El restaurante del barrio de Salamanca que conquista desde a Ferran Adrià hasta Aduriz: "Solo hay un chef que no ha venido"

Compartimos mesa con Trifón Jorge Esteban, artífice de El Fogón de Trifón, una de las paradas obligatorias en la escena gastronómica madrileña desde que abriera sus puertas en 2002
"Soy hostelero como mi padre": sagas de cocineros y jefes de sala que van heredando su talento
Para conocer los orígenes de El Fogón de Trifón, lugar de visita obligada para amantes de la buena cocina en la capital, hay que remontarse al año 1965 y, ya puestos, hacer una excursión hasta el barrio madrileño de Vicálvaro. Es allí donde se ubicaba –y se sigue ubicando– El Mesón El Águila, el negocio familiar en el que empezó todo. Nos lo cuenta con todo lujo de detalles –su memoria es tan admirable como su buena mano con los guisos– el carismático Trifón Jorge Esteban.
A sus 65 años, y con unas cuantas batallas a sus espaldas, el hombre al frente de uno de los restaurantes con más solera de la ciudad emana felicidad por todos sus poros (su sonrisa siempre le delata). Su casa sigue siendo una de las más respetadas por gastrónomos, artistas, periodistas, deportistas… Desde Carlos Herrera a Leiva, pasando por Iker Casillas, Carlos Latre o Ilia Topuria. Todos quieren una mesa en este modesto local en el que las sobremesas siempre se alargan y donde se respira un ambiente familiar desde que fuera fundado allá por…
“El 12 de diciembre de 2002”, afirma sin titubear el creador de este templo de la cuchara que ha salido fortalecido tras las crisis de 2010 y 2020. De ahí que no sea nada fácil conseguir reservar en su comedor, aunque –dicho sea de paso– la experiencia de comer en las mesas de la entrada no desmerece en absoluto. ¿Los motivos de su éxito? La calidad del producto que manejan, la autenticidad de sus elaboraciones, el altísimo nivel de su bodega… Y, por supuesto, la energía que flota en el ambiente, algo de lo que son 100% responsables padre e hijos.
Esta historia empieza en una vaquería del barrio de Vicálvaro. Año 1965.
Así es. Cuando las centrales lecheras terminaron acaparando todas las vaquerías adyacentes al centro de Madrid, sobre todo por la zona de Carabanchel o Ciudad Lineal, mis padres tuvieron que buscar un sustento familiar. Así fue como mi madre y mi padre, una vez les quitaron las vacas, decidieron montar un mesón en lo que seguía siendo una vaquería. En las habitaciones donde estaban los secaderos de grano de trigo pusieron comedores e hicieron una cocina en lo que era el patio, y de allí salían diariamente conejos al ajillo, pescadillas a la romana, platos de entremeses, huevos al plato… Lo típico que se vendía entonces. Y así estuvo funcionando el Mesón El Águila durante cuatro años.

¿Y qué ocurre en 1969?
Ese año mis padres decidieron derribarlo para construir el nuevo mesón, que se terminaría inaugurando en 1970. Yo tenía 10 años entonces, y con 12 ya estaba haciendo pinchos morunos, gambitas a la plancha... (risas) Mi hermano mellizo y yo, en realidad, porque mi hermana era todavía muy pequeña. Pero es ella quien lo regenta en la actualidad. Y desde que se abrió hasta ahora, además de dar muchos menús, se han celebrado en sus tres salones infinidad de bodas, bautizos y comuniones. Además, cuenta con una terraza interior.
¿Y cuándo comienza tu carrera como hostelero de manera oficial?
A partir del 83 yo ya me metía en la barra, en el comedor… Donde hiciera falta. Pero es en el 84 cuando le diagnostican esclerosis múltiple a mi hermana mayor, María Jesús, que ya falleció, y que era la que ayudaba a mis padres en la cocina. Y en ese momento me toca tomar la decisión, porque nadie se quería meter en la cocina. Y decido hacerlo de manera autodidacta, sin ninguna base y sin haber hecho siquiera un curso. Lo que pasa es que sí que me he gastado dinero en restaurantes y, gracias a Dios, tengo buen paladar y olfato. Así que empiezo a sacar platos en el mesón y los fines de semana aprovecho para contratar a jefes de cocina de restaurantes como el Café de París, el Meliá Princesa… Ellos libraban esos días y yo les pagaba diez mil pesetas por enseñarme. Aunque de quien yo aprendí mucho fue de mi madre y de mi padre. De ella, la pulcritud y la limpieza en la cocina, y de mi padre todos los trucos de la cocina auténtica, de tradición y artesanal.

