Correcaminos Gastronómico

Ourense y Fisterra: comer y dormir al borde del fin del mundo

Mariscada en Ourense
Mariscada en restaurente O Barazal (Ourense). (M. Villanueva)
  • Manuel Villanueva, El Correcaminos Gastronómico, nos cuenta su ruta por Ourense. Cenó en O Barazal, un abrazo al paladar: centollas y camarones para empezar a entender de qué va uno de los templos del producto en Galicia

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Viajamos al final de la semana más lluviosa del año en Galicia. El viento aún parecía guardar restos de la tormenta Claudia en los bolsillos y el olor a tierra mojada nos precedía como una tarjeta de visita. Noviembre es el mes de los bosques, las setas y las castañas: el atlas de la naturaleza; de los ocres y los verdes, de los brillos en el tapiz de las vegas, de la lluvia derramándose entre ramas de los árboles. En ese undécimo mes del año, éramos un tránsito entre Todos Los Santos y San Andrés, habitantes de una memoria recuperada, de un continuo fluir de conversaciones en una oración fugaz que se da en esa rendija luz que preside los días.

Íbamos camino de Galicia, con Annalisa y Paolo, guiados por esa tradición hecha costumbre, la de abrazar la amistad, saborear el afecto de la acogida y descubrir, en cada rincón, el perfume que desprenden las castañas cuando el otoño ya ha impuesto sus derechos.

Como escribió Otero Pedrayo“Galicia es una tierra donde el tiempo no pasa: reposa”

Ourense: primeras luces, primeras nostalgias

Ourense nos recibió con un final de tarde en tonos grises, como un boceto inacabado de un cielo puramente gallego. Es una ciudad que, incluso cuando llueve, parece sonreír en voz baja.

Tras un paseo breve por el casco antiguo (piedra, humedad, silencio confortable), acabamos frente a la obra de Vidal Souto, el pintor ourensano: orgánico, visceral, sombríamente luminoso, con un pulso entre la figuración y la abstracción. Su obra es fértil en texturas, profundamente emocional, libre como un trazo que no pide permiso. En cada cuadro parecía haber un eco de la tierra, una cicatriz del granito o una tormenta atrapada en un pigmento.

La cena en O Barazal fue un abrazo al paladar: centollas y camarones para empezar a entender de qué va uno de los templos del producto en Galicia. Luego un rodaballo a la plancha con berza y patatas cocidas, limpio y perfecto, sin más artificio que el honor de la materia prima. Un flan de queso suave, cremoso, casi una caricia.

Y todo acompañado por un vino que parecía contar un poema: El Canto del Cuco 2024, de José Meréns, fresco, joven, vibrante, con ese punto silvestre que recuerda que, aquí, la naturaleza habla antes que el hombre.

Beariz: tierra de piedra y manos que la doman

La mañana siguiente amaneció con luz de otoño: esa luz humilde y ceremoniosa de noviembre. Nos adentramos en Beariz, tierra de canteiros: hombres capaces de convertir el granito en destino.

Y resonaba la frase de Antón Losada Diéguez: “La piedra es la memoria más honda de un pueblo”.

Mientras avanzábamos, el paisaje se abría y cerraba en claros y nieblas, y al fondo, la silueta del Suído parecía dormida bajo la lluvia, como un animal antiguo.

Manuel Prado, el alcalde (lo es desde hace 42 años), y Tomás Sancho, el concejal de cultura, ejercieron de anfitriones con la sobriedad cordial que caracteriza a la Galicia interior. Con Manuel hablamos del abandono que sufre el rural, de ese invierno demográfico que también padece este pueblo, en el que el año pasado no hubo ningún nacimiento.

Entre conversaciones y anécdotas, llegamos a la botica de Doade: mítica, inesperada, casi legendaria. Un lugar que parece surgido de un cuento: frascos, hierbas, polvo de historia y una calma que ya no existe en las ciudades.

“Galicia somos nosotros, la gente y la tierra” (Manuel María).

