Opinión

Apuntes al natural de un irreverente disfrutón

El chef David de Jorge. Web David de Jorge
Compartir

El tipo más iconoclasta al norte del río Urumea, el tremendo, polifacético, culinariamente cultísimo y provocador David de Jorge (Fuenterrabía, 1970), se ha vuelto a sacar otro libro de esa libreta en la que va tomando notas por el ancho mundo. No es un tratado de cocina ni un manifiesto gastronómico ni un manual técnico para poner en su sitio a quien perpetre un acto de lesa gastronomidad contra el Voul-au-vent a la nesle con salsa allemande de Antoine Carême. Es un compendio de notas cortas, tomadas al natural, pinceladas rápidas, el impresionismo  del manducar y el beber, que después macera y marca a fuego fuerte al convertirlas en texto. Y en ese trabajo del observador, viajero, curioso impenitente, comilón y bebedor empedernido, hay rastros claros de su personalísimo manifiesto gastronómico y vinatero, hay pistas de cuál sería su manual de cocina si alguna vez emprendiera uno con tal propósito; y se intuye que sí, que podría corregir a quien mancille el nombre y la herencia del conocido como rey de los chefs y chef de los reyes de la Francia en la post revolución francesa, cuando Danton y sus chicos se apiolaron a la aristocracia y, como consecuencia, sus cocineros, con el justo afán de buscarse la vida, se inventaron los restaurantes para que llenara el buche la nueva clase burguesa, que emergía sobre las cenizas de las cocinas de los palacios.

Muerte a la impostura

'El hombre que susurraba a las morcillas' (Editorial Debate), con larga experiencia en colaboraciones en televisiones, periódicos y radios, para la posterioridad Robin Food, fundador de su propia iglesia gastronómica, le hace la contrarreforma a quienes se empeñan en convertir el acercamiento a la gastronomía en un paso de ballet, en una auscultación malévola y pretenciosa del mal día que tiene cada cocinero y los dos grados de menos en la ensalada templada, en una enciclopedia de términos cursis y oníricos para explicar un tinto o a aquellos, que no tocarán la puerta del cielo gastronómico con la yema de sus dedos, porque creen que ser aficionado a la buena mesa consiste en coleccionar restas con estrellas, poner cara de avinagrados con acento francés cuando el chef recita la comanda y odiar el suelo de serrín de una taberna. Así que va y lo escribe todo. Para que se le entienda. Y esos refrescantes apuntes a natural nos llevan de los sencillos aperitivos con unas aceitunas sevillanas, a abrir unas bolsas de patatas fritas de paquete que valen más de lo que cuestan, a unos mejillones del Pacífico enormes y prietos pasando por algunas paradas en el mundo de las legumbres, las charcuterías o en esos productos de ultramarinos que ensanchan el corazón para cualquiera que tenga uno. Un corazón, no un ultramarinos.

PUEDE INTERESARTE

Prólogos, tortillas y mogotes

El cocinero y escritor hondarribitarra ofrece, por el mismo precio, mucho más. Recupera y amplía sus referencias clásicas. Martín Berasategui es su tótem sagrado. Es su hermano mayor, padre culinario y muchas cosas más desde que  quemaba sus primeras cebollas en el bodegón Alejandro, donde el padre del genio de Lasarte ponía en el redondo de la calle a quienes se ponían más finos de la cuenta o protestaban por las voces que daban los de la mesa de la Peña Urtain. Hay sitio para su padre, Jorge –“pura dinamita (..) guepardo silencioso, divertido, rabioso por tener que acostarse (..) contrabandista, chamarilero valiente, truchimán”, su madre, Marilén –que seguía “en este mundo sin estar” hasta que alzhéimer se la llevó– y para esa colección que adora de cocineros, productores, taberneros, conserveros y pasteleros, sus verdaderos ídolos desde que devoraba los bollos de crema dela pastelería Jai viendo los mamporros que soltaban Terence Hill y Bud Spencer en el cine Avenida. 

