Sara Tarrés, psicóloga infantil: "Nuestros hijos nos pueden caer mal, y cuando esto pasa hay que actuar"

'Mi hijo me cae mal' es el nuevo libro de la psicóloga infantil Sara Tarrés, un libro con el que quiere romper tabúes sobre las emociones de padres a hijos
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¿Puede tu hijo caerte mal? ¿Existen los favoritismos entre hijos? Son preguntas con respuestas muy delicadas de responder que la mayoría de los padres llevan en silencio (y con culpa) toda la vida. No son respuestas de sí o no, porque tienen muchos matices. Para entenderlas hablamos con una experta en la materia: la psicóloga infantil Sara Tarrés, quien ha trabajado como asesora y orientadora de padres y maestros en diferentes escuelas de Barcelona, y como reeducadora de niños que presentaban dificultades en su aprendizaje.
Es miembro del Grupo de Trabajo en Inteligencia Emocional del Colegio Oficial de Psicología de Cataluña desde 2018, y, actualmente, dirige el blog 'Mamá Psicóloga Infantil,' desde donde divulga sobre temas de crianza, desarrollo y educación, lo que le permite compaginar su faceta de madre a tiempo completo y su actividad profesional. Es autora del libro 'Mis emociones al descubierto. Guía y cuaderno emocional para trabajar en familia' y, recientemente, acaba de publicar 'Mi hijo me cae mal' (Plataforma Editorial), un libro que nos invita a la reflexión, a mirar de frente esos pensamientos, conductas y emociones displacenteras y, cómo no, a romper ese tabú con el que durante tanto tiempo hemos vivido y que nos ha impedido pedir ayuda por miedo al qué dirán.
Pregunta: El título ya expresa una posibilidad hasta ahora de la que poco se ha hablado: ¿pueden los hijos caer mal a los padres?
Respuesta: La verdad es que sí. Y sé que a muchas personas les resulta extraño, les incomoda o, directamente, no les gusta escucharlo, pero sí: nuestros hijos nos pueden caer mal. Porque son personas, con su carácter, su temperamento y su forma de estar en el mundo y, como con cualquier otra persona con la que convivimos a diario, pueden generarnos todo tipo de sensaciones, emociones y sentimientos —también rechazo y una gran sensación de incomodidad—. Esto no significa que no los amemos, significa que en esa relación está apareciendo una dificultad que merece ser mirada con más profundidad y honestidad. Porque ese malestar que sentimos, ese rechazo puntual o ese "me cuesta estar con él o con ella" nos está mostrando algo importante ante lo que hay que actuar: un conflicto no resuelto, una expectativa frustrada, una necesidad propia desatendida o una dinámica relacional que se ha ido deteriorando. El problema no es sentir eso, el verdadero riesgo es no poder nombrarlo, no poder compartirlo ni buscar ayuda para comprender qué está pasando. Por eso decidí escribir este libro: para abrir ese espacio de conversación sin juicios, donde madres y padres puedan reconocerse sin ser señalados y empezar a reconstruir el vínculo desde otro lugar.
P: ¿Por qué ocurre que los padres sienten rechazo por sus hijos? ¿Están expresando un rechazo hacia alguna parte de sí mismos?
R: En la gran mayoría de los casos, este malestar tiene más que ver con nosotros, los adultos, que con nuestros hijos. Lo que nos incomoda, molesta o irrita de ellos suele activar algo propio: experiencias pasadas, modelos con los que fuimos criados, expectativas que no se cumplen, o incluso formas de ser que no nos permitimos a nosotros mismos. Sin embargo, también hay situaciones, sobre todo cuando los hijos son más mayores, en las que influyen factores distintos: caracteres que chocan, maneras opuestas de entender la vida o valores con los que simplemente no logramos conectar. Y eso puede generar distancia o incomodidad. Es importante recordar que este tipo de incompatibilidades no son necesariamente fallos parentales, sino parte natural de la convivencia humana. Lo importante es poder mirar de frente lo que está ocurriendo para entender desde dónde nos relacionamos y qué está en juego en ese vínculo.
La crianza nos coloca frente a un camino profundamente humano: imperfecto, complejo y lleno de contradicciones
P: Los hijos nos hacen de espejo, ¿hasta qué punto eso influye en la crianza?
R: Mucho. Nuestros hijos nos reflejan constantemente: cómo hablamos, cómo actuamos, cómo reaccionamos... y también cómo nos sentimos, aunque no lo expresemos con palabras. Nos muestran partes de nosotros que a veces no reconocemos o que nos cuesta aceptar: patrones que repetimos sin querer, expectativas que arrastramos, formas de educar que no encajan con lo que realmente deseamos. Ese reflejo puede ser difícil de sostener. Es una invitación constante a mirarnos, y eso, en ocasiones, duele. Nos incomoda, nos remueve, nos enfrenta a aspectos propios que quizá preferiríamos no ver. Por ejemplo: cuando un hijo se muestra muy inseguro, dependiente o temeroso, puede que nos irrite porque nos conecta con una parte nuestra que también se sintió así… y que aprendimos a ocultar para sobrevivir. No es el niño quien nos molesta, sino lo que activa dentro de nosotros. Y muchas veces, ni siquiera somos conscientes de ello.