Avión: México entre bosques gallegos

Continuamos hacia Avión, pueblo hijo del río Avia, que baja inquieto entre rocas y bosque, como si siempre tuviese prisa por contarle algo al Miño. Aquí la palabra emigración no es concepto: es raíz, herida y orgullo. Hay ecos de rancheras, de mañanitas del rey David, de veranos en los que los retornados llenan de brillo calles que en este tiempo guardan silencio.

En el horizonte, acostumbrada al viento, como una guardiana prehistórica, aparecía Pena Corneira, con su templo de piedra natural, sus equilibrios imposibles y ese magnetismo que parece obra de gigantes.

Tomamos un aperitivo en el bar DF Madrid, donde la casualidad nos llevó a conversar con Carla Gavián, creadora de contenidos deportivos. Nos reconocimos en lo esencial: celtistas militantes, con esa mezcla de esperanza e ironía que solo entiende quien ha sufrido y celebrado bajo un mismo escudo deportivo.

El alcalde, Antonio Montero, nos paseó por el pueblo como quien enseña un tesoro familiar. Nos llevó a “la Eira”: una agrupación de 25 hórreos, que desprende la imagen de una geometría rural única, un museo al aire libre del grano y del tiempo.

La comida en Valderías fue una lección de verdad culinaria: jamón y queso del país, un revuelto jugoso, y un pollo que alcanzó la gloria sin pretenderla. De postre, filloas: finas, libres, tradicionales.

Para beber un tinto amable: Beade 2020 barrica, mezcla de mencía, caiño y sousón. Un vino que parecía hablar como los gallegos: primero tímido, luego profundo.

Y mientras el bosque nos rodeaba, recordábamos las palabras de Emilia Pardo Bazán en Los Pazos de Ulloa: “En Galicia la naturaleza no es muda: canta, ruge, suspira.”

El magosto: fuego, lluvia y pertenencia

Persistía la lluvia, fina, constante, tozuda. Tecleaba sobre el Miño como un pianista obsesivo que solo conociera una melodía melancólica y perfecta. Y así, con abrigo moral, zapatos húmedos y alma despierta, subimos hasta O Amador en Cudeiro. Allí nos esperaba noviembre con una sonrisa encendida de brasas.

Acudíamos, como cada año, a este ritual que no necesita convocatorias: el magosto.

Primero, un caldo de berzas, indispensable y maravilloso, de esos que entran despacio pero se quedan a vivir en la memoria gustativa. Después, chorizos asados con pan artesano, pan serio, que conversa con la hogaza del pasado. Con miga y carácter.

Y luego llegaron las castañas: al principio parecían solo aquella alegría otoñal con la que uno se calentaba las manos en la infancia, pero pronto descubrimos (como quien encuentra una nota escondida en un libro heredado) que eran más que eso. Sabían a infancia, a frío, a historias…

A lo que son: palabras viejas y nuevas, a confesiones pequeñas y risas grandes; a esa cháchara luminosa de la amistad, donde los silencios también dicen algo.

Iban viniendo algunas con el lirismo de una poesía, con la musicalidad de las tripas de un violín para que las ardillas jueguen a las orquestas en los “castiñeiros” Otras eran puro territorio, pura raíz. Y todas, sin excepción eran memoria y paisaje comestible.

Para acompañarlas, un Mencía de Monterrei, honesto y directo como una conversación que no necesita prólogo, y un vino casero elaborado por Andrés, uno de los comensales, sin más pretensión que la verdad líquida del fruto y la espera.

Las brasas murmuraban y la lluvia seguía cayendo afuera, como si quisiera apagar el fuego y al mismo tiempo celebrarlo.

Y en ese instante suspendido de noviembre, levantamos un brindis sencillo y monumental: Por la Amistad. Por los Castaños. Por los Recuerdos. Por la Vida.

Faro de Finisterre

Rumbo al fin del mundo

Continuamos viaje de Ourense a Fisterra, donde la tierra se acaba y el alma empieza a mirar al mar. Bajo una premisa silenciosa y poderosa: todas las estaturas del paisaje, todas las voces del territorio, todas las manifestaciones más intensas de lo vivo en el mes que respira hondo y mira hacia adentro, nos acompañaban como un guía severo y afectuoso.

