Un recorrido por el Napolés más gastronómico y por sus rincones llenos de historia y encanto
Ávila, comida en Caleña y descanso en La Casa del Presidente
La amistad es un microcosmos en el que cabe el mundo entero, un espacio en el que se es feliz como en ningún otro en la vida. Es una música imperecedera, banda sonora de lo cotidiano. Hay algo en ella que nunca se abandona. Vinimos a Nápoles empujados por ese sentimiento, por el compromiso establecido en primavera con Annalisa y Paolo, ciudadanos de pleno derecho en esa patria afectiva. De tantos años.
El Hotel Excelsior nos recibió como un anfitrión de vieja escuela: con el rumor del mar abriéndose paso hasta las ventanas y esa luz mediterránea que lo tiñe todo de azul profundo. Desde esos inmensos ventanales, uno se siente parte de la postal: el Vesubio al fondo, la línea clara de Sorrento, Capri insinuándose como una dama coqueta. Por aquí han pasado escritores, actores, jefes de estado; nosotros lo hicimos con la gratitud del viajero que sabe que no hay mejor prólogo para la aventura. A la caída del sol, en su majestuosa terraza, soplaba un “vento ponentino” ligero y musical, como si fuera una canción de Pino Daniele flotando en el aire.
La vida del Excelsior está hecha también de historias humanas que lo atraviesan como un hilo invisible. Una de ellas es la de Gianni Ricci, actual director del hotel. El destino quiso que naciera casi entre sus paredes: su madre trabajaba como planchadora en la lavandería del Excelsior y, en 1968, en plena jornada, rompió aguas allí mismo, como si la vida de Gianni estuviera predestinada a estar unida para siempre a este lugar.

A los 14 años, siguiendo la tradición familiar, entró en el Excelsior de Roma como ascensorista, ese oficio iniciático que tantas veces fue la primera escuela de hospitalidad. Desde entonces comenzó un aprendizaje continuo, viajando y formándose en hoteles de Cerdeña, Londres, Copenhague —donde trató de cerca a las monarcas de ambos países— y también en Múnich, hasta volver a Nápoles para trabajar en el Grand Hotel Vesuvio.
El año 2007 le reservaba un gesto redondo del porvenir: suceder a su padre en la dirección del Excelsior de Roma. Su padre, que había comenzado en la conserjería en 1956, acabó dirigiendo el hotel con tanto carisma que lo frecuentaban y llamaban personalmente figuras como Marcello Mastroianni o Jack Lemmon.
Hoy Gianni sabe que el Excelsior no es solo un trabajo: es la vida de los suyos, un legado familiar y un espejo de Nápoles. Como él mismo confiesa, “el Excelsior va prendido de mi alma, como Nápoles misma”.
El Vómero y el borgo marinaro
Al comienzo de la tarde ascendimos al Vomero, ese balcón sobre la ciudad que permite mirar Nápoles entera, desbordante, con sus capas de historia y contradicción. La urbe se revela múltiple, como si en lugar de una sola alma albergara un coro entero: voces griegas, ecos romanos, rezos medievales, melodías barrocas y, siempre, la canción popular que todo lo envuelve.
Goethe, que aquí sintió la revelación de lo eterno, dejó escrita una sentencia que aún resuena entre las calles y el golfo: “Vedi Napoli e poi muori”. No se trata de fatalismo, sino de plenitud: quien contempla Nápoles alcanza una cima de belleza que ya no necesita más justificación.
El paseo vespertino nos llevó hasta el Castel Maschio Angioino, guardián de piedra y leyenda, antes de rendirnos al ritual de la cena en el Borgo Marinaro, al abrigo del imponente Castel dell’Ovo. En ZiTeresa, donde las mesas se tiñen de salitre, llegó la ensalada de frutti di mare, seguida de unos espaguetis con cigalas que parecían recién extraídas de un sueño marino. Allí, entre brindis y sonrisas, apreciamos esa jovialidad de vivir tan napolitana, un entusiasmo contagioso que convierte cualquier cena en celebración. Todo ello abrazado por un Biancolella 2024 de Ischia, Casa D’Ambra: un vino joven y luminoso, que parecía contener en cada sorbo la misma transparencia del golfo.

De regreso al hotel brillaban las luces al otro lado de la bahía, en la falda del Vesubio; asemejaban a aquellas que describió Gómez de la Serna en sus “Escritos Napolitanos”: “La luces de Nápoles son las que más me han beneficiado en la vida, y sostendré siempre que allí se encuentra el ángulo ideal del mundo”.
San Gennaro, el cristo velado y Maradona
El segundo día amaneció con una brisa matinal que iba poniendo músicas, como si la ciudad se encargara de afinar el día. Nos internamos en Spaccanapoli, esa arteria que divide y une a la vez, hasta llegar a la Catedral. Aunque es feudo religioso y devoto de San Gennaro, su consagración se dirige a la Ascensión. Erigida a comienzos del siglo XIV, guarda en su interior otro templo: la basílica paleocristiana de Santa Restituta, la catedral primigenia de Nápoles.
