Saborear la mejor gastronomía gallega en restaurantes como D'Berto, la marisquería de O'Grove favorita del rey Juan Carlos I
A Coruña, crónica de unos apetitos sin prisa
Vinieron los amigos, desde Cantabria: Marián y Jesús; desde Madrid: Claudia y Andrea; desde Illescas: Mariví y Pepe; desde Palencia: Miriam y Luis. Y aquí estábamos los de siempre, los de aquí: Sonia, Javier, Amparo y un servidor.
Llegaron con la ilusión de los peregrinos del sabor, con la alegría en el equipaje y el hambre abierta, con esas ganas de conversación y de mar que solo se curan con mantel y amistad.
Llovía, pero ya se sabe que otoño y lluvia son un binomio inseparable. “Galicia sin lluvia hubiera sido una desilusión”, escribió un día García Márquez.
Nos sentamos a la mesa para disfrutar de una comida increíble, de las mejores que recuerdo. Comenzó con unas copas de champán, Tarlant Zero, que abrían la jornada con su tensión eléctrica. Burbuja fina, mineralidad precisa, boca afilada, pura tiza y manzana verde. Nada de concesiones, todo equilibrio y sinceridad.
Un espumoso para limpiar el paladar y dejar en él la promesa de un festín.
A modo de menú de degustación, de auténtica verdad marina, fue desgranándose un canto a la materia prima sin artificio, como si cada plato quisiera recordarnos que, en Galicia, la cocina empieza antes del fuego.
Lo dijo Álvaro Cunqueiro: “El mar es nuestro pan diario, y en él hay un milagro cada mañana.” En D’Berto, ese milagro se sirve con nombre propio y apellidos de lonja.
Comenzó con una empanada finísima de mar y montaña, un poema en dos voces: la masa frágil, quebradiza, dorada como un atardecer de ría, y el relleno profundo, con ese aroma de bosque y ola que parecía inventada por una druida del gusto.
Siguió la trilogía de concha: carneiro (escupiña), almeja fina y ostra. Tres texturas, tres timbres del mismo mar. La escupiña (esa pequeña joya escondida en la arena) sabía a bajamar y a recuerdos de infancia. La almeja, delicada y casi dulce, se ofrecía como un suspiro. Y la ostra, esa diosa húmeda y mineral, fue pura caricia del abismo. Decía Rafael Dieste que “el mar tiene boca”, y aquí la abría para hablarnos con su lengua salada.

El salpicón de bogavante y buey de mar fue un relámpago de frescor. Tomate, clara de huevo y cebolla rallada: una triada sencilla que en las manos sabias de Marisol se transforma en delicadeza absoluta. Era como si el marisco se hubiera vestido de domingo.
Después llegaron los camarones, los percebes (tersos como versos de Castelao) y la nécora a la sal, que olía a roca batida, a tempestad quieta. Los berberechos abrieron el concierto con su voz de yodo. El dúo de navaja y longueirón fue un juego de espejos: la navaja, más elegante; el longueirón, más franco y bravo. Y las coquinas de Vilarrube, tan pequeñas y perfectas, parecían salmos diminutos del arenal. Las almejas a la sartén (esas sí que hacen patria) eran puro vapor atlántico. El ajo, el vino, la miga de pan que asoma en el plato… y uno siente que, como decía Castroviejo, “Galicia es un país que come el mar en silencio, porque hay que escucharlo mientras se come.”
Los vinos blancos de la zona iban acompasando este hermoso festín: Sesenta e Nove Arrobas de Xurxo Alba, un vino que huele a costa y a espuma. Nariz de piedra mojada, de limón confitado, de brisa. Boca larga, tensa, con esa acidez que viene a recordarnos el trazado de un paisaje de desembocadura de las Rías Baixas.
El Pazo da Sinsela, de Rodri Méndez, trajo calma y hondura. Este albariño es palabra antigua: fruta blanca, cera, un susurro de heno. Hay algo monástico en su manera de estar, como si el vino meditase antes de hablar. Uno de los vinos más en forma de esta denominación de origen.
Continuó la comida con el bogavante frito, un acto de fe. Dorado y crujiente, con ese perfume de marisco que en D’Berto se mezcla con la felicidad. Y el huevo frito con trufa de Alba, traído por el mismísimo Andrea Tumbarello, llegó como una travesura celestial: la yema derramándose sobre unas patatas perfectas, doradas, crujientes, exactas. En ese instante, el silencio fue absoluto.

El dueto final de pescados (virrey y mero) cerró el desfile con la majestad de los grandes vinos de guarda. Dos peces que son dos maneras de entender el Atlántico: el virrey, firme y aristocrático; el mero, suave, casi mantecoso. Las patatas cocidas y el repollo eran los fieles escuderos de la nobleza, sin otra intención que dejar hablar al producto.
De postre, la tarta de queso, incomparable; densa, húmeda, con ese punto de acidez que la hace memorable, y la filloa finísima, una caricia de harina y aire. Cerró el banquete una ensalada fría de frutas, ligera, digestiva y festiva, como si el mar quisiera despedirse con una sonrisa dulce.

