Opinión

Asturias entre bocados, mareas y memorias

Casa Gerardo, la fabada asturiana Estrella Michellin. (Casa Gerardo)
Compartir

“Asturias, patria de montes, patria de mares, allí donde el alma come antes que el cuerpo.”

Ramón Pérez de Ayala.

Hay tierras que te reconocen antes de que tú las nombres. Asturias es una de ellas. Nuestro viaje comenzó con el rumor del Cantábrico en la Playa de la Franca, donde el mar se abre como un salón de bienvenida a los viajeros que llegan con hambre de mar y de vida. A pocos pasos de la arena, el Chiringuito Emilios se convirtió en la primera estación gastronómica: rabas crujientes y tersas en plenitud de sabor, chipirones delicados como caligrafía marinera, gambas que chisporroteaban de mar y fuego, y una ventresca con tomate y cebolla confitada que parecía una declaración de amor a la sencillez.

Comida generosa para comenzar pero lo mejor es lo invisible: reencontrarnos con nuestros amigos de Pontevedra, que cada agosto, durante una semana, hacen de La Franca su patria de verano. Hay algo profundamente asturiano en ese ritual: volver al mismo sitio de la infancia, a las mismas mesas, con las mismas ganas de compartirlo todo.

Destino: Llanes

Con el estómago agradecido, tocó caminar. Llanes al atardecer es un escenario digno de cine: el Paseo de San Pedro recuerda a una panorámica de Víctor Erice, mientras que la Playa del Sablón, con sus reflejos anaranjados, parecía sacada de un plano de El Secreto de Marrowborne de Sergio G. Sánchez. El tiempo se detuvo entre pasos, farolas encendidas y ese aire que mezcla la salitre con la nostalgia. “El norte no es un punto cardinal. Es un carácter”, escribió Juan Cueto.

Luarco, tenis en la playa

La noche nos llevó hasta Luanco, ese pueblo de calma marina por el que la vida pasea. Y como cada año en verano, la playa se transforma en pista y graderío para el torneo de tenis. Bajo los focos y con la arena como alfombra, la raqueta del francés, Richard Gasquet terminó imponiéndose a la del austriaco, Dominic Thiem. La escena tenía algo de Fellini: un pueblo entero celebrando un deporte en un lugar insólito, con el mar como espectador.

Después vino la cena. En L’italiano de María la mesa fue un guiño a un amigo venerado y común: Andrea Tumbarello, al Mediterráneo desde el corazón asturiano: burrata con pesto ligero, mermelada de tomate y tomates cherry confitados, una delicia que parecía escrita por Marguerite Duras pero servida con acento gozoniego. A continuación, spaghetti con guanciale, queso y gambas, un abrazo entre Italia y Luanco.

Todo acompañado de un Corimbo 2021, un vino con la finura como bandera, que parece decir: “aquí está la Ribera, con su frescura noble y su fruta generosa, sin artificios ni concesiones”. Conviene beberlo despacio, para que cada nota frutal, cada matiz aromático vaya llegando con delicada claridad. Un vino ideal para el tempo de la conversación y la amistad.

Sentados a la mesa, no solo compartíamos comida, sino vida: veranos antiguos, agostos pasados, risas repetidas, guiños que solo entienden quienes han aprendido a hablarse con la memoria, esa que hemos ido fraguando con nuestros amigos de aquí a lo largo de casi 40 años, que nos han llevado siempre de la mano por Luanco. Porque si algo sabemos es que nunca hemos venido a este pueblo solos, ni por casualidad. Siempre con ellos, y por ellos. Asturias es su patria, el cosido sentimental de su alma, y Luanco su refugio, su altar, su punto cardinal.

“La amistad verdadera es como un viaje sin mapas ni brújulas: basta con que te acompañen”, dejó escrito el periodista, Faustino Álvarez.

Cabo de Peñas y casa Gerardo

La mañana del día siguiente llegó con paseo tranquilo por las calles de Luanco, que se rizan como las olas: aparecen tabernas, plazuelas, gente que te saluda cordialmente aunque no te conozca. Aquí te adoptan sin necesidad de papeles. En nuestro andar, una parada inevitable en la iglesia de Santa María, que vigila el mar como un centinela de piedra.

Más tarde, la subida a Cabo de Peñas nos regaló un horizonte de acantilados donde parecía resonar la voz de Jovellanos: “El mar no tiene caminos, el mar no tiene explicaciones”. El día no podía ser más azul, ni el sol más brillante, ni la conversación y el paseo más placenteros. Ante la imponencia de la vista y del paisaje, el mundo parecía un lugar abierto. Lo explicaba muy bien el asturiano Fulgencio Argüelles en su reflexión escrita: “Estar frente al Cantábrico, entre acantilados o mesas compartidas, es entender que un instante deja de ser único para hacerse plural, cargado de memoria, emoción y belleza”.

Casa Gerardo y sus manjares

Y luego, la consagración: Casa Gerardo, en Prendes. Donde la cuchara se eleva a los altares. Saludamos a Pedro y nos ponemos en manos de su hijo, Marcos Morán que no solo recibe y cocina. Celebra. Por eso en esta casa todo tiene un aire litúrgico: primero, las croquetas: la de compango con el alma de la fabada en miniatura, la de jamón como caricia clásica.

El bocadillo de quesos asturianos, travieso y rotundo. El rey en su jugo, que hacía honor a su nombre. Y después la fabada, esa ópera mayor de la cocina asturiana, servida con una solemnidad que rozaba lo religioso. No encuentro adjetivos para poder explicarla. Hay que vivirla: las fabes, enteras, suaves, que se deshacen sin romperse, envueltas en una untuosidad que parecía poesía de caldo. El compango, denso, noble, sobre una base sedosa. El postre, un arroz con leche con su costra caramelizada, era probablemente lo más parecido a un himno que se puede comer con cuchara. Con el perfume de la eternidad, con la brisa de canela acariciando la memoria.

Para acompañar, fue el propio Marcos quien nos sugirió un Contino 2020, un Rioja que se enseña con nariz serena, fruta roja y negra, discreto fondo balsámico. Boca lineal, tanino fino, madera bien medida. Allí, en el meandro del Ebro, la bodega se recoge como un “chateau” entre chopos y viñas, y ese río lento que también se adivina en el vino: calma, hondura, elegancia discreta. Hoy se bebe con aplomo, mañana tendrá memoria larga.

El comedor entero parecía un fotograma de “Volver a empezar”, esa película en la que Asturias y la nostalgia se funden en un largo abrazo.

La tortilla de Conchita

Regresamos a Luanco y la noche no nos dio para mucho más que otro paseo por las calles animadas del pueblo y la contemplación de un mar en calma. Nos sentamos en la terraza del Bar El Puerto, porque pasar por aquí y no probar la excelente tortilla de Conchita debiera estar tipificado en el Código Penal. “Hay lugares que saben a patria, aunque no hayas nacido en ellos”, escribió Clarín.

El día siguiente amaneció con una luz que invitaba a quedarse, pero tocaba irse. Nos despedimos con los abrazos largos y prolongados porque lo importante no se hace deprisa. Asturias se despide siempre igual: con un rumor en el oído, con un sabor en la lengua, con un eco en el corazón. Y con la certeza de que volveremos porque como un día me dijo Juan Cueto, “Los lugares que se aman devuelven lo que se le entrega”. Y Luanco y nuestros queridos amigos nos devuelven, con creces, cada gesto que hemos dejado en la arena o en la sobremesa.

Esta tierra no solo te alimenta. Te recuerda quien eres.