Pero todo lo sagrado aquí gravita en torno a San Gennaro y a su reliquia: las ampollas con su sangre que, en fechas señaladas, se licúan en una ceremonia seguida con fervor por todo el pueblo. El acontecimiento es mucho más que devoción, es un termómetro espiritual de la ciudad. Y cuando el milagro no se ha producido —solo tres veces en la historia reciente— Nápoles lo ha vivido como un presagio nefasto: la erupción del Vesubio en 1944, el terremoto de 1980 y, en 2020, la pandemia que sacudió al mundo y la muerte de Maradona, santo laico de esta urbe. Los napolitanos, incrédulos y apasionados, siguen atentos este rito como si en él se decidiera la suerte de su destino.
Annalisa y Paolo, anfitriones inmejorables, nos guían con una naturalidad que hace que todo fluya. Nos detenemos en Scaturchio para un café y una sfogliatella, justo cuando la lluvia, caprichosa, aparece a media mañana.
Caminamos el centro histórico con sorpresa y admiración por la Via San Gregorio Armeno, con su interminable sucesión de figuras de belenes, donde lo sagrado y lo popular conviven con desparpajo. Artesanos trabajan a la vista, moldeando con arcilla a pastores, reyes magos, pero también a futbolistas, políticos y cantantes. Una sátira perpetua en miniatura, que convierte cada escaparate en un espejo de la ciudad. Llegamos después al Monasterio de Santa Chiara, con su claustro de mayólicas que parece un jardín encantado de columnas decoradas y bancos de azulejos donde la primavera parece eterna. En su interior, el Belén del siglo XVIII deslumbra por el detalle: centenares de figuras que reproducen no solo la Natividad, sino todo un universo napolitano de oficios, mercados, escenas domésticas, animales, músicos y mendigos. Una pequeña ciudad dentro de la ciudad.
Nápoles es insondable, y a cada paso confirma su condición de infinita. De nuevo Gómez de la Serna: “Las ciudades son un esqueleto de piedra vestido con la carne de los hombres”. Aquí, esa carne palpita con una intensidad única.
Antes de irnos a comer pasamos por la Plaza del Plebiscito, ese escenario monumental que es corazón cívico y político de la ciudad. De un lado se levanta el Teatro San Carlo, joya de la ópera europea; del otro, la majestuosa fachada del Palacio Real, sede de los Borbones. En el centro, la estatua ecuestre de Carlos III, el monarca que transformó esta ciudad durante su reinado (1734-1759) y que fue rey de aquí antes de serlo de España. Carlos III dotó a Nápoles de teatros, academias, reformas urbanas y un espíritu ilustrado que aún late en sus calles. El palacio que habitó, con su aire severo y regio, sigue recordando la ambición de aquel tiempo en que la ciudad fue capital de un reino que rivalizaba con las grandes cortes europeas.
La comida fue en Scialuppa: una ensalada fresca de rúcula y tomates cherry, sencilla y vibrante como una canción popular, y un polpetti alla Luciana, guiso de pulpo con aceitunas y tomates que sabe a mar adentrado y a cocina de barrio. Es un plato que habla de paciencia, de fuego lento, de sabores concentrados en una emulsión poderosa. Lo acompañamos con un Greco di Tufo Mastroberardino 2024, vino de gran linaje campano, fresco, mineral, con notas cítricas y ahumadas, que armonizó a la perfección con el guiso marino, realzando cada matiz.
La tarde nos llevó al lugar más revelador de la ciudad: el Cristo Velado en la Capilla de Sansevero. Allí la escultura trasciende lo humano. Giuseppe Sanmartino la talló en tan solo tres meses, bajo el mecenazgo visionario de Raimondo di Sangro, príncipe de Sansevero, que convirtió la capilla en un laboratorio de arte, ciencia y misterio. El mármol se vuelve velo, transparencia, una anatomía tan real que parece respirar. El milagro no es solo artístico, sino espiritual: el cuerpo inerte parece vivo en su muerte. La obra, junto con las leyendas alquímicas de Raimondo, añade al asombro un halo de misterio que la hace única en el mundo. Allí, entre silencio y asombro, nos cruzamos con el mismísimo Sting, otro visitante más cautivado por la belleza.
