Opinión

Cuando el agua de mar llegó hasta Madrid y otras primeras veces de la hostelería

El agua de mar llegó a Madrid para crear un vivero de marisco. getty images
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El agua de mar llegó a Madrid por vez primera en febrero de 1972 y entró por la Gran Vía. La trajo José Retuerce, el dueño del restaurante Bajamar (Gran Vía, 78), con el fin de instalar en los sótanos del edificio Coliseum un gran vivero de marisco o primera cetárea de crustáceos que existió, tierra adentro, en un restaurante español. Lo había autorizado, un mes antes, el Subsecretario de la Marina Mercante del Ministerio de Comercio, con la anuencia del director general de Pesca Marítima. 

Aquel caudal de quince mil litros viajó desde Alicante en una colosal cisterna, que desvío el tráfico y se descargó de madrugada, en una especie de clandestinidad bastante consecuente con la enmienda ecológica que suponía dotar de agua de mar a Madrid. Fue la apoteosis del mayor anhelo gourmet de la Villa y Corte: comer marisco recién pescado y saborearlo; vivito y coleando minutos antes de llegar al plato.  

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El marisco ya era en los alrededores de la Gran Vía –por entonces Avenida de José Antonio, todavía–, todo un signo de prosperidad, a menudo un objeto de deseo asociado a otras tentaciones. Los banquetes de cigalas, angulas y percebes disfrutados en la célebre marisquería Korinto de Preciados, detrás de los sólidos cortinones de sus reservados, hubieran sido menos pródigos sin la vecindad de cabarets como Pasapoga, Erika o J’Hay, sin el dispendio del dinero estraperlista de la posguerra, ni la generosidad de los forasteros llegados a Madrid en busca de prebendas oficiales, tan predispuestos a deferencias rumbosas. 

Luego, aquel Bajamar pionero de la mar salada en Madrid se convirtió en el restaurante más caro y acaso más conflictivo de la capital, hasta su cierre en 2006. Su escaparate de primicias atrapaba incautos del marisco al peso y se ganó el dudoso honor de poseer el libro de reclamaciones con más autógrafos del país. La cercana comisaría de la calle de Leganitos fue bastante concurrida por clientes que se negaban a pagar la cuenta.  

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Me consta: una tarde, a finales de los años 70 en que descendí hasta su espectacular barra con unos familiares para tomar algún marisco mientras esperábamos el comienzo de la sesión del Coliseum –que por entonces era un cine–, fui testigo de la insólita aparición de dos policías nacionales, ataviados con su inquietante gorra de plato y el aparatoso tabardo gris de la época, para detener a un cliente que no quería pagar la factura por considerarla desmesurada e injusta. Coincidí con el maître en afear la conducta de quien consume manjares y se niega a pagarlos, mientras se lo llevaban a declarar a la comisaría. Pero, cuando poco después pedí nuestra cuenta, estuve a punto de solicitar el mismo trato.

La primera marisquería

Valga el episodio del primer lugar que trajo a Madrid agua de mar en abundancia para recordar, de paso, la primera vez que el marisco variado y copioso hizo su presencia en la hostelería madrileña. Ocurrió en Casa Rafa, bar-restaurante fundado en 1957 por los dos hermanos Rafael y Rodrigo Andrés, quienes conectaron con pescadores de Sangenjo y Villagarcía dispuestos a enviarles a diario pescados y mariscos recién atapados mediante de transportistas nocturnos. 

Tuvieron además el acierto –casual o deliberado– de instalarse en el número 68 de la calle Narváez, junto a la sede y los talleres del diario Pueblo, el vespertino más activo de la España de entonces, con una difusión similar a la de los dos diarios matutinos de mayor tirada, ABC y La Vanguardia. La oferta marinera de Casa Rafa en escaparate, barra y mesas de sus dos plantas resultó propicia para citarse y entrevistar a personajes populares del momento y también para celebrar con estupendos mariscos y cañas bien tiradas las cotidianas exclusivas originadas por un equipo de redacción que fue histórico, muy competente –bastante sensacionalista también– y decididamente vividor.