La vida lo abrazaba todo por todas partes, incluso cuando la luz ya es breve pero intensa, tamizada por una lluvia que no cesaba y que dejaba cada cosa en relieve: piedras, árboles, rostros, silencios.

Noviembre nos miraba

Y nos reconocía.

El viaje avanzaba por una Galicia líquida: lluvia en el cristal, brumas enroscadas en los montes, aldeas que parecían pronunciar un aquí seguimos sin necesidad de voz.

En la lontananza el océano respiraba hondo.

Sabíamos que nos esperaba.

Subimos al faro de Fisterra, ese párpado abierto sobre la finitud del mundo conocido.

Encendió su luz giratoria: un círculo eterno, un latido atlántico, un tiempo que se escribe sin relojes. En esa luz infinita y oceánica hay recuerdos que regresan como mareas: padres que viajaron, hijos que regresarán, amores que nunca se pierden del todo.

También hay imágenes de un mañana sobre una costa iluminada. La esperanza, aquí, tiene forma de haz giratorio.

Antes, un aperitivo necesario y casi ceremonial en ese bar entre distópico y barroco que lleva alma y firma: Galería, del poeta Roberto Traba, donde aun resuena aquella frase suya como sentencia amable:

“Lo importante de la vida no es entenderla, es vivirla.” Y ese pensamiento nos acompañó mientras el mar rompía, como un argumento interminable.

La cena nos esperaba en Tira do Cordel, esa concatedral gastronómica donde oficia y crea Diego Castiñeira, sacerdote del producto, arquitecto del mar en plato.

Dispuso sobre la mesa un relato orgánico: Berberechos increíbles, firmes, salinos, perfectos. Almejas con una salsa extraordinaria, una de esas que convierte al pan en peregrino. Pulpo de la ría: firme, preciso, sin exageraciones, sin trampas. Y llegó la joya que corona la liturgia marina:

lubina a la brasa con patatas cocidas, soberbia, inapelable, emocionada. Una oda al origen.

Para acompañar semejante cuarteto de cuerda, un Godeval Cepas Viejas 2022.

Y aquí (con licencia sentimental) la frase debía salir así: “Un vino que entra despacio, se queda largo y habla después. Un blanco de memoria lenta, de los que afinan el alma como un luthier afina un Stradivarius.”

En ese instante, entre conversación, mar y memoria, recordamos una línea tallada en la prosa inmortal de Cela en Madera de boj:

“El mar está sempre ahí, imperturbable, esperando que el hombre comprenda que nada puede contra él”.

Y sin embargo (o quizá por eso) nos quedamos contemplándolo.

La lluvia seguía cayendo, como si quisiera borrar límites o recordarlos.

La Eira (Avión)

El Museo de la Pesca, Bela Fisterra y A Casa da Crega

Amanece.

Y lo hace con ese ritmo solemne que sólo conoce quien duerme a orillas del océano.

El sol emerge despacio, como si primero necesitara escuchar la respiración del mar antes de mostrarse. La Praia de Langosteira despierta dorada, extendida, serena, con ese aire de eternidad que sólo tienen los lugares que conviven con el tiempo sin temerlo.

La luz se derrama sobre la fachada posterior del Hotel Bela Fisterra, esa morada que es a la vez refugio, metáfora y abrazo. Un lugar donde el descanso no es pausa: es otra forma de viaje.

Allí uno entiende que la felicidad no siempre hace ruido. A veces sólo es un silencio con vistas al Atlántico. Al Monte do Pindo, territorio sagrado de los celtas. A cielos infinitos.

La mañana nos condujo, de la mano de Pepe, nuestro infatigable sherpa al Museo da Pesca, donde el océano deja de ser paisaje para convertirse en biografía.

Allí Manolo —Alexandre Nerium—, con la voz entrenada para narrar historias inéditas, nos habló de nasas, mareas vivas, escandallos y naufragios.

Y entonces dejó una frase suspendida en el aire, como sal o sentencia: “El mar es un maestro severo: enseña, pero cobra”. (Alexandre Nerium ). Había verdad en sus ojos. Y memoria en sus manos.