El paseo continuó por el Barrio Español, peculiar, denso, lleno de vida. Ropa tendida como banderas de colores, motocicletas que se deslizan entre callejones estrechos, niños jugando a la pelota, ancianas asomadas a los balcones, voces que se cruzan en un concierto callejero improvisado. En medio de este latido alegre recuerdo el estribillo de aquella canción ruidosa: “Funiculi, Funiculá” “Jammo, jammo ’ncoppa, jammo ja… funiculì, funiculà! (“Vamos, vamos arriba! Funicular, funiculà…”). Un estribillo que resuena como los gritos en los barrios altos, donde cada cuesta es un desafío y una fiesta. Todo el bullicio napolitano en estado puro, hasta desembocar en ese “rincón” convertido en templo universal: el santuario dedicado a Diego Armando Maradona. Icono secular de Nápoles, tan venerado como cualquier santo de altar, cuyos murales arden de velas, bufandas y flores.

De regreso al hotel nos detuvimos en la estación de metro de Via Toledo, obra del arquitecto Óscar Tusquets, que más que estación asemeja un pequeño museo subterráneo, con mosaicos azules y blancos que parecen prolongar el cielo hasta las profundidades.
La cena fue en Al Poeta, un restaurante alejado de la ruta turística, con una cocina tan esmerada como sincera. La berenjena a la parmesana, con sus capas de verdura asada, salsa de tomate intensa y queso fundente, era un himno al recetario clásico. Después, unos ravioli capresi rellenos con ricotta suave y coronados con tomates cherry del Vesubio, dulces y con ese punto de mineralidad volcánica imposible de imitar. El maridaje llegó desde las montañas del norte: un Weissburgunder – Pinot Bianco Eppan-Berg Schulthaus 2024, de la Cantina St. Michael-Eppan. Un vino elegante, estructurado, con frescura alpina y notas de manzana verde, flores blancas y almendra, que parecía tender un puente insólito entre el Alto Adige y Nápoles. Un encuentro de dos Italias distintas, que en la mesa se abrazaban como viejos amigos.
Como dijo Benedetto Croce, hijo ilustre de esta ciudad: “Toda historia verdadera es historia contemporánea.” Nápoles lo confirma: su pasado vive y respira en cada instante del presente.
Nápoles subterránea y cena en Posílipo
El viento de tramontana trajo consigo una mañana de horizontes limpios y nítidos, de esas en las que el Vesubio se dibuja solemne, como un centinela inmóvil, y la línea de Sorrento parece una pincelada de óleo precisa en el azul del mar.
Nos adentramos en el corazón secreto de la ciudad: el Nápoles subterráneo. Allí late la memoria de Parténope, la sirena que según el mito intentó seducir a Ulises con su canto y, al ser rechazada, se dejó morir en estas costas. Su cuerpo varado en la bahía dio nombre a la antigua ciudad griega, y su espíritu quedó para siempre impregnado en la identidad napolitana: sensual, trágico, seductor, entre lo humano y lo divino. En aquellas galerías subterráneas se percibe esa continuidad entre mito e historia: desde los tiempos romanos, cuando las cisternas guardaban agua para el pueblo. En la memoria de la ciudad aún resuena aquel episodio dramático del siglo XIX, cuando una epidemia de cólera, por esas aguas contaminadas, se abatió sobre Nápoles con la fuerza de una maldición. La desesperación del pueblo lo llevó a dirigirse a su protector eterno, San Gennaro, implorándole clemencia. La súplica fue tan seria, tan solemne, que se redactó un acta ante notario: los napolitanos le prometían al santo que, si detenía la peste, lo acogerían en la Catedral con todos los honores. La tradición cuenta que el milagro se obró, que la epidemia cedió, y que desde entonces San Gennaro es más que un patrono: es un ciudadano con derechos adquiridos, el garante de la vida misma de Nápoles.
Ese gesto —un contrato sagrado y legal al mismo tiempo— refleja como ningún otro la peculiar relación entre los napolitanos y su santo: no solo devoción religiosa, sino un pacto de convivencia, un acuerdo tácito entre lo humano y lo divino. Durante la Segunda Guerra Mundial, estos mismos pasadizos fueron refugio y morada improvisada, donde se palpaba la resistencia de un pueblo que se aferra a la vida incluso en medio de la ruina. Y en el capítulo de las leyendas, apareció el monaciello, ese duende napolitano que juega y se esconde entre las piedras, como si fuera un eco travieso de la propia sirena. Fue como descubrir otra ciudad bajo la ciudad: un espejo de sombras de la Nápoles luminosa que respira arriba.
La jornada continuó en Rosiello, un lugar suspendido entre viñedo urbano y glicinas, con una vista privilegiada sobre el golfo. La mesa se abrió con la delicadeza de una flor de calabacín en tempura y la calidez de una croqueta de patata dorada. Luego llegó el turno del denton al horno, pescado de carne firme y sabrosa, acompañado de las ligeramente amargas cime di rapa, que recordaban el carácter agreste de la tierra campana. El maridaje fue un rosato Uva Rosa de la casa Varriale, de la IGP Campania: un vino fresco y aromático, de tonalidad tenue, con notas de fruta roja y un final delicado que abrazaba los sabores del mar.
