Anabel Arriezu y Juan Miguel Sola, en un lugar de Navarra...

  • En 2003, Anabel y Juan Miguel dieron el salto de su pueblo de Navarra a Madrid, y abrieron el restaurante La Manduca de Azagra

  • Se han labrado el prestigio con amabilidad, buen hacer y la materia prima de la huerta navarra

  • En La Manduca no hay experimentos ni imposturas, predomina una cocina clásica

Vinieron a encontrar su lugar en la ciudad y en el tiempo; ese que solo la vida sabe dónde se encuentra. Enseguida entendieron dónde estaban y entonaron el estribillo del campo, el de su infatigable huerta que cada día extienden sobre sus mesas como hebras de vida. Esas cosas se miran, se prueban, se sienten y ya está.

Anabel Arriezu y Juan Miguel Sola llegaron a Madrid, con sus raíces navarras vivas y repletas, el 17 de septiembre del 2003, era un día de verano prolongado, de cielo azul y aire seco: “Lo recuerdo como si fuera hoy -comienza Juan Miguel-, vinieron 27 personas a comer que para nosotros era un éxito porque de donde veníamos en nuestro restaurante de Azagra solo reuníamos a 27 si era una comunión o una celebración especial”.

Todo presente tiene un pasado, el de esta entrañable pareja comenzó cuando él tenía 18 años y ella 17 y desde entonces permanecen juntos, inseparables, más de 40 años. Ella es enfermera de profesión y él hijo de agricultores, que un día soñó con ser arquitecto y otro con ser cocinero y no ha sido ninguna de las dos cosas, pero las ha aunado en perfecta comunión en un mismo espacio. Continúa Juan Miguel: “Mi padre era agricultor, como su padre y su abuelo, yo empecé trabajando en la huerta hasta que me puse a vender elementos de arquitectura. No paraba en el ir y venir por Navarra adelante y me cansé de tanto coche y sobre todo de vivir tan alejado de la familia y fue entonces cuando se me ocurrió una locura: montar un restaurante en una vieja bodega de mi abuelo. Lié a mi buen amigo el arquitecto Patxi Mangado, que de entrada y nada más ver el espacio se sorprendió mucho. El local era muy viejo, casi impracticable, tanto que Patxi nos dijo: “Yo hago arquitectura, no milagros”, y así y todo hizo una obra maravillosa, conseguimos unos cuantos premios de diseño y arquitectura”.

“Allí estuvimos seis años, muy ilusionados, pero las circunstancias eran las que eran en un pueblo pequeño. Venía gente de los alrededores, de Pamplona, de San Sebastián, pero no era suficiente para mantener aquello rentable y nos decidimos a dar el salto. Pensamos en sitios no tan lejanos como Madrid, pero un amigo nos dijo: “Ya que os vais, iros a una ciudad grande” y emprendimos el viaje. Cerrábamos los lunes y yo me venía aquí a mirar locales, estuvimos a punto de instalarnos en la calle Zurbarán, pero dimos con nuestro sitio actual y de nuevo llamamos a Mangado. También aquí hemos ganado unos cuantos premios de diseño”. “Vinimos a Madrid a pecho descubierto, Manolo, a la vida como a la mar hay que entrarle así. Empezamos con mucha ilusión y grandes incertidumbres, agradecidos y encantados de haber tomado esta decisión que va camino de la mayoría de edad”. La memoria todo lo guarda.

“A nadie cuesta más que aquel que mucho desea”, decía Ramón y Cajal.

Su local de Sagasta 14, es cálido, confortable, de una elegancia sobria, con una iluminación que genera intimidad y le da un aire muy apacible, y aquí Anabel y Juan Miguel fueron haciéndolo como sabían, moldeándolo a su manera, dejándose llevar por el fluir de vida de esta ciudad que acoge e integra.

Le pregunto a la pareja cuál es el secreto de su éxito y concuerdan: “Dice un buen amigo nuestro que no nos hace falta valor para emprender ciertas cosas porque son difíciles, sino que son difíciles porque nos falta valor para emprenderlas. En que nos haya ido bien tiene mucho que ver el que hacemos lo que nos gusta, que amamos nuestro trabajo y creemos que eso lo transmitimos a nuestros comensales. No tenemos grandes pretensiones, solo conseguir la felicidad de nuestra clientela”.

“A un restaurante no solo se viene a comer - coinciden ambos-, a estar, hay que lograr un lugar cómodo para quienes te eligen, dispensarles un trato cercano pero no agobiante y darles bien de comer. Quizá todo esto ha hecho que hayamos conseguido que nuestros clientes, muchos de ellos, terminen siendo amigos. Y estamos muy agradecidos”.

Uno de estos clientes amigos es mi querido Antonio Hernández Rodicio, periodista, exdirector de la SER. acudo a él para encuadrar más la conversación y la definición de La Manduca: “Juan Miguel Sola y Anabel Arriezu son, antes que nada, maestros de la hospitalidad. Embajadores de su tierra, Azagra, en Madrid, se han labrado un prestigio y un hueco entre las mejores mesas de la capital con amabilidad, buen hacer, inteligencia y, por supuesto, una materia prima de la huerta navarra inigualable".