El mérito, en todo caso, es la vigencia de casi 70 años del restaurante-marisquería más antiguo de Madrid, atendido ahora por Rafa y Miguel Ángel, cada uno de los hijos –y por tanto primos– de los fundadores, quienes acreditan su éxito permanente, muchos años después de que el más activo de los tabloides madrileños dejara de ser su vecino. 

La otras primeras veces 

Aunque la desmemoria prospera sin querer y a menudo, intencionadamente –pues ayuda a presentar como novedad ocurrencias estrenadas hace mucho–, puede ser oportuno destacar otras iniciativas gastronómicas que fueron decisivas y recurrentes en la historia de la hostelería.  

Por ejemplo, la llegada a Madrid de la enigmática lamprea, el pescado que nos trajo de su Galicia natal José Limeres –luego fundador de Moaña, Portonovo y Ponteareas–, al restaurante La Toja, junto a la Plaza Mayor, en su primera iniciativa empresarial. O la inicial presencia de las cocochas y las angulas en el centenario Jai-Alai –por entonces en el frontón Recoletos– un restaurante que además tuvo la ocurrencia de servir, por vez primera, los chipirones en su tinta con una guarnición de arroz blanco, en los años de posguerra, a falta del pan blanco con el que hasta entonces se untaba la salsa. Una recurso que definió para siempre la presentación del emblemático plato vascongado. 

No es menos curiosa la apertura en Bravo Murillo, 7 de la cafetería Mallorca, anticipo de las cafeterías-pastelerías de barra y mesa abiertas en Madrid por Bernardino Moreno y familia en 1931, mucho antes del esplendor madrileño de las cafeterías americanas (California, Manila, Nebraska, Zahara…) que caracterizaron la modernidad hostelera del país con sus sándwiches o tortitas de nata en las principales calles de la capital. 

La alta cocina internacional de calidad nos llegó con las excelencias de la cocina austro-húngara del restaurante Horcher en 1943 de la calle Alfonso XII, frente al Retiro y la española más competente con Jockey, en Amador de los Ríos, un año después, hay renovado y vanguardista con un esplendor escénico aún mayor por Saddle. En cuanto a exotismos, el primer japonés de Madrid fue Mikado en la calle Juan Gris, donde sigue. Se fundó en 1979 por Keji Toda y su esposa e inicialmente no servían sushi pero sí tempuras, caldos dashi donde calentar cortes carnes o verduras y miso. El primer peruano fue El Inca, desde 1974 en la calle Gravina; el primer chino El Buda feliz de Tudescos, 5 y el primer marroquí Al-Mounia, que sigue en calle Recoletos desde 1966.

Aportaciones indispensables 

Las mesas individuales o independientes –pues las mesas fueron corridas o comunes en las fondas del siglo XIX–, los menús o las cartas con sus platos detallados y los precios fijos –que hasta entonces cantaba el tabernero ajustando contenido, dosis y precio con el cliente–, fueron aportaciones hosteleras del franco-suizo Emilio Huguenín, fundador de Lhardy en 1839, el primer restaurante en forma que estrenó de Madrid cuando aún no había reloj en la Puerta del Sol ni se había inventado la zarzuela.  

Más notable y desconocido resulta su otro logro primordial: el consentimiento para la mujer pudiera acudir al restaurante sin compañía masculina. En el siglo XIX las mujeres tuvieron prohibido durante mucho tiempo el acceso a cantinas, tabernas, bares y fondas, debido acaso a la innoble fama de algunos de esos lugares, pero también a los restaurantes, salvo que las acompañara algún varón. 

El ingenio para resolverlo hay que acreditárselo al restaurante Lhardy de Madrid, cuyo propietario no concebía un dislate vencido en Francia desde la Revolución y parece oportuno evocarlo en su contexto puntual.

Ocurrió en 1885, hace exactamente 140 años y coincidió con la iniciativa de una modalidad hostelera llamada “dinner Lhardy”. Costaba 20 pesetas y comenzaba accediendo por la tienda-pastelería, visita habitual de clientas solas o agrupadas. Trajo la tradición de servirse algún canapé con un consomé del samovar de plata, como aperitivo, antes de subir acompañadas de un camarero al comedor, sin pasar ante el portero en el acceso directo desde la calle, lo que favoreció la concurrencia de mujeres solas u grupos de amigas. Un estupendo avance en la autonomía social de la mujer y un bien propagado luego en la hostelería sensata.