Tras el almuerzo nos acercamos a la fenestella di Marechiaro, ese balcón eterno que inspiró versos y canciones, donde aún parece escucharse el eco del poema de Salvatore di Giacomo: La pieza nació inspirada por el pequeño burgo de pescadores de Marechiaro, en Posillipo. Di Giacomo cuenta que, al pasar frente a una ventana, vio una flor en un vaso y pensó en la muchacha que debía asomarse a mirar el mar. A partir de ese detalle cotidiano, escribió versos que han hecho inmortal al lugar: “Quanno sponta la luna a Marechiaro, pure li pisce nce fanno a ll’ammore” (“Cuando la luna asoma en Marechiaro,
hasta los peces se enamoran en el mar…”). La canción se convirtió en símbolo de la delicadeza napolitana: una mezcla de mar, noche, luna y deseo. Desde entonces, Marechiaro ya no es solo un barrio: es un estado de ánimo, un refugio poético junto al golfo. Un himno de amor y de paisaje.
La noche nos reunió con el periodista y amigo Alessandro Cecchi Paone, que nos citó en Posílipo, esa parte alta de la ciudad que respira como una riviera íntima, elegante, con el aire de un mirador sobre la historia. En el Palazzo Petrucci, frente al mar, nos dejamos llevar por un menú de cinco tiempos que fue un auténtico recital de cocina napolitana contemporánea:
Lasagnetta de mozzarella de búfala y crudo de gambas, con una salsa de flores de calabacín que era pura primavera en el paladar. Tagliolino de calamar con vongole veraci y algas crocantes: la huella marina en estado puro. Risotto napolitano con moscardini a la luciana y stracciata de búfala: mar y tierra en alquimia perfecta. Triglia con polvere di brace, acompañada de zanahoria ahumada, ajo negro y coulis de perejil: contraste de tonos, como una pintura de Caravaggio trasladada al plato. Y como cierre, la stratificazione de pastiera napoletana, un homenaje dulce a la tradición, reinterpretado con ligereza y modernidad.

La cena se volvió conversación, y la conversación se volvió amistad: animada, cómplice, vibrante. Alessandro, con ese gesto suyo de maestro de ceremonias, nos obsequió con un pequeño libro sobre Raimondo di Sangro, el Príncipe de Sansevero, y el Cristo Velado. El redondel de las casualidades quiso que regresara así a nuestra mesa aquel mármol prodigioso de Sammartino, esculpido en tres meses bajo el mecenazgo del príncipe alquimista. Era como si Nápoles, a través de Alessandro, nos entregara un símbolo más de su identidad entre el misterio y el prodigio.
El vino de la cena, que eligió el propio Alessandro, fue un hallazgo memorable: Fiorduva 2022, de Marisa Cuomo, nacido en las terrazas heroicas de Furore, en la Costa Amalfitana. Un vino que podría describirse como un mar comprimido en la copa, con la espuma de las olas convertida en perfume, y la roca caliza disuelta en acidez. En su ensamblaje de Ripoli, Fenile y Ginestra hay un equilibrio difícil, casi imposible: densidad y frescura, fruta madura y salinidad marina, un juego que parece querer contar todas las contradicciones de Campania en un solo trago. Beberlo frente al golfo fue como mirar al horizonte y sentir que la línea entre vino y paisaje desaparecía.
Y así cerramos la jornada, bajo un cielo en calma, con la certeza de que Nápoles se visita y se vive a la manera de Matilde Serao: “Nápoles no se explica: se siente, se llora, se ama”.
Ese fue el eco que nos llevamos a la noche: el canto eterno de Parténope.
¡Arrivederci napoli!
Llegó la hora de la despedida. Annalisa y Paolo, cómplices y excepcionales anfitriones, regresaban a Roma reclamados por las dulces obligaciones de la vida cotidiana: sus nietos, esa otra forma de eternidad. Y nosotros dejamos atrás una ciudad que nunca se acaba, porque en ella caben muchas ciudades.
Nápoles vive en un equilibrio frágil, casi imposible: aquí la muerte se siente tan cercana que la vida se celebra cada día como si no hubiera mañana. Por eso las calles laten de un modo único: la basura puede quedar sin recoger, los coches se lanzan a las rotondas sin miedo ni orden aparente, pero en ese caos hay un pulso vital irrepetible. La religión y la superstición conviven sin conflicto, y cada gesto cotidiano parece un pequeño triunfo frente al destino. Los napolitanos, al caer la tarde, no celebran otra cosa que esto: seguir vivos.
Como escribió Curzio Malaparte en “La piel”: “Nápoles es una Pompeya que nunca ha sido sepultada. No es una ciudad, es un mundo”.
¡Arrivederci!

