Opinión

Atrio, la arquitectura escrita sobre un poema

El bollo de tinta con calamar y guiso de oreja. Atrio
  • Una visita completa a Atrio, en Cáceres, y sus tres estrellas Michelin

  • Un menú alegre que gira en torno al producto rey, el cerdo ibérico

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Desde lejos Cáceres enseña su horizonte de campanarios, cilindros y cimborrios que la anuncian como una ciudad en la que las edades se cruzan. Una reunión de épocas y estilos. A la llegada atravesamos un par de plazas luminosas y unas calles estrechas en sombra, una mansedumbre de sueños dibujados en la piedra. 

Y llegamos a Atrio, donde la bienvenida es un colmado amabilidad. El arte del recibimiento. De la mano de Carmina procedemos a alojarnos en el Palacio de Paredes-Saavedra, un palacete del siglo XV que ha sido cuidadosamente restaurado por los reputados arquitectos Tuñón y Albornoz que han conseguido un resultado deslumbrante: los techos abovedados y las puertas en forma de arco del edificio original siguen ahí, pero las paredes de piedra han sido revestidas de madera clara y los suelos de hormigón pulido, lo cual confiere a los interiores un brillo y una atmósfera muy especiales. El patio central, con una estudiada iluminación, se mantiene como testigo del glorioso pasado de esta ciudad.

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Las habitaciones son el paradigma de la delicadeza, la belleza y el buen gusto. No hay nada igual. Dormiremos acompañados por 'Los caprichos de Goya' perfectamente estructurados en sus cajas de cedro de techo a suelo. Carmina nos enseña otras habitaciones a cada cual mejor resuelta, todo es armonía y elegancia. El tratado general de la belleza. La sutileza melódica de un preludio de Debussy. Decía Rosseau que no tener amor a lo bello es quitarse el encanto de vivir.

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Comida en Torre de Sande, cena en Atrio

Saludamos a Jose y a Toño que andan en plenitud de tarea y nos encaminamos a Torre de Sande porque nos ha alcanzado la hora de comer. Su carta elude cualquier trampantojo: producto en esencia pura. Pedimos con moderación porque esta noche comulgamos en Atrio. Me sonrío ante la amable puntualización del maitre: “… siempre pagamos los platos rotos de Atrio”. En la buena hermandad suelen suceder estos pequeños daños colaterales. Llega a nuestra mesa un jamón ibérico magnífico y a continuación un desfile compuesto por una ensaladilla deliciosa, una ensalada de espinacas estupenda, un ceviche de mejillones y gambas realmente bueno y para finalizar un improvisado viaje a Bélgica: mejillones con patatas fritas, formidables.

El vino lo decide Jose Polo en una sabia elección: un tinto 9 Cepas 2019 de Encina Blanca de Alburquerque (Badajoz), vinos hechos bajo esa infalible alianza de altitud, suelos pobres y equilibrio. Este 9 Cepas aúna corpulencia y finura. Se llama así porque es un coupage de 9 variedades: tempranillo, cabernet, malbec, syrah, petit verdot, alfrocheiro, verdejo negro y garnacha. Afinado un año en barrica y dos en botella. Asomados a este balcón vinícola de Alburquerque, viene a mi memoria aquello que le leí a Luis Landero: “A veces bastan una copa de vino, un libro abierto y una tarde sin prisa”.

Bajo un cielo azul de posibilidades infinitas nos disponemos a pasear por la ciudad en la compañía de Sonia y Javier que se han desplazado desde Pontevedra y que han promovido este viaje. El sol, ese “oro de los sueños en la piedra de las torres y los campanarios”, como escribió el profesor y poeta, Santos Domínguez Ramos, nos acompaña.

Llegamos a la Plaza Mayor en donde algunos grupos escuchan atentos las explicaciones de sus guías y otra mucha gente toma café a la sombra de los soportales y mira. “Girando con nosotros sobre su mansedumbre, la plaza nos devuelve, con esa lentitud con que se mueven los engranajes íntimos de la felicidad, la alegría de lo simple”, dijo otro cacereño ilustre, el doctor Basilio Sánchez.

