¿Por qué los años parecen pasar más rápido a medida que nos hacemos mayores? La ciencia responde

Existen varias explicaciones para un fenómeno que es absolutamente real
La edad a la que termina la juventud biológica, según la ciencia
¿Recuerdas esos veranos infinitos de la infancia? ¿La sensación de que el tiempo avanzaba lento, casi inmóvil? Ahora, sin embargo, los años se suceden con la velocidad de un pestañeo. Esa percepción compartida no es una ilusión sin fundamento: la neurociencia, la psicología cognitiva y la fisiología del envejecimiento tienen respuestas contrastadas sobre por qué, a medida que cumplimos años, el tiempo parece comprimirse.
Las razones y estudios que explican este fenómeno
La primera clave está en la llamada teoría proporcional del tiempo, que defiende que la percepción subjetiva de la duración de un periodo está directamente relacionada con su peso relativo sobre el total de vida vivida. Así, para un niño de cinco años, un año representa el 20% de su existencia. Pero para alguien de 50, apenas el 2%. Esa diferencia explica por qué el paso del tiempo se percibe como más acelerado con la edad.
Otra teoría es la que sustenta un estudio publicado por la Universidad de Duke en colaboración con la Universidad Hebrea de Jerusalén analizó cómo cambia el procesamiento cerebral con la edad. Según sus conclusiones, el cerebro adulto procesa menos imágenes visuales por segundo, una suerte de reducción en la “frecuencia de actualización mental” que hace que percibamos menos cambios en el entorno por unidad de tiempo. Como explica el investigador Adrian Bejan, “los días parecen más cortos porque el cerebro humano envejecido recibe menos estímulos y los procesa más lentamente”.
También es importante tener en cuenta que a medida que la vida adulta se estabiliza, con un trabajo estable, familia, responsabilidades… las rutinas ganan terreno. Y eso tiene un precio: la memoria almacena menos hitos vitales, menos eventos “diferenciables” que permitan anclar el paso del tiempo. Como explicaba el psicólogo Marc Wittmann en Cadena SER, “la repetición mata el tiempo subjetivo. Cuantos más recuerdos nuevos generes, más larga parecerá tu vida”.
La química cerebral también tiene algo que decir. La dopamina, neurotransmisor vinculado a la recompensa y la novedad, disminuye con la edad. Y sin dopamina, disminuye la capacidad de registrar nuevas experiencias o de percibir cambios sutiles en el entorno. Es decir, la vida emocional se vuelve más lineal, menos vibrante. Todo esto contribuye a que los días se sientan más iguales, y por tanto más fugaces.

Otro fenómeno que distorsiona nuestra percepción temporal es el llamado efecto telescópico, por el cual los acontecimientos recientes parecen más lejanos de lo que son, y los lejanos, más cercanos. Esto influye especialmente en la vejez, cuando se tiende a revisar la vida desde una perspectiva mucho más panorámica, cuando los recuerdos se amontonan sin presentar una secuencia temporal clara.
Cómo ralentizar el paso del tiempo
La buena noticia es que, aunque la percepción subjetiva del tiempo tienda a acelerarse con los años, no es un destino inevitable. Numerosos estudios sugieren que podemos “ralentizar” el tiempo con estrategias concretas que fomenten la novedad, el asombro y la atención plena.
La neurocientífica Catherine Loveday explica que una de las claves está en salir de la rutina e incorporar nuevas experiencias significativas en nuestro día a día. “El cerebro crea recuerdos más duraderos cuando experimentamos algo fuera de lo habitual, porque necesita más recursos para codificar esa experiencia”, afirma.
Un simple cambio de ruta al caminar, aprender un idioma, viajar, incluso pequeños retos como probar una receta desconocida o acudir a un evento distinto, pueden tener un efecto acumulativo. No se trata solo de “hacer más cosas”, sino de vivirlas con atención plena. La meditación, el mindfulness y las prácticas contemplativas ayudan a que el cerebro registre el momento presente con más nitidez, aumentando la densidad de recuerdos y alargando la percepción temporal.
Además, un estudio dirigido por Andrei Baydin, introduce una dimensión cuantificable al fenómeno: la densidad de experiencias únicas por unidad de tiempo como lo que determina la “velocidad subjetiva” del tiempo, más allá de la edad cronológica. Según sus modelos, los periodos de mayor creatividad, cambio o aprendizaje, incluso aunque tengan lugar en edades avanzadas, provocan una ralentización en la experiencia del tiempo vivencial.

También influye la forma en que organizamos el tiempo retrospectivo. Llevar un diario, ordenar fotos, rememorar vivencias con otras personas… ayuda al cerebro a construir una narrativa más rica y matizada de los años vividos, lo que puede ampliar la percepción subjetiva de duración y contrarrestar el efecto de “vida comprimida” que muchas personas sienten al envejecer.
Volver a llenar los días
El tiempo, como diría Borges, es la sustancia de la que estamos hechos. Y aunque el reloj biológico avance a ritmo constante, nuestra memoria emocional y nuestra forma de vivir cada jornada determinan si ese tiempo se nos escapa o se nos queda grabado. La vejez no tiene por qué ser sinónimo de fugacidad: con intención, variedad y curiosidad, cada año puede volver a sentirse como aquellos veranos de la infancia. Lleno de vida. Lleno de tiempo.
En definitiva, la clave para que el tiempo no se nos escape no está en frenarlo, sino en llenarlo. Hacer cosas nuevas, prestar atención, crear memoria, y, sobre todo, vivir de forma intencionada.