La crianza nos coloca frente a un camino profundamente humano: imperfecto, complejo y lleno de contradicciones. Un camino que nos desafía, que a veces nos sobrepasa, y que en ocasiones puede —con ayuda, con tiempo, si se dan ciertas condiciones— abrir la posibilidad de revisar patrones y construir vínculos más conscientes. Cuando eso no ocurre, también es valioso poder sostener el malestar, evitar hacer más daño y tratar de no repetir lo que nos dolió. A veces, solo eso ya es mucho. También eso es cuidar, aunque a veces no se sienta suficiente ni reparador. No se trata de idealizar el dolor, sino de reconocer que incluso sostener sin dañar ya es un acto valioso.
P: Dedicas un capítulo a hablar de los hijos favoritos y los que no. Como explicas, existe esta realidad pese a que muchos la quieran esconder. ¿Pueden los padres querer a un hijo más que a otro o es más una cuestión de afinidad?
R: La verdad es que, aunque muchos padres y madres nieguen esta realidad, los estudios lo confirman: los hijos preferidos o favoritos existen. No es que lo diga yo, lo dicen los datos. Y en la gran mayoría de los casos, no se trata de amar más a uno y menos a otro, sino de afinidad. Una afinidad que puede ser temporal, inconsciente, y que surge de forma casi natural cuando compartimos con uno de los hijos ciertos rasgos de personalidad, intereses o maneras de estar en el mundo. Con ese hijo la relación fluye, hay menos fricción, más entendimiento, pero eso no significa que no queramos al resto. Según los estudios que menciono en el libro —y también el último análisis publicado por la APA, que revisa más de 30 estudios con casi 20.000 participantes—, factores como la personalidad (niños afables o responsables), el género (con una tendencia a favorecer a las hijas) o el orden de nacimiento pueden influir en ese trato diferencial. No hablamos de favoritismos conscientes, sino de vínculos que se construyen con más facilidad. Pero si no los reconocemos, pueden derivar en tratos desiguales, celos o heridas vinculares. Por eso es tan importante poder mirar esta realidad de frente, sin miedo ni juicio, para evitar dinámicas injustas que terminen dañando la relación con nuestros hijos.
P: ¿Cómo influye y qué consecuencias tiene a largo plazo sentir que no eres "el favorito"?
R: Como decía, no se trata de querer más a uno que a otro, sino de cómo se vive y se expresa la relación con cada hijo. Lo que deja huella no es el amor en sí, sino las diferencias en el trato: el tono de voz, los permisos que damos, lo que dejamos pasar a uno y corregimos en el otro, cómo les hablamos, qué les reconocemos… y qué no. Todo eso lo perciben, aunque no se diga en voz alta. Cuando uno de los hijos siente que su hermano es el favorito, esa vivencia puede afectar a su autoestima, generar inseguridad, rivalidad o una necesidad constante de aprobación. Pero también tiene efectos en el hijo que parece “el preferido”, que muchas veces carga con expectativas desmesuradas o con la culpa de ser el que “sí cumple”. Estas dinámicas, si no se nombran ni se revisan, pueden alargarse en el tiempo y acabar condicionando las relaciones entre hermanos, e incluso el clima emocional de toda la familia.
P: ¿Se suele premiar al hijo bueno, al que no da problemas? ¿Tú qué ves en consulta?
R: Sí. Y no tanto con premios materiales, sino con gestos cotidianos: cómo se les habla, cómo se les mira, lo que se les permite hacer. Al hijo que no da problemas se le da por hecho, pero muchas veces también se le otorgan más permisos, más confianza o más afecto visible. Mientras tanto, al que “se porta mal” se le etiqueta, y esa etiqueta acaba condicionando su comportamiento. En consulta, vemos muchos casos donde ese mal comportamiento no es más que la única manera que tiene ese niño o esa niña de hacerse ver, de sentirse tenido en cuenta. Porque si no se mueve, si no grita, si no interrumpe… simplemente pasa desapercibido. Y esto ocurre tanto en casa como en los centros escolares.
Y al otro lado hay otro fenómeno que también vemos cada vez más: niñas y niños que no dan problemas, que lo hacen todo bien, que no exigen, que no molestan… y que crecen con la creencia de que su valor depende de agradar, de cumplir, de no fallar. Es lo que muchas voces han empezado a nombrar como el síndrome de la niña buena. Un patrón que aparentemente “funciona”, pero que esconde una gran renuncia a las propias necesidades y deseos. Desde fuera, muchas veces no se percibe como un problema, precisamente porque encaja con lo socialmente esperado. Pero esa adaptación sostenida, aunque sea silenciosa, también deja huella. Y eso también pasa factura con los años.