"La Manduca de Azagra es, desde hace 17 años, un oasis para los amigos de la pareja y para los aficionados a comer bien. Pero bien en el sentido de lo auténtico, de lo que no tiene ni trampas ni cartón. En La Manduca no hay experimentos ni imposturas. Predomina una cocina clásica, con profundo conocimiento de cada producto, aplicando a cada cual la técnica que realza su importancia y su sabor. La cocina es cosa de Raquel Sánchez, la prima de Juan Miguel, y de Idoia Sola, una de las hijas del matrimonio: doctoras en las verduras y sus cocciones. Estos navarros, que empezaron con un restaurante en su pueblo hasta que decidieron instalarse en la capital, no tienen clientes, tienen amigos, tal es ese sentido familiar que le impregnan a todo lo que hacen”.

Cocina tradicional bien hecha

En sus comienzos sintieron el vértigo de la gran ciudad, de ese comienzo de estar en el mundo, pero sabían que en su pasado estaba cuanto necesitaban para alumbrar Madrid, solo tenían que recordar cómo volver a aquel lugar de Navarra para encender sus ilusiones, el resto sería desplegar su mañas, aplicar lo que sabían, mostrar lo que traían y siguen trayendo cada día: su huerta, su mochila de vida, como un botín de lo bueno, de productos con el cantar de aquella tierra fértil de Azagra. Lo demás era guiarse por su código genético culinario al compás del calendario.

“Yo creo que la cocina tradicional siempre ha tenido su sitio", afirman con enorme convicción. "Nosotros éramos muy amigos del gran Santi Santamaría, un día vino desde Santceloni a comer a nuestro restaurante de Azagra y llegó en el momento en el que asábamos pimientos del cristal a la parrilla y él, con aquella jerga que tenía, dijo: “Collons, esto sí que es cocina elaborada”. Sabía de la dificultad de pelar y asar esos pimientos tan frágiles”. Verlos servidos en tu plato es disfrutar del cuenco de las maravillas.

Otro amigo común, Jesús Sánchez, de “El Cenador de Amós (3 estrellas Michelin y 3 soles Repsol), me dijo en más de una ocasión que “ir a Madrid y comer en La Manduca de Azagra es como viajar a la infancia, a los productos que rodearon mis orígenes en Navarra. Es un sitio entrañable, conozco a Anabel y Juanmi desde hace un montón de años. Todavía recuerdo estar ayudando a mis padres en la tienda y ver entrar a su madre a comprar fruta y verdura. Cuando voy a La Manduca es como ir a mi tierra. Es la recuperación de un trozo de mi alma”.

En la conversación todo es cadencia, jovialidad, serenidad y armonía, mientras damos cuenta de un Palomar de la Reina 2018, de la Bodega La Mejorada, de uno de los mejores amigos de la pareja y también paisano, Rafael Moneo. Luego nos detendremos en él.

Entre tanta afabilidad concluimos en la misma trilogía sentimental: La familia, los amigos y la tierra. Se arranca Juan Miguel. “Anabel es un pilar insustituible en mi vida, en todos sus órdenes. El círculo de la felicidad lo completan nuestras tres hijas: Idoia, que trabaja con nosotros; Leire, que vive en Madrid y se dedica a la comunicación, e Itziar, que vive en Londres y trabaja en un banco japonés. Otra de las piezas indispensables en nuestro negocio es nuestra prima Raquel, que aterrizó en la cocina por accidente, por la lesión de un cocinero, y ahora es la mejor cocinera del mundo (ríe con complicidad). Y luego el resto de la familia de Azagra, que además son nuestros proveedores, incluido mi cuñado, que nos manda la carne”. Ahí la familia y la tierra, la tercera pata del tridente son los amigos, últimos tenedores del gozo gastronómico. “Y fundamentales para seguir manteniendo los pies sobre la tierra”, remata Anabel.

Madrid en su brújula

Escribe Andrés Trapiello en su último libro que Madrid es una ciudad estrepitosa y si se le pilla el punto, fascinante. No hace falta haber nacido en Madrid para darse cuenta. Al calor de la hospitalidad, el buen trato y el afecto reinventaron en el barrio de Chamberí su Manduca, el Azagra de su vida, la exportación de aquella geometría luminosa de su pasado, del trazado recto de su caminar. “Madrid es un pueblo grande maravilloso -dice con cierto tono de ternura Juan Miguel-. Vinimos aquí con nuestras hijas, que eran pequeñas, y dando un salto considerable, con muchas dudas familiares y empresariales, con el temor al desarraigo. Enseguida comprobamos que aquí nadie te pregunta de dónde vienes ni a dónde vas. En algunos sitios para triunfar tienes que demostrar que eres bueno, en Madrid para fracasar tienes que demostrar que eres malo. Es una ciudad muy exigente porque es donde más sitios hay para ir, pero si eres coherente y respetas tu línea, la gente es muy leal y agradecida. A veces tengo la impresión de que Madrid es una ciudad que hemos inventado los de la periferia”. “ A mí Madrid me encanta -remata Anabel-, es una ciudad muy hospitalaria, te abraza desde el principio”.