Y a partir de ahí ya no hay vuelta atrás. Era cuestión de tiempo que Trifón Jorge terminase teniendo su propio restaurante.
Ahí empieza ya un poco la revolución mía en la cocina. Cambio la carta y meto platos después de dárselos a probar al personal, porque comíamos todos juntos: los empleados, mi madre y mis hermanos. Les daba pimientos de piquillo rellenos de bacalao, merluza rellena con lechuga… Recuerdo que me hice unas parrillas para poder cocinar la carne en la misma mesa (risas). Digamos que innové un poco todo junto con mis hermanos. Luego, ya en los 90, cogí a un chaval al que le enseñé todo, que se llama Jesús y sigue siendo el que ayuda a mi hermana en la cocina. Es prácticamente de la familia. Esa decisión, y la de enseñar a cocinar a mi hermana, las tomé básicamente porque había dos tipos de clientes: el que quería que yo saliera a la sala, porque les vendía muy bien los platos, y el que prefería que me metiera en la cocina porque le gustaba cómo cocinaba yo (risas).
Pero también te gustaba mucho la barra, ¿no?
Mucho, de hecho me inventé un vermú que se llamaba ‘Machacaíto’. Lleva vermú de barril, un toque de angostura, otro toque de ginebra y va perfumado con una cáscara de limón. Le servíamos en un vaso Oslo con un palillo que llevaba una guinda verde y una roja. No deja de ser vermú preparado al que yo le añadí soda y hielo. Se convirtió en el aperitivo de trago largo que todo el mundo pedía porque con dos ya veían chispitas (risas), y solo costaba 175 pesetas. Un chollo en comparación con las 380 o 400 pesetas que costaba un ron con coca cola. Lo tomaban incluso por las noches, y decían que les entraba mejor que una copa. Para acompañarlo, yo siempre les ofrecía un bocata de oreja con salsa brava (risas). Entre el 96 y el 97, el Mesón El Águila era ya un sitio de peregrinaje, venía gente hasta de Mejorada del Campo o de Coslada a tomar el aperitivo allí. Y venían por nuestras patatas con ajo dorado, harina, vinagre, agua y un poquito de caldo de cocido. Como si fueran unas patatas guisadas, bien picantes. Las poníamos en el centro de la barra y volaban. Es una pena porque aquello ya no es lo que era. Básicamente, porque ahora se ha convertido en un barrio dormitorio. Es todo muy diferente.

Poco después ocurrió algo que te marcó para siempre. ¿Cómo recuerdas aquel accidente de moto?
Fue en el 98 y me obligó a tener que cerrar El Águila Rock, un bar que había abierto tres años antes y que era una especie de parodia a medio camino entre el Hard Rock Café y el Planet Hollywood donde hacía hamburguesas, costillas adobadas, tacos... Pero lo cerré porque el accidente de moto fue muy grave, no estaba en condiciones. Me rompí las manos, la clavícula… Ese mismo año me dieron una invalidez permanente total y, entre una cosa y otra, me planto en el año 2002, que es cuando decido dejar el mesón después de ir a ver a un amigo mío que se llama Manolo Tabares.
¿Qué pasó ese día para que decidieras emprender tu propia aventura?
Fui a verle a su casa, luego nos tomamos una copa en la plaza de Tudescos y quedamos al día siguiente para seguir con la conversación. El caso es que me llevó a una sidrería (Astur) que tenía abandonada en la calle Cardenal Cisneros. Me dijo que no funcionaba y me ofreció irme allí como cocinero, relaciones públicas, camarero… ¡Lo que yo quisiera! (Risas) Y al día siguiente me presenté allí y me puse a trabajar. No te imaginas el descontrol que había: se acababa el producto cuando nos faltaban por dar la mitad de los menús, la gente de cocina no estaba preparada… Así que me comprometí a organizar aquello, recuerdo que me pagó 750 euros por los primeros 15 días de trabajo, a pesar de que yo no le pedí nada porque teníamos una relación de amistad. Pero es que en esos 15 días facturé 13.000 euros (risas). Y el caso es que me puse a dar comuniones, despedidas de soltero… Y terminé facturando 47.000 euros al mes, él no se lo podía creer. Aparte de eso, algunos días me pasaba por su otro restaurante, Villa de Foz, en la calle Gonzalo de Córdoba.