Eso no significa que no existan casos de trastornos de conducta reales —porque los hay—, pero son muchos menos de los que pensamos. En la mayoría de situaciones lo que vemos no es un “niño problema”, sino un niño con un problema: una necesidad emocional no cubierta. Necesidad de afecto, de ser visto, de sentirse reconocido… Y si no puede conseguir eso por las buenas, lo buscará de cualquier otra forma.
Las discusiones entre hermanos son una de las cosas que más preocupación generan en las familias
P: En las discusiones se puede ver claramente. ¿Cómo deberían tratar los padres las discusiones entre hermanos?
R: Las discusiones entre hermanos son una de las cosas que más preocupación generan en las familias. Quisiéramos que se llevaran bien siempre, que compartieran, que cooperaran… pero esa es una imagen idealizada de la convivencia familiar. El conflicto entre hermanos es natural, esperable y, de hecho, necesario para su desarrollo emocional y social.
P: ¿Hay que intervenir? ¿Qué es lo mejor?
R: No siempre hay que intervenir. Muchas veces, esas pequeñas batallas les permiten aprender a defender sus ideas, a negociar, a poner límites y a tolerar la frustración. Están entrenando habilidades para la vida. Ahora bien, cuando aparece la violencia —física o verbal—, o cuando uno de los hermanos queda claramente en desventaja, sí es importante que intervengamos. Pero no para buscar culpables ni para imponer justicia, sino para acompañar: ayudar a entender qué ha pasado, qué han sentido y cómo podrían resolverlo sin hacerse daño. Uno de los grandes errores que cometemos como padres es intervenir tomando partido. Cuando lo hacemos, aunque no sea nuestra intención, sembramos la semilla de la rivalidad. Reforzamos etiquetas como que "el mayor siempre tiene la culpa” o “el pequeño es la víctima”, y eso no solo daña el vínculo entre hermanos, sino también la relación individual que tenemos con cada uno. Y además, suele pasar algo muy curioso, y es que los adultos terminamos enfadados, agotados, y ellos, al cabo de un rato, ya han hecho las paces y están jugando como si nada hubiera pasado.
P: ¿Hay alguna clave para conseguir una relación de colaboración y no de competitividad entre ellos?
R: ¡Ya nos gustaría tener la receta mágica! Pero la verdad es que no existen fórmulas infalibles. Cada familia es única, y cada vínculo entre hermanos se construye desde la diferencia. Aun así, sí hay algunos elementos que pueden favorecer una relación más cooperativa, siempre que no perdamos de vista que el conflicto también forma parte del camino. Tres cosas marcan la diferencia: evitar las comparaciones, no etiquetar, y no tomar partido en sus rencillas. Frases como “aprende de tu hermano”, etiquetas del tipo “el responsable”, “el revoltoso”, o intervenir siempre poniéndonos de parte de uno, solo alimentan la rivalidad. Son gestos pequeños pero constantes que van dejando huella. Fomentar la colaboración pasa por respetar la individualidad de cada hijo, ofrecer espacios donde puedan compartir sin competir, y asegurarnos que cada uno sepa que tiene un lugar propio, legítimo y valioso. Que no necesita destacar ni pelear por atención o afecto.
Y, sobre todo, recordar que los vínculos entre hermanos no se imponen: se construyen. Poco a poco, con tiempo, acompañamiento y mucha más realidad que ideal. Y aunque pongamos todo de nuestra parte, puede que la relación entre ellos siga siendo tensa o difícil durante etapas largas. A veces, los márgenes reales de influencia que tenemos como adultos son limitados, y hay factores temperamentales o contextuales que escapan a nuestro control. Reconocer eso no es rendirse, sino asumir con honestidad que no todo depende de nosotros. No todo depende de lo que hagamos los adultos. Y aceptar eso también forma parte de la crianza.
P: ¿La posición que ocupan los hijos al nacer es importante o no tiene nada que ver en cómo se relacionan padres e hijos?
R: Evidentemente influye, sí, pero no lo determina todo. El orden de nacimiento puede marcar ciertas dinámicas dentro del sistema familiar: al primogénito solemos pedirle más responsabilidad, al pequeño se le protege más, y el del medio muchas veces queda en tierra de nadie, intentando encontrar su lugar. En el caso del segundo hijo, como explico en el blog, suele vivir una posición especialmente delicada: llega a una familia ya formada, y debe adaptarse no solo a los padres, sino también a la existencia de un hermano que ya “ocupa” un lugar. Pero más allá del orden, lo importante es cómo lo vivimos nosotros como adultos. Si tratamos a los hijos desde ese lugar que ocupan —el mayor, el mediano, el pequeño— corremos el riesgo de encasillarlos. Y cuando los hijos se sienten encasillados, muchas veces ajustan su comportamiento a ese rol, aunque no tenga nada que ver con lo que realmente son. Por eso, más allá de la posición, lo esencial es poder mirar a cada hijo como único, con sus propias necesidades, su forma de ser y su manera de vincularse. Y también tener presente que nosotros no somos los mismos padres con el primero que con el segundo, ni con el tercero: llegamos con historias, aprendizajes y cansancios distintos. Acompañar desde esa conciencia ya es un paso enorme.