Nos perdemos por la parte nueva de la ciudad, serpenteando, dejando que las horas se deslicen hasta encontrarnos con el Museo de Helga de Alvear, ese diálogo abierto con lo contemporáneo que no deja de sorprender, ni de generar una maravillosa experiencia emocional. El espacio (obra del arquitecto Emilio Tuñón) atesora una de las colecciones de arte contemporáneo más importantes de Europa. Helga de Alvear fue reuniendo con mucho mimo y esmero una cantidad de obras impresionante, aquí es posible dialogar con Klee, Gordillo, Tápies, Fontana, Bourgeois, Campano y muchos más, y con esa maravilla que te da la bienvenida: la icónica lámpara de Weiwei que llegó a este museo cuando el artista aun no era conocido.

Regresamos a nuestro lugar de quietud, al Palacio Paredes-Saavedra para descansar un rato antes de llegar al momento de la cena.

Atrio es un dispensador continuo de felicidad, un lugar de extrema hospitalidad. En esa noche la sala presenta una coreografía de camareros, sumilleres y jefes de sala que parece la representación de una danza de Edward Grieg. Arranca el menú alegre que gira en torno al producto rey, el cerdo ibérico, pero que va tan bien armonizado y conjuntado que no invade nunca la experiencia.

Así uno se encuentra con platos sublimes: el porco tonnato, el bollo de tinta con calamar y guiso de oreja o el flan de papada y caviar. Y una presa a baja temperatura inolvidable. Toño Pérez exhibe una cocina de muchos quilates. Con José Luis, el sumiller, compartimos el afecto por Rodri Méndez y arrancamos con uno de esos vinos 'indie' que a mí me gustan: un Xisto Ilimitado Blanco 2023 de Luis Seabra en el Douro, viñedos de más de 60 años, elaborado con variedades de Rabigato, Códega de Larinho, Gouveio y Viosinho. Con una crianza de un año en barricas usadas. Para el tinto viajamos a tierras de garnacha, a un vino elaborado por Fernando Mora, Telescópico 2019; viñedos recónditos de Aragón para un vino fresco, aromático y muy bien estructurado.

¡Qué bien hemos cenado y bebido esta noche!

Dice Toño, y lleva mucha razón en ello, que el mejor plato es el paseo después de la cena y siguiendo su sabio consejo nos entregamos a esa luz amarilla nocturna reflejada sobre la piedra que acaricia a las sombras e invitan a la complicidad de quienes la pasean. Piedras de siglos cuentan su historia: en sus plazas de San Mateo y San Pablo; en sus palacios de Toledo-Moctezuma, Mayoralgo y Golfines; en su concatedral y su Cristo Negro crucificado. Calles y monumentos acogen a los viajeros. Esta es una ciudad sin tiempo, dotada de “la arquitectura del silencio”, como la denomina el poeta local, Diego Doncel.

Nos vamos a dormir, el cielo esta limpio y cuajado de estrellas en esta noche clara de junio, como decía Lorca: “una vitrina cargada de espuelas”. Nuestros sueños se alojan en el lugar del sosiego.

Desayuno y regreso

La mañana aparece con la suavidad de sus mejores luces. El jardín de Atrio es una explosión de naturaleza con rumores de agua y un cielo azul infinito, un hábitat propicio para la conversación, la celebración y la creación. El desayuno es precisamente eso la creación de un momento gastronómico delicado y delicioso, destinado a propiciar la felicidad: yogur, migas con huevo, bocadillo de jamón, bollería de altura, mantequilla y mermeladas artesanales, fruta de temporada y un café óptimo.

La conversación con Jose y Toño nos lleva a los derroteros de su nuevo proyecto: la Fundación. La música y el arte con su poder de transformación, como herramienta de ayuda y evolución, como compromiso de solidaridad. Una retahíla de sueños por cumplir.

Volvemos a Madrid cruzando un paisaje de dehesas, campos de encinas y alcornoques. Este es también un tiempo agitado por cerezas. Cáceres y Atrio se vienen con nosotros, viven retenidos en nuestra memoria y eso los hace ya nuestros para siempre.