Una cena en La Sal y "vinos con nervio" para pasar la velada
Nápoles, comer y dormir "nel blu di pinto di blu"
Hay viajes que se sienten en los dedos cuando tocas la tierra y notas que algo antiguo te llama. Así comenzamos éste, en Toro, con el aire encendido de la Fiesta de la Vendimia, donde el vino es rito y el pueblo, escenario. Calles engalanadas con pendones y escudos, puestos de pan y quesos, de barro cocido y miel, un mercado medieval desprendiendo aromas a mosto y cecina, donde los niños corrían disfrazados de juglares y el Duero observaba desde abajo, paciente, como si quisiera recordarnos todas las vendimias que fueron.
A lo lejos, la Colegiata de Santa María la Mayor levantaba su piedra dorada y su Pórtico de la Majestad, ese pequeño milagro románico que parece hecho de luz quieta. Subimos despacio, con Merche y Jaime, que guardan en sus raíces el pulso de esta tierra, el rumor del vino y de los abuelos. Desde lo alto, la vista se abría hacia la vega, con el río serpenteando, lento, casi sagrado.
Allí era fácil entender a Claudio Rodríguez cuando escribió: “Siempre la claridad viene del cielo; es un don: no se halla entre las cosas.”
El Duero, abajo, era esa claridad.
Continuamos viaje hasta Zamora, ciudad de piedra y quietud, donde el tiempo camina despacio y las campanas marcan el pulso de las horas sin prisa. Allí nos esperaban Ana y Paco Somoza, con su abrazo cálido y su casa abierta: el NH Palacio del Duero, alzado sobre las ruinas del antiguo convento de las juanas, junto a la iglesia de Santa María de la Horta, que parece custodiar el silencio del río.
El hotel es, además, un referente artístico. En su interior, las paredes respiran belleza: la monumental obra 'Las Meninas' de Félix de la Concha (qué historia tan bonita tiene esta pieza), las fotografías de Alberto García-Alix, los “cartonacos” de Paco Leiro, y los lienzos de Sigfrido Martín Begué que dialogan con otras firmas urbanas, con la huella viva de grafiteros contemporáneos que han ido dejando allí su trazo. Es un espacio donde la piedra y el arte conviven con naturalidad, donde cada rincón parece pedir silencio para ser mirado.

Ana y Paco atesoran un gusto extraordinario por el arte y sus formas, un instinto sereno que convierte su casa en un refugio para los sentidos.
Comemos en el mismo hotel: la mesa se llena sin esfuerzo. Croquetas y ensaladilla, arroz meloso con pollo y bacalao, y un vermut travieso, La Guindilla, que chispea como un mediodía en la plaza. Díscolo Blanco 2021 y Díscolo Tinto 2020 acompañan la charla: vinos con nervio, de esos que Joan G. Pallarés describiría como “de alma inquieta, de los que miran de frente y saben decir adiós con elegancia”.
Entre sorbo y sorbo, Paco abre su cuaderno, un tesoro lleno de acuarelas y recetas: sopas de Ana, cremas dibujadas con tinta y ternura. “La poesía es la infancia de los días.” (Hilario Tundidor). Y en ese cuaderno, la cocina tiene algo de infancia: memoria ilustrada que se come con pan y conversación.

Recorrer Zamora y cenar en La Sal
Por la tarde, la ciudad nos sale al paso. Es sábado y el centro bulle de vida: parejas que pasean, niños que corren tras una pelota, terrazas llenas de voces y vasos. El aire tiene una templada suavidad que engaña al calendario; el otoño parece primavera, y sobre las copas de los árboles empieza a dibujarse el primer ocre del año, un temblor dorado que anuncia lo que está por venir.
Caminamos Balborraz, esa calle tan de Paco, que baja al río como una confidencia, y subimos hasta San Juan de Puerta Nueva. En la esquina del paseo, como susurrada por el viento, nos llega la voz de Miguel Ramos Carrión, hijo también de esta ciudad: “Río Duero, río Duero,/el de soberano empuje,/ el de las ondas bravías,/ el de los remansos dulces.”
La catedral nos recibe con su cimborrio majestuoso, y en las plazas aparecen las esculturas de Baltasar Lobo, esas maternidades que aprendieron el mar en la riviera francesa. A dos pasos, el castillo, que se alza con sus murallas gastadas por el tiempo y el rumor de las espadas; sobre él, se desparrama el sol dormido que lo convierte en oro viejo. El Duero fluye sereno, reflejando el tránsito del día, la pausa dorada en que el tiempo parece detenerse. “Todo es aún posible”, escribió Luis García Jambrina, y en esta hora tibia, lo creemos.

La noche nos lleva a La Sal, donde Rubén Bécker afina su oficio como quien pule un verso endecasílabo. Tomate zamorano con AOVE y sal, ensaladilla, una carrillera en escabeche templado que reconcilian el alma con el mundo. Oreja crujiente, entrecot con carácter y queso de Coreses que huele a campo y despedida. ¡Cómo cocina Rubén, qué buen tino!
En la copa, un magnum de Díscolo 2018, vino de los que miran al Duero y dicen: “no tengo prisa”.
La conversación vuelve al río, a la luz, a la amistad, a un edificio de palabras entreveradas por lo común y lo compartido.
Àngel Fernández Beneytez escribió que “el viaje no termina donde acaba el camino, sino donde alguien te espera”. Y así fue: entre amigos, vinos, sabores, piedras viejas y promesas nuevas para encuentros futuros.

Al final, al irnos, el Duero seguía ahí, mudo y sereno, llevando consigo lo vivido. En el cielo, un rebaño de nubes. Y entonces vinieron también a mi cabeza los versos de Agustín García Calvo, que decían: “El tiempo de verdad lo tenéis ahora mismo aquí. Eso es la verdad, no la realidad. El ‘ahora’, que nos saca de la realidad.”
Eso fue este viaje: un ahora suspendido entre el vino y la palabra, entre lo monumental y el río, entre el otoño que fingía ser primavera y la amistad que, como el Duero, nunca se detiene.

