Opinión

Crónica de un Bierzo iluminado por 200 puntos Parker

Ricardo Pérez Palacios y Raúl Pérez
Ricardo Pérez Palacios y Raúl Pérez. Gastro Mediaset
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En el Bierzo el viento sabe rezar. Entre cepas retorcidas que sueñan uvas imposibles, en las lomas onduladas de Valtuille de Abajo, la patria chica de Raúl Pérez. Llegamos para cumplir con el prometido encuentro en una de las tardes calurosas de julio, en el punto y hora en el que la Guía Parker hacía públicas sus notas.

En la casa de Raúl la madera cruje al compás de una celebración que ya es leyenda: La Muria 2023 y La Faraona 2023 han recibido los cien besos de Parker, cien fuegos encendidos en la copa. Las notas de la excelencia.

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Mientras, la noche se va posando lentamente como un manto húmedo, como un vino oscuro allí donde la mencía se agarra a la pizarra como si el otoño, el tiempo de vendimias, fuera una promesa, un lugar en el que respiran historias antiguas.

La Muria 2023 y La Faraona 2023 han recibido los cien puntos de Parker
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Cenar bajo la luna llena

El vino es la sangre que la tierra sueña”, podría susurrar Juan Carlos Mestre desde algún muro invisible, mientras Raúl Pérez alza su copa y Ricardo Pérez Palacios asiente, cómplice de silencios y racimos. Ricardo, con esa sonrisa suya que desarma, de bondad quieta y mirada clara. Hay en él algo de monje y algo de labriego antiguo: la paciencia para escuchar a la tierra y la humildad para hacerse pequeño ante la cepa vieja. Pocos como él han entendido que el Bierzo no se conquista: se cuida, se acaricia, se defiende de la prisa. Su sabiduría es honda como una bodega subterránea, generosa como una vendimia tardía que regala miel y bruma. Su mano, su intuición y su conocimiento han abierto caminos nuevos para estos viñedos que ahora hablan el lenguaje de lo excelente. Ellos entre copa y copa reinventan el Bierzo en cada añada, cada madrugada… “In vino veritas”, sentenciaba Plinio El Viejo.

Nos sentamos a cenar todos los convocados: Rodri Méndez, el druida atlántico de Rías Baixas, derrama risas y acentos salobres, trae en la maleta el rumor de las rías y el aliento de sus albariños mecidos por aires marinos. Con él, su familia comparte la mesa como se comparte un fuego antiguo. Vienen acompañados por una sugestiva empanada de chocos con toda la jugosidad y el sabor del mundo. Enfrente está Jorge Peique, hijo de estas mismas viñas de Valtuille, es el rey de las brasas, el encargado de hacer unas excelentes chuletillas mientras brinda también por los abuelos que le enseñaron a domar el terruño y a escuchar la viña cuando suspira al anochecer.

Alrededor de la misma mesa, otro amigo, Cirilo, un transportista de felicidades que vienen de Burela, de las profundidades del Cantábrico: camarones y cigalas que él ha cocido en un punto marino magistral.

Alargando los afectos y compartiendo viandas: Pili, la mujer de Cirilo, y Jose, recordándonos lo bien que preparan las anguilas en su restaurante. Mañana iremos a dar cuenta de ellas en el aperitivo.

Esta mesa es un privilegio de la compañía y la camaradería. Del buen comer y mejor beber. “El vino siembra poesía en los corazones”, cantaba Dante Alighieri. Entretanto, la luna llena sale erguida a lomos de la cordillera de los Montes de León.

Raúl, oficiando de maestro de ceremonias y mago de cepas, sonríe. Hay en él una grandeza que se mide en silencio: sabe ser gigante sin subirse a ningún pedestal. En cada copa suya viven la lírica de la fruta y la tierra, es un gesto de rebeldía, una elegancia que solo conoce quien ha pasado noches enteras hablando con el viento entre vides. Este peculiar valtuillense, hace vinos como quien hace amigos, compartiendo saberes, uvas, barricas y secretos con otros jóvenes viticultores. Sus parcelas son casi personajes literarios: La Poulosa, El Rapolao, La Vizcaína, Ultreia, El Pecado… Sus etiquetas no son solo marcas, describen microparcelas, suelos, altitudes, exposiciones distintas. Cada botella es como ir abriendo un mapa íntimo de esta comarca. Y luego está ese sitio mágico de Viaríz (de donde salen el vino del mismo nombre y La Muria), en el que Raúl no fuerza a la naturaleza, no la interfiere; la acompaña. Y más tarde, cuando la fiesta se apaga, él vuelve a ser hijo, hermano, padre: hospitalario hasta la médula, tierno como un chopo joven, con esa forma suya de proteger a los suyos, de cuidar cada detalle para que todos nos sintamos como en casa.

Estamos en la parte alta de Valtuille de Abajo contemplando como los sarmientos duermen bajo esta luna pletórica de julio, adivinando futuros en la lengua de la brisa. Por aquí pasa, invisible, el Camino de Santiago, esa ruta excelsa que hilvana peregrinos y viñas, oraciones y botas de vino, uniendo Compostela con cada sorbo que mitiga el calor sobrevenido.

