¿Por qué nos cambia el gusto con los años?

Detrás de los cambios en el gusto juegan la biología, el cerebro y la cultura en un baile perfectamente coordinado
Tener 60 y creerte aún con 50: la ciencia te da la razón y explica por qué
Con los años, no solo cambia la cara que nos devuelve el espejo, sino que entre las cosas que también cambian está lo que nos apetece poner en el plato. El café que de jóvenes nos sabía a rayos se convierte en un imprescindible de las mañanas, las acelgas dejan de ser un castigo y, de repente, esa tónica que nos parecía intragable ya no está tan mal. No es solo “manía”, ya que detrás de todo esto juegan la biología, el cerebro y la cultura en un baile perfectamente coordinado.
El cuerpo cambia (y el gusto, también)
El sentido del gusto no es estático. Para empezar, el número de papilas gustativas disminuye con la edad y las que quedan tienden a encogerse, reduciendo la sensibilidad a los cinco sabores básicos, especialmente después de los 60 años. Además, con el envejecimiento se produce menos saliva, algo que favorece la sequedad de boca y dificulta percibir bien los sabores, especialmente para detectar lo dulce y lo salado, más que lo agrio, lo amargo y el umami.
A eso se suma el olfato. Con los años, el sentido del olfato se va desvaneciendo y eso tiene una consecuencia clara, ya que cuando no se puede oler bien, la comida tiende a parecer insípida, porque gran parte de lo que llamamos “sabor” es en realidad olor. Esta pérdida parcial del gusto y el olfato es normal sobre todo después de los 60, aunque también es cierto que existen enfermedades, infecciones, fármacos o problemas dentales que pueden agravarla.
De hecho, los primeros cambios perceptibles pueden llegar antes de lo que pensamos. La nutricionista Elena Pérez Montero explica que “a partir de los 40 años la sensación del gusto empieza a debilitarse, y esta pérdida se hace aún más notable alrededor de los 60”.
El resultado de estos cambios es fácil de detectar. Solo hay que prestar atención a quién empieza a echar más sal o más azúcar para “notar algo de sabor”, mientras que otros descubren que toleran mejor matices amargos o ácidos que antes rechazaban.
No nacemos queriendo café solo: el gusto se aprende
La biología marca el punto de partida, pero el resto de la historia es aprendizaje. Desde el nacimiento los bebés muestran una clara preferencia por lo dulce frente a otros sabores, y ese gusto elevado por lo dulce se mantiene hasta mediados de la adolescencia, cuando el crecimiento se ralentiza y las preferencias se acercan a las del adulto.
En este sentido, los trabajos de Mennella y Bobowski señalan que “la aceptación del sabor dulce y el rechazo de lo amargo son rasgos innatos”, demostrados en los reflejos faciales de recién nacidos expuestos a soluciones dulces o amargas.
A partir de ahí, la exposición hace su trabajo. Una revisión apunta que los niños necesitan probar un alimento nuevo entre 8 y 15 veces antes de aceptarlo en su dieta, si no han tenido exposición visual previa. Otra revisión sobre repetición de alimentos concluye que la exposición repetida aumenta la familiaridad y ayuda a reducir la neofobia alimentaria, facilitando que el alimento se integre a largo plazo.

Es por esto que se dice que las preferencias alimentarias tienen su origen en la infancia, y que en esos primeros años se aprende qué, cuándo y cómo comer mediante experiencias directas con los alimentos.
Con el paso del tiempo, la combinación de repetición, contexto social y cultura va moldeando el paladar. Es importante ser conscientes de que la comida es un hecho cultural, y que los hábitos y la tradición culinaria pueden ampliar el placer incluso con sabores muy dulces, muy ácidos o irritantes como el picante, según el entorno en el que crecemos.
De ahí que lo que de niños nos parecía “amarguísimo”, como el café, la cerveza o algunas verduras, pueda convertirse en un sabor apreciado cuando lo asociamos a experiencias positivas (sociales, familiares, de ocio) y lo probamos suficientes veces.
Medicación y enfermedades
No todo cambio de gusto es “cosas de la edad”.Existen algunos medicamentos, infecciones respiratorias, problemas nasales o sinusales, enfermedades neurológicas, diabetes o incluso la COVID-19 que pueden alterar el gusto y el olfato.
Incluso un problema tan “inocuo” como la boca seca, muy común en mayores, y a veces ligada a fármacos como diuréticos o a enfermedades crónicas, puede afectar de forma notable al sentido del gusto. También se ha detectado que deficiencias de micronutrientes como el zinc se han relacionado con menor sensibilidad gustativa, aunque la evidencia no siempre es concluyente.
Más allá de la curiosidad, estamos ante un problema con implicaciones serias dado que la pérdida de gusto y el olfato puede reducir el apetito, empobrecer la dieta y favorecer la desnutrición o el exceso de sal y azúcar en personas mayores, con impacto en hipertensión, diabetes y estado de ánimo.
Al final, nuestro gusto cambia con los años porque cambiamos nosotros: se transforman las papilas, se apaga un poco el olfato y la saliva, se acumulan vivencias y la cultura coloca unos sabores en el centro de la mesa y relega otros a los márgenes. Parte es biología inevitable; parte, un relato aprendido. Y ahí es donde sigue habiendo margen: incluso con canas, el paladar puede seguir entrenándose, descubriendo y, a su manera, sorprendiéndose.

