El cocido asciende al cielo en Leitariegos

El cocido que servirán estos días no tiene secretos de laboratorio ni artificios: garbanzos castellanos, compango local y agua microfiltrada de los manantiales
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Hay viajes que se empiezan por carretera y terminan en el paladar. Uno sube, y no poco, al puerto de Leitariegos, entre Asturias y León, donde el aire huele ya huele a montaña, a palabra antigua y la niebla te recibe como un mantel tendido. A 1.526 metros de altura, el Restaurante Leitariegos —que sus dueños, los hermanos Pepe y Héctor Cosmen, bautizaron con el poético nombre de El Techo del Paraíso— han iniciado desde anteayer y hasta el 27 de octubre las V Jornadas del Cocido Madrileño. Un viaje de altura para un plato que nunca se bajó del pedestal.
Y allí, entre las cumbres del Parque Natural de las Fuentes del Narcea, Degaña e Ibias, donde el paisaje se puebla de hayas y tejos, vuelve a sonar el hervor del cocido más castizo de Madrid, el de Antonio Cosmen, el cocinero que convirtió su restaurante Cruz Blanca de Vallecas en una catedral de la cuchara y fue distinguido con el 'Premio Alimentos de España a la Restauración' y la 'Cruz de la Orden del Dos de Mayo'.
Antonio llega a casa. Regresa a su tierra natal con el mismo plato que le hizo triunfar en la capital. Y lo hace acompañado por la nueva generación de la saga Cosmen, sus sobrinos Pepe y Héctor—dos generaciones, tres almas, un solo caldo—, para rendir culto a esa liturgia que empieza con un caldo claro y termina con una sonrisa honda, para demostrar que en la cocina —como en la vida— las raíces se renuevan, pero nunca se olvidan.
Un plato que huele a verdad
El cocido que servirán estos días no tiene secretos de laboratorio ni artificios de vanguardia. Tiene verdad.
Garbanzos castellanos de los que se deshacen sin perder la compostura. Compango local: chorizo, morcilla, tocino y carne del entorno, criados en el aire limpio del puerto. Todo cocido con agua microfiltrada de los manantiales de Leitariegos, como si la pureza del paisaje se fundiera en el caldo.

Decía Julio Llamazares que “la cocina es una forma de memoria”. Y en este plato, la memoria madrileña, se mezcla con la asturleonesa. Cada cucharada guarda un eco de barrio y de braña, un diálogo entre la taberna de Vallecas y la cocina de aldea. Es la España del puchero y la conversación, la que no se olvida aunque cambien los tiempos.
El Techo del Paraíso: un balcón al alma
Desde el ventanal del restaurante, el mundo se ve distinto. Un balcón de paisajes.
El otoño tiñe de cobre los montes de Somiedo y Laciana, y el humo de la cocina se confunde con la neblina que baja hasta el valle. Es una estampa que podría haber descrito José María Merino, cuando escribió que “la naturaleza es el escenario de la memoria humana”. Porque en Leitariegos, el paisaje no es solo un fondo: es un personaje más.
Y es que este rincón, a medio camino entre el turismo rural y la alta cocina, tiene algo de refugio para el alma. La bolera de bolo vaqueiro junto al restaurante, la madera crujiente, el vino servido en copa ancha… Todo invita a la pausa. A detener el tiempo como se detiene el hervor de un caldo.
Dos generaciones, un mismo fuego
El cocido de los Cosmen es una conversación familiar que lleva años cociéndose. Un proceso que tiene más de rito que de receta.
Antonio, el tío, representa la sabiduría del oficio; Héctor, el sobrino, la fuerza del relevo. No es casual que en 2022 ganara el premio al mejor pote de España con otra receta nacida del mismo fuego lento. Y Pepe, el hermano que pone orden entre sartenes y reservas, completa el triángulo de esta saga que ha sabido convertir su apellido en sinónimo de autenticidad.
Lo suyo es cocinar con respeto: al producto, al cliente, al territorio. En un mundo que corre demasiado, ellos eligen la lentitud. El tiempo como ingrediente secreto.

Y ese tiempo, en manos de Antonio, se transforma en alquimia. Cada vuelta de cuchara es un gesto de amor y oficio, una ceremonia de lo cotidiano que rescata sabores que parecían dormidos. Luis Mateo Díez escribió: “La cocina es un territorio del alma, un lugar donde la vida se condensa”. Eso sucede aquí, cuando el caldo se espesa y el aroma lo invade todo. Y el resultado es un plato que podría firmar la propia historia de Madrid: humilde, rotundo, mestizo.
Desde anteayer y hasta el próximo día 27, cada almuerzo promete ser un acto de fe en la tradición. Los que tengan el privilegio de sentarse a esa mesa probarán un cocido que cuenta una historia: lo cotidiano y lo eterno. Porque detrás de cada garbanzo hay una lección de humildad, y detrás de cada plato hondo, una manera de entender la vida.
Por 25 euros, se accede a algo que el dinero no puede comprar: la experiencia de ver cómo la cocina se convierte en paisaje, en palabra, en emoción compartida.
Memoria que se come
El cocido madrileño ha sido muchas cosas: plato de obreros, festín de domingo, bandera de identidad. Pero en Leitariegos, a casi dos mil metros de altitud, se convierte en metáfora: la del reencuentro entre lo urbano y lo rural, entre la raíz y el vuelo. Entre la sabiduría del pasado y la frescura del presente.
Cuando uno acaba el plato, se queda un silencio de sobremesa.
Fuera, la montaña sigue ahí, paciente, inmortal. Dentro, el eco de las risas y el tintinear de los cubiertos. Y uno comprende que este cocido no es solo un homenaje a Madrid: es un canto a la tierra, a la familia y al tiempo, que en los fogones de los Cosmen se detiene para recordarnos quiénes somos. Porque en el fondo —y esto lo saben bien los buenos cocineros y los buenos escritores— hay fuegos que no se apagan nunca.