Brindamos por la cepas floridas, por el terruño que murmura secretos. El final de la cena es un ritual: frutas que lucen como un verano resplandeciente, dulces y quesos que se deshacen como promesas incumplidas. El vino gotea en nuestras gargantas agradecidas, y cada copa es un hito de esa peregrinación íntima que se hace de racimo en racimo.

San Pedro de Montes

Al amanecer, cuando el sol todavía es tenue y bendice la piel, partimos hacia la Granja de los Monjes, también llamada Granja de Santullano. Allí, donde San Fructuoso y San Genadio dejaron su eco de oración y piedra, hoy retoña un milagro nuevo. Diego García, señor de mareas y redes, oficiador de la joyería marina de Madrid, sueña con devolver la voz a ese monasterio dormido, y mientras tanto, la tierra despierta a su manera. Casi setenta hectáreas de godello (47 de viñedo nuevo y 22 de cepas centenarias) ondean sus hojas como estandartes verdes entre muros que fueron ceniza y ahora germinan esperanza.

Granja de los Monjes

Un viento leve se llena del rumor de las viñas jóvenes, de la savia que trepa como un salmo sobre el lomo de la colina. Más abajo, la huerta prodigiosa exhala un perfume de hortaliza y pulso vivo: tomates que saben a sol, alcachofas erguidas como oraciones, lechugas, pimientos, calabazas que engordan como cuentos que se saben verdad. Allí, donde los monjes oraron el silencio, brota ahora un credo vegetal que alimenta cuerpos y paisajes.

La memoria es un animal que regresa”, imagino que murmura el poeta Antonio Gamoneda desde algún claustro de sombra, y veo a Diego acariciando muros, abriendo ventanas al siglo XXI, dejando que la piedra vuelva a respirar como respiran los viñedos cuando se abre el sol.

Camino de regreso a Valtuille, en Toral de los Vados, el Hostal Restaurante Canadá aparece entre álamos y ríos, y en la sartén chisporrotean anguilas doradas, bocados que saben a corriente viva y a brasa lenta. Y sobre ellas la amabilidad de Pili y Jose es fuego y abrazo claro: un calor que se queda cuando el plato se apaga.

Granja de los Monjes

Es la hora de la comida. La hospitalidad se hace madre: en casa de Maruja, la madre de Raúl, la cocina es un altar de humo y pucheros. Pimientos asados, botillos que arden por dentro, pan candeal, chorizos que rezuman un Bierzo entero. Allí se sientan César Márquez, el joven alquimista de la familia, y Marta, su hermana, que guarda la risa de la casa y la templanza del linaje. Compartimos mesa con el enólogo Marc Isart, hacedor de unos cuantos vinos de Gredos y Ávila, con Cirilo y con buena parte de la familia Pérez. Conversamos animadamente entre cucharadas, anécdotas, esperanzas de vendimia y de recuerdos sin fechas. Los vinos estrella son aquellos de paraje, parcelarios, muy identitarios, que César hace buscando la tipicidad de la zona.: El Rapolao, Pico Ferreira, El Val…

Desde un rincón vienen a mi memoria las palabras del maestro de Celama, Luis Mateo Díez: “La amistad es la patria de la verdadera conversación ”, y todos asentimos mientras mojamos pan en una salsa sin nombre.

Dormir en el valle y comer en Montealegre

En las tierras del Bierzo Alto encontramos El Valle, una pedanía que no supera el centenar de almas. Un páramo de calma en el que se mezclan el canto de los pinos y el latido de los montes cercanos.

A la Casa Grande del Valle, una casona originaria del siglo XVI, llegan familia y amigos desde Galicia y Madrid para continuar el fin de semana. Todo es charla, memoria y sobremesa bajo un cielo limpio.

Y cuando ya parece imposible más dicha, nos desplazamos a Montealegre que se abre como una página virgen. Casa Manolo aguarda como un secreto bien guardado. La sopa de trucha humea, antigua, inabarcable. Un cuenco y un silencio. Un sorbo y se comprende el sentido de la espera: el agua, la trucha, la cebolla, un ligero picante y el pan. Todo cabe en esa cucharada que sabe a pueblo y eternidad. Quizá, en cada trucha nada también la historia de un peregrino que pasó y dejó su sombra en la ribera. ¡ Y qué huevos fritos con patatas! ¡Olímpicos! En este rincón berciano, el vino, la piedra y la felicidad se confunden. Esto no es un lugar, sino un estado del alma. Un poema que se escribe con una botella de Castro Ventosa 2024 y se firma con copas alzadas.

Sopa de trucha de Casa Manolo

Esta tierra tiene sed de lo que no sabemos y así, mientras desandamos el camino de regreso a Galicia, vemos que las cepas van bebiendo de unos suelos que guardan secretos de pizarras partidas y raíces milenarias. Nos vamos también con la convicción, como dijo Mestre— que “la vida es un relámpago de sombra entre dos eternidades de luz”. Y que, al menos aquí, esa luminosidad sabe a mencías y godellos bendecidos por la voz de la tierra, la fe antigua del Camino, la sonrisa sabia de Ricardo y la infinita hospitalidad de Raúl, que hacen del Bierzo un hogar sin puertas.