¿Tus padres eran muy críticos? 5 secuelas cuando eres adulto

Son muchos los hogares en los que se respira un ambiente hostil. Parece que nada de lo que hagan los hijos está bien, y a menudo esa tensión se expresa en forma de críticas.

Las críticas pueden ser desde lo más sutil del mundo hasta insultos, por ejemplo, “es que eres muy exagerado” o “es que eres un puto desastre”. Pensamos que los insultos son más graves, pero las criticas sutiles suelen ser tan habituales, que a base de escucharlas día tras día provocan más secuelas en la salud mental.

También es habitual que el criticismo se exprese a través de comparaciones (con tus hermanos, con algún amigo, con el hijo de los vecinos…), castigándote con el silencio (si te portabas “mal”, tus padres te retiraban la palabra), haciéndote luz de gas (nunca te pedían perdón y negaban haberse pasado de la raya) o ridiculizándote delante de otras personas (contando detalles íntimos tuyos a otras personas).

Todas estas críticas no solo tienen un impacto en la salud mental de un niño, sino que muchas veces provocan secuelas que se mantienen cuando somos adultos.

1. Baja autoestima

Criarse en un ambiente donde cualquier emoción, opinión o conducta era criticada, y donde no había apenas afecto, provoca un deterioro progresivo de la autoestima.

Aprendes que algo está mal en tu identidad y, en consecuencia, pueden repetirse las dinámicas tóxicas en futuras relaciones de pareja o con amigos: si sientes que no vales nada, normalizas que otras personas te traten con desprecio, te manipulen o te controlen.

2. Autoexigencias perfeccionistas

Las autoexigencias perfeccionistas son creencias distorsionadas respecto a cómo debes sentir, pensar o actuar, para poder obtener ese cariño, respeto y apoyo que no tuviste cuando eras pequeño.

Implican una gran rigidez (tienes que ser de una determinada manera sí o sí), provocan ciertas expectativas irracionales sobre cómo debe ser tu vida (te autoconvences de que siempre tienes que cumplir las autoexigencias) y condicionan tu autoestima (si no las cumples, sientes que tu valor se reduce).

3. Represión emocional

Si de pequeño tus emociones eran criticadas con frases como “es que exageras”, “eres muy dramático”, “no puedes ser tan sensible” o “todo te parece mal”, aprendes a callar lo que te entristece, a ocultar lo que te preocupa y a reprimir tu enfado.

A mayores, ese ambiente hostil hacia las emociones puede seguir presente cuando somos adultos. Tus padres no entienden que ahora eres un adulto poniendo límites y que tienes todo el derecho del mundo a expresar tu malestar.

4. Necesidad de validación frustrada

Todos los seres humanos necesitamos validación, sobre todo cuando somos niños. Nos gusta que valoren nuestro esfuerzo (por ejemplo, haber estudiado mucho aunque luego hayas sacado un cinco pelado) y nuestros resultados (por ejemplo, haber hecho un dibujo del que te sientes orgulloso).

Cuando en la infancia no se valora ni una cosa ni la otra, de adultos aprendemos a buscar la validación de forma frustrada. ¿Cómo? Desviviéndonos por los demás a costa de nuestra salud mental.

5. Falta de asertividad

La asertividad es la capacidad que nos permite poner límites: decir que “no” a un plan que no te apetece, decir que algo te molesta sin miedo a que los demás se enfaden, pedir a alguien que cambia su actitud cuando te está haciendo daño…

Desgraciadamente, en ambientes familiares no solo no se enseña asertividad, sino que muchas veces se penaliza. De nuevo, esto puede ocurrir cuando somos adultos y empezamos a poner límites a nuestra familia: la persona asertiva se convierte en “la oveja negra” porque rompe la dinámica familiar tóxica.