PUEDE INTERESARTE

Ofrece una selección de prólogos a libros míticos –la Historia de la Gastronomía de Néstor Luján– “una azarosa crónica literaria que refleja el ansia del ser humano por comer caliente, entregado al ardor del amor de alcoba para escapar a toda prisa del alimento, de la servilleta sucia y de las migas” o El arte de la cocina francesa de Julia Child, “una obra que reúne los elementos clave de la gran cocina de Occidente, desprovista de terminología críptica y mínima concesión a la impostura". Ofrece una pequeña –ampliable– selección de “Maravillas del mundo antiguo”, entre las que si hubiera que seleccionar siete serían estas: el bocadillo Asteroide del bar Gorriti de San Sebastián –un asteroide con forma de bollo con una tortilla a la francesa recién hecha y unas lonchas de jamón ibérico–; el desayuno de polígono, con toda su grasa; la salchicha, ensalzada como un gran paso para la humanidad; el montaíto de pringá de la Bodega San José de El Arenal sevillano; el mogote de cerdo ibérico, el cabecero de lomo bien entreverado; la tortilla de patatas del Gran Sol, una tasca del puerto de Hondarribia ;Y, oh sorpresa, la colonia Álvarez Gómez.

La Copa Deivis y los últimos mohicanos

Y entre otros mil viajes con apetito que le llevan de una fresa blanca, al pisto casero de Los Palacios, a los bocatas de calamares, o las yemas, mantecadas y alfajores, cuela como el que no quiere la cosa una guía de “sus” restaurantes. Sitios de gozo, sin tonterías, locales de gente a la que admira, donde ha sido feliz, ha disfrutado y aprendido. Y hay de todo, de norte a sur, de todos los tipos, precios y tamaños. Abrocha el libro con un compendio de vinos y otros líquidos que le parecen que merecen ser destacados bajo el sugerente deportivo título de La Copa Deivis, anunciado con el pórtico de algo parecido a un manifiesto sobre el vino: “Si necesitan más datos técnicos sobre retrogustos y matices nasales de todas las botellas que me pimplé y vienen a continuación, investiguen en redes, lean la guía Peñín o a Robert Parker, buceen en algún portal de sabihondillos del vino, llenos de pitilinadas, meotes fuera de tiesto, puntuaciones y sesudas consideraciones intelectualoides”. Y se queda tan pancho y tan ancho. 

En un capítulo glosa a “Los monstruos del lago Ness y los últimos mohicanos”, una selección de referencias que van desde La pastelería Aguirre, Las motos de Pelayo o la taberna la manzanilla en Cádiz, la taberna Manolo Cateca en Sevilla con su selección de jereces o Ricardo Fernández, conocido como Ricardo el gallego y El churrasco en Córdoba.

La fe del comilón

Es el libro de un disfrutón más refinado de lo que admite, que no se llama gourmet porque no le da la gana, es el trabajo de la memoria del gourmand que habita bajo una piel dura de lobo con la que se protege de las pamplinas y al que no hay que retirarle la protección porque no la trae de fábrica. Lo suyo es disfrutar sin profilácticos. David de Jorge se parece a la vida verdadera: se emociona con lo auténtico y se ofusca con la frivolidad. Lo suyo es el testamento de un comilón que puntúa en cada meta volante dejando el mantel lleno de lamparones y la servilleta arrugada con el nudo hecho. Un libro con texturas: su colección de insectos disecados, etiquetas de viejas conservas, la portada de El País del 23-F, la esquela de la tía Jesusa o la receta de un tocino de cielo. Esperanzado: “Confiemos en esa legión de hombres y mujeres jóvenes y libres con sed y apetito que destruirán ese reino insoportable de cartón pluma y metaverso que nos anuncian” y seguro de lo que dice: “El mundo será de quienes cocinen anchoas en primavera o frían el tocino entreverado en una sartén y las croquetas en aceite de oliva”. Su blasón lleva grabado: “O cocinamos o nos vamos a la mierda”. Un tipo en su salsa.