Hablando de amigos y de periferias recuerdo que Joan Manuel Serrat es buen amigo de la familia y un asiduo de La Manduca. Le llamo y me atiende con suma amabilidad: “Es mi referente cuando voy a Madrid. Estos entrañables navarros son una extensión de mi familia, entre ellos estoy en mi casa. Es fácil quererles, a todos: Anabel, Raquel, Idoia y a Juanmi. Por cierto esos collares tan originales que luce Anabel y que le hace Juanmi siempre les digo que son la mejor declaración de amor. Sus verduras, sus pescados y sus carnes son un placer, casi a la altura de su compañía. Decía Ortega que para él la gloria era una agradable sobremesa, pues si esto es así he estado muchas veces en la gloria en La Manduca”.

“Bebidas y bromas, allí nosotros contentos, felices de estar”, decía el poema de Walt Whitman.

La Mejorada

A pocos kilómetros de Olmedo (Valladolid) está La Mejorada, la bodega del arquitecto Rafael Moneo. Le llamo para darle cabida en la conversación y para que oficie la consabida ceremonia del vino. Empezamos hablando de ese templo gastronómico que es también un trozo de su tierra: “Acudimos mi mujer, Belén Feduchi, y yo a La Manduca siempre que queremos sentirnos próximos a lo que comíamos en casa de mis padres, en Tudela. Es difícil que un restaurante ofrezca verduras, algo que requiere inevitable frescura y que exige tiempo en la preparación y en la cocina. En La Manduca nos encontramos, tal y como recuerdo se comían en Tudela, alcachofas y espárragos, cardo y borrajas, cordero al chilindrón o anchoas frescas rebozadas, y ello sin eludir un guiso tan singular como la menestra y atreverse ‒para los amigos‒ a ofrecer una tortilla de patatas como en el Casino de Lesaca.

Pero puede que lo mejor sea que Anabel y Juan Miguel Sola nos hacen sentir en La Manduca como si estuviésemos en casa. Si a ello se añade que con frecuencia nos encontramos con amigos, se entenderá que consideremos La Manduca como uno de esos restaurantes que uno tanto echa de menos en estos días”.

Hablar con Rafael es situarse en la cumbre de la arquitectura, no tengo extensión para dar cabida a su lista de premios y reconocimientos. Los tiene todos. No podíamos encontrar mejor cómplice para este ritual de conversar alrededor de una botella. Rafael nos enseña: “El vino es demora, paciencia y tiempo lento, por eso acompaña muy bien a la conversación”. Acumulamos ese tiempo en el hablar y Juan Miguel oficiando de maestro de ceremonias le pide que nos explique cómo son sus vinos, mientras sorbemos con placer y parsimonia su Palomar de la Reina.

En la mirada de Rafael se dibuja un entusiasmo juvenil y dice: “Todos los vinos de La Mejorada aluden, en sus nombres, a lo que ha sido la historia y la restauración del lugar. “Las Cercas” ‒tempranillo y shiraz‒ celebra los restaurados muros de tapial que definían el recinto del monasterio. “Las Norias” ‒tempranillo puro‒ recuerda las muchas que había para regar la huerta. “Tiento” ‒vino que ofrece lo mejor de cada cosecha‒ refleja nuestra actitud con un término lleno de diversos significados que van de lo que es prueba, intento ‒se tienta una vaquilla, con un tiento camina el ciego, con tiento se mueve el cauto‒ a una composición musical para órgano o al trago que se da presionando la bota. “Villalar” ‒coupage en el que están presentes todas las variedades de la Bodega‒ conmemora el tiempo en que estuvo sepultado en la capilla mudéjar de La Mejorada Juan de Padilla. “Palomar de la Reina” ‒puro shiraz que ha enraizado con ganas en el terroir‒ es vino procedente de las cepas plantadas en torno al palomar que la Reina Isabel de Castilla regaló a los monjes jerónimos”.

El vino ya respira y habla, es brillante, fino en nariz, elegante, complejo. Despiertan las frutas negras, los ahumados y las notas de cacao. Es fresco y persistente y sabiendo que es un 18 se percibe un gran potencial de guarda, de larga vida. La calidad hecha a mano.

Me despido de mis anfitriones. Chamberí arriba, me escolta esta tarde con cierto estigma primaveral, a cada paso un eco de la conversación: la de Rafael Moneo afirmando que el vino siempre acaba imponiendo su ley, por encima de modas y gustos. La de Anabel y Juan Miguel devolviendo acogidas en la ciudad de Madrid, de la que Andrés Trapiello dice en su libro “estar hecha a partes iguales de sueño y de verdad”.

Palabra de Vino.