provocaron en el entorno. Dentro de los bisontes existe una subespecie particularmente amenazada y difícil de encontrar: el bisonte de montaña.

En cuanto me enteré que este animal vivía en mi vecino parque nacional el objetivo enseguida estuvo claro: tenía que encontrar algún ejemplar y fotografiarlo, costase lo que costase. Para moverse por semejante lugar sin hacer apenas ruido el medio de transporte más adecuado es una bicicleta. Pero una bicicleta cualquiera no sirve para recorrer la mezcla de barro, hielo y nieve que señala el inicio de la primavera así que decidí subirme a lomos de un vehículo con unas ruedas enormes, lo que aquí llaman una fatbike. Si mi bicicleta fuese un animal sería, sin duda, un bisonte.

Llegué una mañana de marzo a las puertas del parque y enseguida me sorprendieron los numerosos coches de rangers y policías que recorrían la carretera. Un helicóptero sobrevoló mi posición volando muy bajo. Algo raro estaba pasando. Un ranger se acercó y me preguntó mis intenciones, me contó que llevaban unas horas buscando a una persona extraviada y el helicóptero, en su búsqueda, había avistado un puma. Me dijo que tuviera cuidado. Me quedé pensando si la desaparición del excursionista y la aparición del puma tendrían que ver, es decir, si uno se habría comido a otro (el puma al senderista, obviamente; aunque vete tú a saber). Me alegré de la noticia, no del banquete sino porque ahora se abría ante mi la posibilidad de ver un puma en libertad, cosa que no he hecho en mi vida.

Cuando di mis primeras pedaladas la emoción de ver un puma en la soledad del bosque se convirtió, más rápidamente de lo esperado, en inseguridad, luego en temor y después en miedo. La paranoia me acompañó las cinco horas que tardé en recorrer todo el itinerario donde no pude dejar de mirar hacia todos los lados en busca del felino y, por si acaso, de algún que otro bisonte de las montañas. Volví al coche manchado de barro y con los pies calados como una sopa. En los últimos metros unas grandes sombras negras se introdujeron en el bosque y desde la lejanía hice alguna foto de mala calidad. Tras verla con detenimiento comprendí que los ejemplares no eran de bisonte de las montañas sino del de las llanuras, el “fácil” de ver.

Ahora estoy preparado de nuevo. He hablado con los rangers y me han dicho dónde se encuentra el esquivo animal. Había buscado en el lugar equivocado pero la próxima vez no se me escapará. El bisonte de montaña me espera y tengo una bici y una cámara para demostrarlo.