Decía Picadillo que “el buen comer no es un vicio, sino un deber patriótico”. En D’Berto, la patria se sirve a la mesa.
Los tintos acompañaron en rima consonante: Quinta da Muradella de José Luis Mateo, una entrada a la complejidad, con esa finura de la zona de Monterrei que se escribe con manos de relojero. Transparencia, pureza, una boca que parece tallada en cristal. Cada sorbo tiene memoria.
Y para cerrar esta sublime ceremonia gastronómica: A Torna dos Pasás de Luis Anxo Rodríguez. Un tinto del Ribeiro que huele a tierra húmeda y castaño, con tanino fino, fruta roja contenida y una profundidad que emociona. Es un vino que pide conversar con él.
Después de la sobremesa, subimos a La Atlántida, a contemplar las últimas luces del día. El océano respiraba en calma. Las bocanas de las rías, abiertas al horizonte, parecían venas del mundo. Y más allá, las islas dibujadas sobre el mar: Ons y Cíes, guardianas del azul, cerraban el telón de la jornada.
Allí, entre la brisa y el rumor de las olas, una luz minuciosa determinaba la tarde y anunciaba el final del día. El tiempo se volvía silencio. Y nosotros, rendidos, supimos que la felicidad también tiene sabor a conversación que nunca quiere acabarse.
Paseo por Pontevedra y comida en Marna
La mañana amaneció con esa luz envolvente que sólo tiene el otoño gallego, cuando el sol asoma entre las nubes como si pidiera permiso. Estábamos en Pontevedra, esa ciudad para recorrerla escuchando. Porque aquí las piedras te hablan.
Caminamos por la Plaza de la Herrería, con su geometría tranquila, su rumor de fuentes y su aroma a café temprano; pasamos junto al convento de San Francisco, en cuya iglesia yacen los restos de “el caballero del mar y de las letras”, símbolo de la Pontevedra marinera y culta del Medievo, Paio Gómez Charino.
Continuamos hacia la Basílica de Santa María la Mayor, que es granito y rezo, filigrana de cantero que soñaba con el cielo.
Decía Cunqueiro que “Galicia es un país donde las piedras tienen voz”, y en Pontevedra hablan bajito, como quien guarda confidencias de familia. En el Mercado de Abastos, las mujeres seguían vendiendo el mar con las manos mojadas y los ojos brillantes; y en su parte posterior divisamos el Puente del Burgo y el Lérez que iba arrastrando reflejos de cielo hacia la ría. Las luces del mediodía bailaban sobre el agua como brasas saltarinas. Como decía Castroviejo, “la belleza gallega no se enseña, se sugiere”.
La hora de comer nos llevó hasta Marna, el restaurante en línea ascendente que dirige Isma López. Cocina honesta, de raíz y mirada moderna; platos limpios, sin artificio, donde la técnica es discreta y el producto se pronuncia con voz propia.
El aperitivo fue un delicado comienzo: una brioche de Moa, pequeña y cálida, con tomate picado y anchoa del Cantábrico. Cada bocado, un trazo de mar y pan.

El aderezo líquido, sugerencia de Isma, fue un espumoso gallego: Górgola, blanc de noirs elaborado con Caiño tinto. Que se define más por la textura que por la burbuja. Fino, recto, con ese hilo de salinidad que sólo concede el Atlántico. En nariz, notas de pan de centeno, manzana y una insinuación ahumada. En boca, precisión y tensión: la acidez sostiene la estructura sin imponerse. Un vino ideal para prologar la conversación y la comida.
Siguió una burrata del norte de Italia, tan fresca que casi latía, acompañada de tomate confitado, higos, pistachos y aceite de arbequina. El contraste era pura armonía: dulzor, sal, cremosidad, un hilo verde de perfume vegetal.

Las navajas de buceo de Aldán llegaron desnudas, apenas marcadas, con ese brillo nacarado que sólo tienen los moluscos recién sacados del agua. Después, un plato otoñal y hondo: chantarelas, boletus y trompetas de la muerte salteadas con yema de huevo. Tierra, humedad, umami y la yema como nexo dorado.
En la mesa, como un adorno, la segunda propuesta de Isma: Pacio de Fazenda Prádio, un tinto atlántico de elegancia tranquila. Fruta roja fresca, un fondo terroso, ligero trazo balsámico. En boca, tanino fino, estructura fluida, tensión contenida. Hay en él una madurez silenciosa, una belleza que se despliega sin urgencias. Un vino que parece narrar el paisaje de donde viene: piedra, niebla y tiempo.

El último plato salado fue un lenguado con beurre blanc, clásico de la casa, para demostrar que la sencillez, cuando es sabia, conmueve. Carne tersa, punto exacto, salsa ligera y precisa. Un plato que podría provocar aplausos en un concurso de cocina.
Y de postre, un tatin de manzana, perfecto en su equilibrio entre acidez y caramelo, con una masa que crujía como la hoja de un libro recién abierto.
La despedida líquida fue feliz y luminosa: Olivier Marteaux Champagne, de perfil serio y elegante, mostró su hondura con un registro de fruta blanca madura, avellana y levadura sutil. En boca, equilibrio medido: volumen sin grasa, sequedad que acaricia. Final largo, de corte calcáreo. Un champán con la serenidad de los vinos que saben esperar.
“No hay camino más hermoso que el que lleva del pan al vino”, escribió Cunqueiro.
Al salir de Marna, el aire olía a lluvia próxima y el viaje tocaba a su fin. Los amigos debían regresar a sus correspondientes lugares de origen. Eso sí, con la enseñanza de que Galicia se queda y se va contigo. Se queda en la mirada que vuelve a buscar la línea del mar, en el paladar que aún sabe a D’Berto, en el corazón que aprende a latir más despacio, como el compás de las mareas. Se va con los abrazos subrayados de despedida, con esa ausencia que siempre promete volver, con esa luz que lleva rastros de saudade porque el recuerdo es siempre una forma de regreso.