Emprendimos ruta entre la lluvia fina (esa compañera fiel de noviembre) hacia algunos templos callados del paisaje: El Hórreo de Carnota, larguísimo, solemne, casi un barco detenido en tierra. El Mirador de Gures, donde el viento conversa con el viajero. Los restos de la Ballenera de Caneliñas, amarga postal de otro tiempo donde la grandeza y la brutalidad caminaban juntas. Y el Mirador de Paxareiras, balcón inmenso donde la Costa da Morte parece pronunciar el deseo de volar.

El viaje, como la vida, pedía ahora comida. Y la mesa se preparó en Casa da Crega, donde el mar vuelve a hablar, pero esta vez con acento gastronómico: Empanada de mexillóns: sobria y brillante, como un verso popular que nunca envejece. Salpicón de centola e bogavante, fresco, limpio, exacto. Pulpo con almejas, matrimonio perfecto entre textura y mar. Arroz con bogavante, que llegó humeante, profundo y definitivo, como una homérica leída en voz alta.

Para acompañar: un Ramón do Casar 2023, vino que guarda en la boca la longitud del río Miño y la paciencia del granito.

Modesto Fraga ya había dicho una vez: “Quien come frente al mar no come: celebra”. Y allí estábamos: celebrando.

La conversación derivó, inevitablemente, hacia el espíritu literario de este territorio: el mítico Batallón Literario da Costa da Morte, esa hermandad de palabra, bruma y resistencia poética que sigue latiendo como un faro alternativo. Porque aquí la literatura se respira. Antes de marcharnos, quedó flotando otra frase, esa que Manuel Rivas dejó como lápida dulce y abierta: “El mar no es un lugar: es una lengua”. Y en esa lengua, hecha de espuma, viento, luz y ausencia, Galicia nos dijo, más que nunca, algo imposible de traducir: “Que todo lo vivido no es pasado: es pertenencia”.

Fin del viaje

Terminamos el viaje como se terminan las cosas que importan: sin prisa y con ternura.

Un breve paseo por Cee, guiados, una vez más, por Pepe Formoso, fue suficiente para comprender que hay lugares que no necesitan grandes gestos para ser memorables. Bastan los pasos lentos, un saludo conocido en cada esquina, el olor del pan vespertino en las calles y esa calma que solo existe donde el mar ya ha contado todas las historias posibles.

La noche nos reservaba su clausura íntima: la casa de Pepe y Sandra.

Allí nos recibieron el calor amable, la conversación sin artificios y esa presencia silenciosa que sólo nace en los hogares donde el afecto es fundamento y no adorno. Sus hijos entraban y salían como ráfagas de luz, y Sandra, con esa hospitalidad que no se aprende sino que se lleva en la sangre, nos fue disponiendo una cena casera, ligera, pensada más para el corazón que para el estómago.

Amanecer desde Bela Fisterra

Pero luego llegó el instante solemne, el gesto casi ritual: Pepe abrió una botella como quien destapa una reliquia. “As Pasas dos Pasás.” Y aquí uno debe detenerse, respirar, dejar espacio al asombro. Era vino con memoria, de esos que “no quieren gustar, quieren permanecer”. En la boca no era líquido: era textura, sombra, madera vieja, paciencia y una luz casi secreta de pasificación honesta.

Un vino que sabía a otoño, a humo, a vendimia tardía, a manos que trabajaron despacio. Una joya, sí. Pero también un testamento.

Allí, alrededor de esa mesa donde nada sobraba, entendimos que el viaje no había terminado en Fisterra: estaba concluyendo ahora, en ese salón donde la amistad tenía forma de cena sencilla y abrazo verdadero.

La mañana siguiente nos devolvió al camino largo del regreso. Cruzar media España, ya soleada, fue como pasar las páginas finales de un libro querido.

El otoño ofrecía melodías de colores, ocres encendidos, amarillos vivos, praderas que parecían lienzos y árboles que despedían sus hojas como quien agradece, no como quien pierde.

Y así, mientras el viaje se iba apagando en kilómetros, comprendimos que noviembre (este noviembre), había sido memoria, rito y aprendizaje. Habíamos llegado al fin del mundo. Y volvimos, como vuelven los que entienden que la vida es caminar, agradecer y volver a casa un poco más vivos.