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Crónica sentimental de una cena en El Pescador

El restaurante El Pescador
El restaurante El Pescador. El Pescador
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A veces Madrid deja de ser meseta y se vuelve marejada, rumor de océano, ese que nunca estuvo cerca y sin embargo siempre existió en la memoria, el que puede adueñarse de las conversaciones, de las copas levantadas y los silencios emocionados.

Un buen número de miembros de la Academia de la Gastronomía Madrileña nos reunimos para celebrar medio siglo de El Pescador, aquel comedor de la calle Ortega y Gasset que fue, una vez más, puerto seguro para nostálgicos del mar verdadero.

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La cena comenzó con la discreción elegante de quien no necesita demostrar nada. En el menú, delgado como un rezo y preciso como un salmo marino, se leía: Tomate de nuestra huerta con ventresca de atún. Salpicón de mariscos. Almejas de carril a la marinera. Centollo gallego preparado. Lenguado Evaristo y Filloas. Un estribillo de platos como un oleaje de color azul por el que fueron asomando los productos infinitos del Atlántico.

Y de fondo, casi como firma, los vinos: un Cuvée Lhardy Godello Raúl Pérez y un Valdepotros de Huerta de Carabaña. El mar en la mesa y el campo acompañando, como siempre se hicieron amigos marineros y terrones cuando la gastronomía era verdad.

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Evaristo García y su primo repartiendo pescado

El espíritu de Evaristo

La noche era también un tácito homenaje. Porque no se celebraba solo la trayectoria de un restaurante, sino la voluntad de un hombre: Evaristo García. Ese soñador que, como escribió Castroviejo, entendía que “el mar no se describe, se vive”, y que convirtió su vida en una defensa incansable de la excelencia marina.

Él fue quien enseñó a Madrid que las distancias podían vencerse con rigor, con barcos, con proveedores fieles y con esa fe atlántica del que sabe que el mar no admite chapuzas. Evaristo fue el patrón de una misión imposible: que las mejores mareas llegarán aquí intactas, orgullosas, sin maquillajes, sin disfraces.

Julio Camba dejó dicho: “Los peces más frescos del mundo deberían servirse todavía nadando”. Evaristo no llegó a tanto, porque ninguna pecera habría cabido en su ambición, pero logró la versión razonable del prodigio: que cada percebe, cada cigala, cada almeja pareciera pronunciada en gallego antes de tocar el plato.

Compañerismo, emoción y memoria

La cena no fue un acto solemne. Fue camaradería. Brindis. Risas bajas. Historias de barcos, lonjas, cocineros, mareas vivas y muertos queridos.

Porque también hubo emoción. La emoción de quienes quisimos recordar al hombre que convirtió la puerta del restaurante en un muelle, y la mesa en un altar. De quienes saben, como escribió Álvaro Cunqueiro en “Viaje por los puertos del Atlántico”, que “en la cocina del mar no manda el cocinero, manda el océano”.

Esa noche el océano mandaba. Callado. Presente. Orgulloso.

La vigencia de un templo marino

Cincuenta años después, El Pescador sigue defendiendo la misma idea que cuando abrió sus puertas: respeto absoluto por el producto, cero artificio, cocina honesta.

El pescado del día llegó como llega la vida en su versión más justa: sin ornamentos. Las filloas cerraron el rito como una caricia gallega, un recuerdo a abuelas y lumbres de adobe.

La esencia permanece. El oficio permanece. La mirada hacia el mar permanece.

Porque un restaurante así no cumple años. Cumple mareas. Cumple llegadas. Cumple memoria.

Y al final, mientras las últimas copas tintineaban con la solemnidad de lo inevitable, alguien murmuró una frase que resumía la cena: “El mar no está lejos: está en aquello que respetamos”. Y así se nos fue la velada: con sal en el pensamiento, gratitud en el pecho y la certeza de que algunos sueños ( como los de Evaristo) siguen vivos cada vez que un plato llega a la mesa sin más pretensión que la verdad.