Julio Llamazares o seguir las huellas del padre: “Hay que prestar más atención a las historias de nuestros mayores”

El escritor leonés repite en 'El viaje de mi padre' el trayecto que su progenitor hiciera siendo un adolescente como soldado en la Guerra Civil por “una España que ha perdido el tren del progreso”
Luz Gabás viaja a la California del siglo XIX en su nuevo libro: "Hay más desesperación ahora que durante la fiebre del oro"
MadridSi algo se extrae de la lectura de ‘El viaje de mi padre’ (Alfaguara), el último libro del escritor Julio Llamazares (Vegamián, León, 1955), es un aviso para navegantes: hay que escuchar a los mayores y, sobre todo, a nuestros padres, porque luego puede ser demasiado tarde.
La obra más reciente del autor de obras como ‘La lluvia amarilla’ o ‘Luna de lobos’ es un viaje en el que el escritor sigue las huellas de su padre 86 años después de que éste cruzara media España en plena Guerra Civil con apenas 18 años como miembro de la Brigada de Transmisiones del bando nacional, una peripecia que le llevó a vivir dos de los episodios más cruentos de la contienda, la batalla de Teruel y la ofensiva de Levante.
En la narración, Llamazares recorre los mismos escenarios por los que pasó su padre en una suerte de libro de viajes conectado con su intimidad, una especialidad literaria que el autor domina a la perfección. Charlamos con él acerca de una obra personal, que conecta con la historia de su familia pero también con la historia del país.
¿En qué momento te decides a repetir el mismo viaje que tu padre?
Cuando te haces mayor, te arrepientes de no haber escuchado más a tus padres. Esto ocurre siempre, porque cuando eres joven crees que tu vida es lo más importante del mundo. Mi padre murió en 1996 y seguía rondándome la cabeza todo lo que me había contado sobre su participación en la guerra… Pero hace unos 15 años tuve un encuentro casual que lo cambió todo.
¿Qué fue lo que sucedió?
Me encontré a Saturnino, un vecino de Aviados, localidad cercana a La Mata de la Bérbula, el pueblo de mi familia, que había acompañado a mi padre en aquel viaje. Desde entonces lo fui a visitar varias veces y le pregunté todo aquello que no había que había dejado sin hablar con mi padre. Ahí fue cuando fue surgiendo la idea de hacer el viaje.
Un viaje por los mismos lugares, pero muy diferente…
Sí, pero hay paisajes de ese recorrido, que abarca desde León a la Sierra del Espadán, en Castellón, que mantienen las cicatrices de las trincheras, los búnkeres… Todos los viajes son interiores pero este lo es mucho más: es un viaje a la memoria de mi padre, de la memoria de la Guerra Civil y también a la memoria de los padres de tantas y tantas personas que vivieron aquel momento.

¿Ha hecho que te sintieras más cerca de la figura de tu padre o te ha ayudado a entenderlo mejor?
Todas las vidas son interesantes y seguramente he entendido más a mi padre después de este viaje, que en realidad han sido dos: uno en invierno y otro en verano. Y también me ha ayudado a profundizar en la cicatriz moral de una guerra como la nuestra, una cicatriz que llevan todos los que intervinieron en ella y que también sigue presente en nuestro día a día.
Imagino que el viaje hubiera sido muy diferente si lo hubieras podido hacer de la mano de tu padre o de Saturnino…
¡Por supuesto! Hubiera sido algo parecido al descenso a los infiernos de Dante en ‘La Divina Comedia’ de la mano del poeta Virgilio… algo así…
El viaje tiene algo de fantasmal, no solo por seguir los pasos de alguien que ya está ausente, sino por los escenarios de la España vaciada por los que discurre…
Es cierto que la mayor parte del viaje pasa por territorios muy vacíos en las provincias de Palencia, Soria… Por una España marginada que ha perdido el tren del progreso y que, paradójicamente, está llena de reliquias ferroviarias, estaciones abandonadas, vías muertas…
¿Cuál es la clave para lograr, como ocurre en este caso, que un libro de viajes tan personal como este resulte, además, tremendamente amena?
Para la literatura de viajes siempre me baso en un triple principio que copié de las placas que hay en los trenes a nivel portugueses, en las que pone “parar, escuchar y mirar”. Esa es la base no solo de la literatura de viajes, sino de la literatura en general.
También es un libro profundamente antibelicista.
Sí, además de un homenaje a la generación de mi padre y de sus coetáneos, es una historia sobre la esencia de las guerras, que solo benefician a los que las provocan. Hay una frase de un piloto alemán de la Segunda Guerra Mundial que es muy ilustrativa y que dice: “En las guerras se matan jóvenes que no se conocen por culpa de viejos que se odian”.
¿Cuál fue el momento que más te impresionó del viaje?
Hubo muchos momentos muy emotivos. Por ejemplo, cuando me acerqué a una de las zonas en las que mi padre estuvo acampado en las cercanías de Teruel, donde cogió una pulmonía que estuvo a punto de matarlo. ¡Tenía tanta fiebre que los soldados que volvían del frente se peleaban para dormir junto a él y usarlo de estufa! Y otro momento sobrecogedor fue en la sierra del Espadán, en la que mi padre y Saturnino estuvieron a punto de morir. Me emocionó mucho cruzar la carretera, de Onda a Segorbe, en total silencio y escuchando música clásica de Mendelssohn inspirada en dos poemas de Goethe, “Mar en calma” y “Viaje feliz”, que parecía especialmente escogida para ese momento.
¿Es el libro, al final, un acto de justicia con tu padre y su generación?
Sí, porque, como decía el poeta Gil de Biedma, “que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde”. Es ley de vida que los jóvenes no escuchen demasiado a sus padres y a sus abuelos y que, cuando queremos escucharlos más, ya no están junto a nosotros. Eso me ocurrió a mi y espero que este libro haya hecho justicia a mi padre. Eso sí, también pienso que, aunque hubiera prestado más atención a lo que me decía, me hubiera encantado hacer este viaje igualmente.