Pero es evidente que aquello no terminó de fructificar.
Al final estuve allí unos cuatro meses porque me di cuenta de que sus intenciones y las mías no eran las mismas. Pero le sigo queriendo mucho a Manolo. Y el caso es que un día, tomando unos botellines con el dueño en el bar que había aquí mismo (C/ Ayala, 144), que se llamaba El Arachan, me dijo que ya estaba cansado y que tenía ganas de traspasarlo. Me puso una cifra en un papel, yo le ofrecí la mitad y al final llegamos un acuerdo, porque yo había hecho un estudio de la zona y tenía muy claro hasta dónde estaba dispuesto a ofrecer. Aquel día nos dimos la mano y, en total, pasaron 12 días desde que dejé la Sidrería Astur hasta decidí quedarme con lo que hoy es El Fogón de Trifón.
¿Y cómo recuerdas ese primer El Fogón de Trifón?
Pinté las sillas, cambié las puertas… Y me puse manos a la obra porque yo lo que deseaba era empezar a funcionar. Recuerdo que yo no quería dar menús, así que ofrecía un plato del día, con el que facturaba unos 200 o 300 euros al día. Tenía una mujer en cocina y dos camareros en la sala. Hacíamos callos, bacalao con tomate, una carne estupenda que cortaba delante del cliente… Y un buen día, en 2003, recibimos nuestra primera crítica gastronómica. La hizo Carlos Maribona para el ABC, y creo recordar que nos puso un 7. El caso es que a partir de ahí vinieron Antonio Ivorra, Luis Cepeda, José Carlos Capel, Víctor de la Serna… ¡Y yo no los conocía! (Risas) En aquellos primeros años nos hicimos famosos por los callos, el rabo de toro, las albóndigas… Y luego por los platos del día, que podían ser desde un marmitako de rape a un potaje garbanzos con boletus y langostinos, pasando por fideos con almejas o unas pochas.
También se ha dicho siempre que la tuya es una de esas casas por donde siempre pasan reputados chefs.
Por aquí han pasado todos (risas). ¡Hasta Sacha! No sé, ha estado varias veces Ferran Adrià, la primera vez hace 16 años. De hecho, el otro día estuvo aquí con Benjamín Lana. También suele venir Andoni Luis Aduriz, al que yo cariñosamente llamo Luisito... La única espinita que tengo clavada es que no haya venido aún Abraham García, a pesar de que siempre me ha dicho: “Tengo que ir a verte” (Risas) Me haría mucha ilusión que viniera un día.

Los que sí están cada día aquí como dos clavos son tus dos hijos. Háblame de ellos.
Ellos son mi mano derecha e izquierda. A Trifón –que está en sala– le enseñé el oficio cuando tenía 14 años, empezó viniendo los fines de semana. Después estuvo viviendo en Inglaterra y a la vuelta le metí en el Hotel Urban. Y la incorporación de Iker –está en cocina– ha sido también fundamental. No te imaginas lo que sufrimos cuando la pandemia, a lo mejor producíamos en una semana 25 kilos de rabos y 25 kilos de albóndigas. Estábamos los cuatro solos, Iker se tuvo que meter en la cocina con la madre y yo repartiendo con la moto, con la BMW. Fue una época muy dura. Te puedo asegurar que yo ahora mismo sin ellos no podría.
¿Y a Iker le dejas que haga también su pequeña revolución en la cocina o no le das tanta libertad?
Por supuesto, no tienes más que ver el salpicón que yo hacía y compararlo con el suyo. Ahora mi hijo hace una especie de aguachile con gamba cocida, limón, el pulpo poco cocido… Y la verdad es que a la gente le encanta. También hace unas lasañas espectaculares. A él le gustan mucho la caza y los platos frescos con algo de crudo. Pero él no es nuevo en esto, ten en cuenta que al final él lleva cocinando desde que era adolescente, cuando se bajaba al mesón a cocinar oreja o chuleta con su abuela.
