¿Policrónico o monocrónico? El motivo por que el siempre llegas tarde, según una experta
Edward T. Hall estableció las categorías “monocrónico” y “policrónico” para explicar por qué hay quienes viven por el reloj... y quienes viven a pesar de ello
¿Por qué hay personas que siempre llegan tarde, según la ciencia?
“No llego tarde: simplemente llego en mi hora”. Detrás de esta frase, que podría sonar a simple justificación superficial, se esconde en realidad una arquitectura mental mucho más sofisticada. La impuntualidad, de la misma manera que la puntualidad obsesiva, no es solo una cuestión de costumbre o cortesía, sino la manifestación de un tipo de relación con el tiempo profundamente condicionada por la cultura, la experiencia y la emocionalidad. Así lo sostiene el antropólogo Edward T. Hall, que estableció las categorías de “monocrónico” y “policrónico” para explicar por qué hay quienes viven por el reloj... y quienes viven a pesar del reloj.
De esta manera, la puntualidad no sería un valor universal, sino una convención que entra en tensión cuando dos estilos temporales incompatibles entran en colisión. La fricción entre quien considera que “las seis en punto” son las seis exactamente sin que haya espacio para la demora, y quien interpreta esa misma hora como una intención vaga, no es algo trivial, sino más bien un desencuentro filosófico.
Dos formas de habitar el tiempo
Hall observó en los años 50 que las sociedades más al norte del planeta, como pueden ser Alemania, Estados Unidos o los países escandinavos, interpretan el tiempo como una secuencia lineal, donde las actividades se suceden una tras otra, cada una encerrada en su compartimento. Estas culturas “monocrónicas” entienden la eficiencia como cumplimiento estricto de lo planeado, y ven en la interrupción o el cambio una anomalía que amenaza el sistema.
En cambio, otras regiones del globo como América Latina, el mundo árabe o África se rigen por una lógica policrónica, en la que las relaciones humanas prevalecen sobre la cronología y los eventos se superponen en una coreografía de adaptaciones, replanteamientos y desvíos que, lejos de suponer una situación caótica, obedece a una racionalidad distinta, la de la prioridad emocional.
Pero esta dicotomía no es solo geográfica. Como señala la profesora Dawna Ballard, experta en cronémica de la Universidad de Texas en Austin, el estilo temporal también se expresa a nivel individual. El monocrónico se incomoda cuando lo interrumpen; su foco está en “tachar” tareas de la lista. El policrónico, por el contrario, considera legítimo posponer una entrega si su primo viene de visita y propone una excursión. “No todas las tareas son igual de urgentes”, razona Anne Kelsh, en un reciente artículo de New York Times, para quien la relación con el tiempo es, en última instancia, una cuestión de valores.
El problema es que el entorno no siempre valida esa flexibilidad. En España, por ejemplo, llegar cinco minutos tarde al trabajo puede implicar una penalización en la nómina si queda registrada formalmente en el control horario. Y es que en España las empresas pueden descontar de forma proporcional los retrasos, e incluso sancionar con despido disciplinario la reincidencia. Desde esta lógica contractual, el tiempo no es un marco: es un recurso cuantificable.
El conflicto se vuelve entonces existencial para quienes sienten el tiempo como espacio de relación, no de producción. Como explica Ballard, “si llegas tarde porque estás tratando de atender varias demandas humanas a la vez, eres policrónico”. Esta forma de navegar la jornada puede parecer irresponsable desde fuera, pero responde a un orden alternativo que no mide en minutos, sino que da importancia a los significados.
Ajustarse sin traicionarse
Las consecuencias no son solo económicas. En la convivencia diaria, el desfase entre estilos puede generar malentendidos que erosionan relaciones. Para evitarlo, Ballard propone una serie de ajustes prácticos, como que los monocrónicos puedan incluir “zonas de amortiguación” entre reuniones, llevar libros para leer durante las esperas, o trabajar la tolerancia a la impuntualidad ajena como un ejercicio de flexibilidad emocional. Los policrónicos, en cambio, pueden anticipar compromisos anotándolos media hora antes en su agenda, o usar recordatorios con alarmas sucesivas que simulen la presión externa que su estilo no genera de forma natural.
Pero el aprendizaje de fondo, insiste Ballard, no es técnico sino ético: abandonar el juicio. Comprender que quien llega diez minutos tarde no necesariamente es egoísta o torpe, sino que puede estar sintonizado con otra forma de dar sentido a su día. Como dice Bluedorn, autor de The Human Organization of Time, “cada estilo tiene ventajas y límites”. Los monocrónicos terminan lo que empiezan, pero pueden perder oportunidades inesperadas; los policrónicos saben improvisar, pero corren el riesgo de dispersarse.
Tiempo, identidad y posibilidad
Lo interesante es que ninguno de los dos estilos es algo inalterable. Como subraya la doctora Mara Waller, investigadora de la Universidad Estatal de Colorado, la relación con el tiempo es una preferencia modulable, no un rasgo fijo. Se puede entrenar la concentración o la adaptabilidad según las circunstancias. Lo importante es saber qué se busca: si se quiere eficacia, mejor adoptar el modo monocrónico; si se busca conexión, conviene entrar en modo policrónico. Y si uno desea vivir con menos fricción, lo ideal es dominar ambos lenguajes.
Así, la puntualidad, o la ausencia de ella, no es solo una cuestión de disciplina. Es, sobre todo, una brújula interior. Un código secreto sobre cómo entendemos el mundo, el trabajo y los vínculos. Y, quizá, un recordatorio de que la verdadera madurez no está en llegar siempre a tiempo, sino en aprender a llegar bien —y hacer que el otro también quiera quedarse.
